El nombre del Único (7 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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En lo que a mí respecta, veía cómo este mundo iba degenerando hacia uno semejante al que había dejado atrás. Recordé con gozo los tiempos de mis batallas junto a Kitiara. No quería tener nada que ver con los de mi especie ni con los despreciables seres que poblaban este lugar. Acudí a Takhisis y exigí mi recompensa.

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Quédate el mundo —le dije—. No lo necesito. No lo quiero. Devuélveme a Kitiara. Viajaremos por los caminos y hallaremos otro mundo donde nos aguarde la gloria.

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Me prometió que lo haría. En un lugar llamado El Gríseo encontraría el alma de Kitiara. Vi ese lugar y fui allí. O creí que lo hacía. —En lo profundo de su pecho sonó el retumbo de un gruñido—. El resto ya lo sabes, oíste a Mina, la nueva lavacaras de la Reina Oscura. La oíste contarme cómo fui traicionado.

—Sin embargo, otros te vieron partir...

—Otros vieron lo que ella quería que vieran, igual que todos vieron lo que quería que vieran al final de la Guerra de Caos.

Skie se quedó callado, rumiando sus equivocaciones. La respiración del Azul era trabajosa, y Espejo pensó que lo mismo podría vivir unas horas que unos días; no había forma de saberlo. Ignoraba dónde estaba herido, y el propio Skie no se lo diría. El Plateado se preguntó si la herida no sería aún más profunda en lo anímico que en lo físico. Decidió cambiar de tema para desviar los pensamiento de Skie.

—Takhisis tuvo que afrontar una nueva amenaza: los grandes dragones, los señores supremos.

—Los señores supremos —gruñó el Azul—. Sí, representaban un problema. Takhisis había confiado en que seguirían luchando entre sí hasta acabar matándose unos a otros, pero acordaron una tregua. Se declaró la paz y la gente fue volviéndose indolente. Takhisis temió que a no tardar empezarían a reverenciar a los señores supremos, como ya hacían algunos, y a no necesitarla. La Reina Oscura aún no era lo bastante fuerte para combatirlos, así que tenía que hallar un modo de acrecentar su poder. Hacía bastante tiempo que había advertido y lamentado la pérdida de energía que desaparecía del mundo con la partida de los espíritus de los muertos. Concibió la manera de retenerlos en el mundo y así pudo utilizarlos para robar la magia primigenia y entregársela a ella. Cuando consideró que contaba con fuerza suficiente para regresar, lo hizo. La noche de la tormenta.

—Sí —dijo Espejo—, escuché su voz. Me llamó para que me uniera a sus legiones, para que la venerara como mi dios. Casi lo hice, pero algo me detuvo. Mi corazón reconocía esa voz, aunque no mi mente. Así que fui castigado. Yo...

Se interrumpió al notar que Skie empezaba a rebullir en un intento de incorporar su gran corpachón del suelo de la guarida.

—¿Qué ocurre? ¿Qué haces?

—Será mejor que te escondas —advirtió el Azul, que seguía esforzándose desesperadamente para levantarse—. Malys se acerca.

—¡Malys! —repitió Espejo, alarmado.

—Se ha enterado de que me estoy muriendo. Esos secuaces cobardes que me servían deben de haber ido corriendo a contarle las buenas nuevas. El gran buitre acude a robar mi tótem. ¡Debería dejar que lo hiciera! Takhisis ha usurpado los tótem para su propio uso. Malys se lleva a la cama a su peor enemigo cada noche. Que venga ese monstruo rojo. Le haré frente hasta mi último aliento...

Quizá Skie estuviera desvariando, como Espejo pensaba realmente que le ocurría al Azul, pero su consejo de esconderse era sensato. Aun en el caso de no estar ciego, Espejo habría eludido una lucha con la colosal hembra Roja a pesar de lo mucho que la odiaba y la aborrecía. Había visto a muchos de su especie atrapados y aplastados entre sus poderosas fauces o incinerados por su espantoso fuego. La mera fuerza bruta no bastaba para vencer a aquella criatura de otro mundo. El dragón más grande y fuerte que jamás hubiera pisado Krynn no sería rival para Malystryx.

Ni siquiera una deidad se había atrevido a hacerle frente.

Espejo volvió a adoptar forma humana. Se sentía muy frágil y vulnerable con la piel suave, los huesos finos y delicados, la raquítica musculatura. Con todo, un humano ciego podía arreglárselas en este mundo, y Espejo empezó a avanzar a tientas alrededor del corpachón de Skie. Su intención era retirarse, internarse más en los sinuosos corredores de la guarida laberíntica del Azul. La mano extendida de Espejo se posó en algo suave y frío.

Una escalofrío le recorrió el brazo. No veía, pero supo al instante qué era lo que tocaba: el tótem de Skie, construido con los cráneos de sus víctimas. Estremecido, Espejo retiró la mano prestamente y casi perdió el equilibrio por la brusquedad del movimiento. Topó con la pared, recuperó la estabilidad y se valió del muro para guiar sus pasos.

—Espera —sonó siseante la voz de Skie en los corredores—. Me has hecho un favor, Plateado. Impediste que muriera vilmente a sus manos. Gracias a ti puedo morir del modo que quiero, con la dignidad que me queda. A cambio te haré un favor. Los otros de tu especie, los Dorados y Plateados, los has buscado sin resultado, ¿no es cierto?

A Espejo le costaba admitir tal cosa, incluso a un Azul moribundo. No respondió y siguió avanzando a tientas por el corredor.

—No huyeron por miedo —continuó Skie—. Oyeron la voz de Takhisis la noche de la tormenta y algunos la reconocieron y comprendieron lo que ello significaba. Abandonaron el mundo para encontrar a los dioses.

Espejo se paró y volvió el rostro ciego hacia el sonido de la voz del Azul. Ahora también oía en el exterior lo que Skie había percibido mucho antes que él: el batir de unas alas inmensas.

—Era una trampa —dijo Skie—. Se marcharon y ahora no pueden regresar. Takhisis los retiene prisioneros, igual que retiene las almas de los muertos.

—¿Qué puede hacerse para liberarlos? —preguntó Espejo.

—Te he contado todo lo que sé. Mi deuda contigo queda saldada, Plateado. Será mejor que te des prisa.

Espejo se deslizó a lo largo del corredor lo más rápido posible. Ignoraba hacia dónde se dirigía, pero suponía que se internaba más en la guarida. Continuó tanteando el muro con la mano, sin retirarla a medida que avanzaba, razonando que de ese modo podría hallar la salida. Cuando oyó la voz de Malys, estridente y aguda —un sonido extraño considerando que provenía de una criatura tan descomunal—, Espejo se detuvo. Mantuvo la mano contra la pared y se agazapó en el pulido suelo, envuelto en la fría oscuridad de la guarida. Incluso aquietó la respiración todo lo posible por miedo a que ella le oyera y fuera a buscarlo.

Acurrucado en el cubil del Azul, aterrado, el Plateado esperó el desenlace.

* * *

Skie sabía que se estaba muriendo. El corazón le latía a trompicones y se estremecía bajo las costillas. Cada bocanada de aire que inhalaba le costaba un esfuerzo ímprobo. Ansiaba tumbarse y descansar, cerrar los ojos, perderse en el pasado. Volver a extender las alas que tenían el color del cielo y volar entre las nubes. Escuchar de nuevo la voz de Kitiara, sus firmes órdenes, su risa burlona. Sentir sus manos, seguras y competentes, en las riendas, guiándolo certeramente hacia lo más reñido de la batalla. Deleitarse otra vez con el estruendo de las armas al entrechocar, con el olor de la sangre, con la sensación de carne desgarrada bajo sus garras y con el exultante grito de guerra de Kitiara, desafiando a cualquiera que aceptara su reto. Regresar a los establos y esperar, mientras le curaban las heridas, a que llegara ella, como hacía siempre, para sentarse a su lado y revivir la batalla. Buscaría su compañía, dejando atrás a aquellos penosos humanos que pretendían su amor. Dragón y amazona; eran un equipo... Un equipo mortífero.

—Bueno, Skie —dijo la odiada voz. La cabeza de Malys asomó por la entrada de la guarida tapando la luz del sol—. Me informaron mal. Por lo que veo, aún no has muerto.

Skie pareció despertar. Sus sueños, sus recuerdos, habían sido muy reales. Ésto era irreal.

—No, no he muerto —gruñó. Hincó profundamente las garras en la roca para combatir el dolor, obligándose a mantenerse erguido.

Malys introdujo su inmenso corpachón en el cubil un poco más —la cabeza y los hombros, las garras delanteras y el cuello—, manteniendo las alas plegadas a los costados y la cola colgando por la pared del risco. Sus ojos, pequeños y crueles, lo pasaron por alto con desdén, descartándolo, buscando aquello por lo que había ido allí: su tótem. Lo vio alzándose en el centro del cubil y sus ojos centellearon.

—No te preocupes por mí —dijo fríamente—. Creo que estabas muriéndote. Continúa, por favor, como si yo no estuviera, no quiero interrumpirte. Sólo vine para recoger unos cuantos recuerdos del tiempo que pasamos juntos.

Alargó una garra y empezó a tejer una red mágica alrededor de los cráneos del tótem. Skie vislumbró ojos en aquellos cráneos, percibió la presencia de su reina. Takhisis no se ocupaba de él. Ya no. Ahora no le era de utilidad. Sólo tenía ojos para Malys. Estupendo. Ojalá disfrutaran juntas. Eran tal para cual.

Las piernas le temblaron; ya no podían sostener su peso, y cayó en el suelo del cubil. Estaba irritado, furioso consigo mismo. Tenía que luchar, que ponerse de pie, al menos hasta dejar su marca en Malys. Pero su debilidad era mucha, y temblaba. El corazón le latía como si fuera a estallarle en el pecho.

—¡Skie, mi precioso Azul! —le llegó la voz de Kitiara, burlona, risueña—. ¿Todavía dormido, gandul? ¡Despierta! Hoy tenemos batallas que disputar. Vérnosla con la muerte. Nuestros enemigos no duermen, de eso no te quepa duda.

Skie abrió los ojos. Allí estaba, ante él, con la armadura de dragón azul reluciente al sol. Kitiara lucía su sonrisa sesgada; alzó un brazo y señaló.

—Ahí tienes a tu enemigo, Skie. Aún te queda un combate, una batalla en la que participar. Después podrás descansar.

El Azul levantó la cabeza. No distinguía a Malys, pues perdía vista con rapidez, al tiempo que su vida se escapaba. Pero sí veía a Kitiara y hacia dónde apuntaba. Inhaló aire, su último aliento. Más le valía que fuera bueno.

Exhaló con fuerza el aliento mezclado con el azufre de su vientre.

El rayo chisporroteó y siseó mientras hendía el aire. Retumbó un trueno que sacudió la montaña. Fue un sonido horrendo, pero aun así pudo escuchar el chillido de ira y dolor emitido por Malys. No veía el daño que le había ocasionado, pero dedujo que tenía que ser considerable.

Enfurecida, Malys lo atacó. Sus garras, afiladas como cuchillas, se hundieron atravesando las escamas azules, desgarraron la carne y abrieron un agujero enorme en el flanco.

Skie no sentía nada, ni más dolor ni más temor.

Satisfecho, dejó caer la cabeza en el suelo de su cubil.

—Bien hecho, mi hermoso Azul —sonó la voz de Kitiara, y Skie se sintió orgulloso al percibir el tacto de la mano de la mujer en su cuello—. Bien hecho...

* * *

El debilitado rayo de Skie no había causado verdadero daño a Malys, aparte de una sensación enervante, cosquilleante, que le recorrió el cuerpo y desprendió un buen fragmento de carne con escamas en la articulación de su pata delantera izquierda. Le dolía más su orgullo herido que el daño sufrido por su enorme e hinchado cuerpo, y descargó zarpazos al moribundo Skie, desgarrando y hendiendo su carne hasta que el cubil quedó lleno de sangre. Finalmente se dio cuenta de que lo único que hacía era maltratar un cadáver insensible.

Descargada su furia, Malys continuó desmantelando el tótem y preparándolo para el transporte hasta su guarida de la nueva cordillera de Goodlund, el Pico de Malys.

Regodeándose con su botín, contemplando con satisfacción el gran número de cráneos, la Roja podía percibir cómo crecía su propio poder con sólo tomarlos en sus garras.

Nunca había tenido en mucha consideración a los dragones de Krynn. En un mundo donde eran la especie dominante, se los había temido y reverenciado por el resto de los lastimosos habitantes de Krynn y, en consecuencia, se habían echado a perder. Cierto que a veces las criaturas de piel blanda de Krynn se habían alzado en armas contra los dragones. Skie le había relatado esas contiendas, había hablado y hablado sin cansarse sobre cierto acontecimiento llamado la Guerra de la Lanza, explicando la intensa emoción de la batalla y los vínculos formados entre el jinete y el dragón.

Obviamente, Skie llevaba demasiado tiempo fuera de su mundo natal si consideraba verdaderas batallas tales peleas de niños. Ella misma había volado contra unos cuantos de esos jinetes de dragón, y en su vida había visto nada tan divertido. Recordó su antiguo mundo, donde no pasaba un día sin que estallara algún combate sangriento para establecer la jerarquía del clan.

Entonces la supervivencia había sido una batalla diaria, una de las razones por las que Malys y los otros se alegraron de descubrir este orondo y perezoso mundo. No echaba de menos aquellos tiempos crueles, pero sí solía recordarlos con nostalgia, como un viejo veterano de guerra rememorando su pasado. Ella y los de su especie les habían enseñado a esos dragones alfeñiques de Krynn una lección muy valiosa; es decir, a aquellos que sobrevivieron. Habían doblegado la cerviz ante ella, habían jurado servirla y reverenciarla. Y entonces llegó la noche de la extraña tormenta.

Los dragones de Krynn cambiaron, si bien Malys no podría decir exactamente qué era diferente. Los Rojos, Negros y Azules seguían sirviéndola, acudiendo cuando los emplazaba, siempre a su entera disposición, pero tenía la sensación de que tramaban algo. A menudo los sorprendía manteniendo conversaciones en susurros que se interrumpían cuando aparecía ella. Y últimamente varios habían desaparecido. Había recibido información sobre dragones montados por jinetes —los Caballeros de Neraka— entrando en batalla contra los solámnicos de Solanthus.

Malys no tenía nada que objetar a que los dragones mataran solámnicos, pero sí a que antes no la hubieran consultado. Lord Targonne lo habría hecho así, pero lo habían asesinado, y fue en el informe sobre su muerte cuando Malys tuvo noticias por primera vez de la novedad más inquietante de todas: la aparición de un dios en Krynn.

Ya había oído rumores sobre ese dios, el mismo que había trasladado el mundo a esta parte del universo. Sin embargo, no había visto señal alguna de esa deidad, y la única conclusión era que se había arredrado ante su llegada y había abandonado el campo de batalla. La idea de que esa deidad estuviera a cubierto, agazapada mientras acrecentaba su poder, no se le pasó por la cabeza en ningún momento, cosa nada extraña ya que procedía de un mundo sin malicia donde reinaba la fuerza y el poderío.

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