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Authors: Katherine Neville

El ocho (22 page)

BOOK: El ocho
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Súbitamente algo ahogó el primer sollozo antes de que escapara de mi garganta: Saul no había trepado a la losa por sus propios medios y dejado de respirar. Alguien lo había depositado allí, y esa persona había estado en la sala en los últimos cinco minutos.

Salí disparada. La recepcionista seguía atendiendo al visitante. Se me ocurrió dar la voz de alarma, pero me lo pensé dos veces. Me habría costado explicar que el chófer de una amiga mía había sido asesinado y que yo había tropezado con el cadáver por casualidad; que casualmente el día anterior había estado en un lugar donde se había producido una muerte en extrañas circunstancias y que mi amiga, la jefa del chófer, también estaba allí; que nos habíamos olvidado de denunciar que en su coche habían aparecido dos orificios de bala.

Emprendí la retirada de la sede de la ONU y literalmente bajé rodando por la escalera. Sabía que debía acudir sin falta a las autoridades, pero estaba aterrorizada. Habían asesinado a Saul en aquella sala, segundos después de que yo la abandonara. Fiske había muerto pocos minutos después de que se interrumpiera la partida de ajedrez. En ambos casos las víctimas se encontraban en lugares públicos, cerca de otras personas. En ambos casos Solarin había estado presente. Y tenía un arma, ¿no? Y había estado presente en los dos sucesos.

Así que estábamos jugando. Muy bien, entonces descubriría las reglas del juego por mi cuenta. Mientras recorría la calle helada rumbo a mi cálido y seguro despacho, noté que aparte del miedo y la estupefacción se apoderaba de mí una firme determinación. Tenía que romper el misterioso velo que envolvía el juego, conocer las reglas y a los jugadores. Y debía hacerlo sin demora, pues las jugadas ocurrían peligrosamente cerca. Ignoraba que a treinta manzanas estaba a punto de tener lugar una jugada que modificaría el curso de mi vida…

—Brodski está furioso —informó Gogol con nerviosismo.

Al ver que Solarin franqueaba la entrada se había levantado de la mullida y cómoda butaca en la que tomaba el té en el vestíbulo del Algonquin.

—¿Dónde has estado? —preguntó Gogol, pálido como un fantasma.

—Tomando el aire —respondió Solarin con calma—. Te recuerdo que no estamos en la Unión Soviética. En Nueva York la gente sale a caminar cuando se le antoja sin informar a las autoridades. ¿Acaso Brodski temía que desertara?

Gogol permaneció serio cuando Solarin sonrió.

—Está enfadado —reconoció. Miró nervioso alrededor, pero no había nadie, con excepción de una anciana que tomaba el té en el otro extremo—. Esta mañana Hermanold nos ha comunicado que el torneo se pospone indefinidamente hasta que investiguen a fondo la muerte de Fiske. Tenía el cuello roto.

—Ya lo sé —dijo Solarin, y cogió a Gogol del brazo para llevarlo hacia la mesa en la que se enfriaba el té. Le indicó que se sentara y terminara la infusión—. Vi el cadáver, ¿lo has olvidado?

—Ese es el problema —repuso Gogol—. Estuviste a solas con él justo antes del accidente. Este asunto tiene muy mal cariz. No debimos llamar la atención. Si abren una investigación, sin duda lo primero que harán será interrogarte.

—Deja que yo me preocupe de esas cosas —aconsejó Solarin.

Gogol cogió un terrón de azúcar, lo sujetó entre los dientes y bebió el té a través de él, mientras meditaba.

La anciana se acercaba renqueando hacia la mesa que ocupaban. Vestía de negro y se movía con dificultad, con ayuda de un bastón. Gogol la miró.

—Por favor —dijo la anciana—, no me han servido sacarina con el té y no puedo tomar azúcar. Caballeros, ¿serían tan amables de darme una bolsita de sacarina?

—Por supuesto —respondió Solarin.

Abrió el azucarero de la bandeja de Gogol, sacó varias bolsitas de color rosa y se las entregó a la anciana. Esta le dio las gracias y se alejó.

—¡Oh, no! —exclamó Gogol mirando hacia los ascensores. Brodski avanzaba por el vestíbulo sorteando mesas de té y sillas floreadas—. Me pidió que subiera contigo en cuanto regresaras —susurró a Solarin.

Se puso en pie y a punto estuvo de volcar la bandeja. Solarin siguió sentado.

Brodski era un individuo alto y musculoso, con el rostro atezado. Parecía un ejecutivo europeo con su traje de rayas azul marino y su corbata de seda asargada. Se acercó con paso enérgico a la mesa, como si se presentara en una reunión de negocios, se detuvo ante Solarin y le ofreció la mano. Este se la estrechó sin levantarse. Brodski tomó asiento.

—He tenido que informar al secretario de tu desaparición —dijo.

—No he desaparecido. Salí a dar un paseo.

—Has ido de compras, ¿eh? —dedujo Brodski—. Esa cartera es muy bonita. ¿Dónde la has comprado? —Tocó la cartera que reposaba en el suelo, junto a Solarin. Gogol ni siquiera la había visto—. Piel italiana, lo ideal para un ajedrecista soviético —comentó con sorna—. ¿Te molesta que la mire por dentro?

Solarin se encogió de hombros. Brodski se colocó la cartera sobre las rodillas, la abrió y se dedicó a revolver el contenido.

—A propósito, ¿quién era la mujer que abandonó vuestra mesa justo cuando llegué?

—Una anciana que necesitaba sacarina —respondió Gogol.

—No debía de estar muy desesperada —murmuró Brodski mientras hojeaba los papeles—, porque se largó en cuanto llegué.

Gogol echó un vistazo a la mesa que ocupaba la anciana dama. Esta se había marchado, pero el servicio de té permanecía allí.

Brodski metió los papeles en la cartera y se la devolvió a Solarin. Miró a Gogol y suspiró.

—Gogol, eres un imbécil —comentó con el mismo tono que si hablara del tiempo—. Es la tercera vez que nuestro incomparable gran maestro logra despistarte. La primera, cuando interrogó a Fiske poco antes de que lo asesinaran. La segunda, cuando salió a buscar esta cartera, que ahora solo contiene un sujetapapeles, varios blocs por estrenar y dos libros sobre la industria petrolera. Es evidente que ha sacado todo lo de valor. Y ahora, en tus mismas narices, ha pasado una nota a una agente.

Gogol se puso rojo como un tomate y dejó la taza de té.

—Te aseguro que…

—No me asegures nada —lo interrumpió Brodski en tono cortante. Se volvió hacia Solarin para añadir—: El secretario ha dicho que si no establecemos contacto en veinticuatro horas pedirán que regresemos a Rusia. No puede arriesgarse a que nos quedemos sin tapadera si se anula el torneo. Quedaría muy mal decir que nos quedamos en Nueva York para comprar carteras italianas de segunda mano —añadió con sorna—. Gran maestro, tienes veinticuatro horas para conseguir la información.

Solarin le miró a los ojos y sonrió fríamente.

—Mi querido Brodski, puedes informar al secretario de que ya hemos establecido contacto.

Brodski aguardó en silencio a que Solarin continuara y, al ver que este no añadía nada más, dijo con tono melifluo:

—¿Y cuánto tiempo vas a mantener el suspense?

Solarin miró la cartera, que ahora reposaba en su regazo, y luego a Brodski. Su cara no revelaba ninguna emoción:

—Las piezas están en Argelia —dijo.

A mediodía estaba desquiciada. Había tratado inútilmente de ponerme en contacto con Nim. No podía quitarme de la cabeza la espantosa imagen del cadáver de Saul tendido en la losa, e intentaba encontrar un sentido a lo ocurrido, encajar las piezas.

Estaba en mi despacho de Con Edison, que daba a la entrada de la ONU, escuchando las noticias de la radio, mientras esperaba que los coches patrulla pararan en la plaza apenas conocieran la existencia del cadáver. Pero eso no ocurrió.

Telefoneé a Lily, pero había salido, y luego al despacho de Harry, donde su secretaria me dijo que mi amigo se había ido a Buffalo para revisar unos envíos de pieles deterioradas y no regresaría hasta muy tarde. Pensé en llamar a la policía y dejar un mensaje anónimo sobre el cadáver de Saul, pero me dije que pronto lo encontrarían. Era imposible que un cadáver pasara horas en la ONU sin que nadie reparara en él.

Poco después de las doce pedí a mi secretaria que saliera a comprar unos bocadillos. Sonó el teléfono y contesté. Era Lisle, mi jefe. Su voz me resultó desagradable por lo animada que sonaba.

—Velis, ya tenemos los billetes y el itinerario. La sucursal de París te espera el próximo lunes. Pasarás la noche allí y por la mañana viajarás a Argel. Si estás de acuerdo, esta tarde haré enviar los billetes y los documentos a tu apartamento.

Le dije que me parecía bien.

—Velis, te noto alicaída. ¿Tienes dudas sobre tu viaje al Continente Negro?

—En absoluto —contesté con toda la seguridad que pude fingir—. Me vendrá bien un cambio. Nueva York empieza a estresarme.

—Perfecto. Entonces, bon voyage, Velis. No digas que no te avisé.

Colgamos. Pocos minutos más tarde regresó mi secretaria con bocadillos y leche. Cerré la puerta e intenté comer, pero no pude tragar más que unos pocos bocados. Tampoco logré sentir interés por los libros sobre la historia de la industria petrolera. Permanecí sentada con la vista clavada en el escritorio.

Alrededor de las tres mi secretaria llamó a la puerta y entró con una cartera.

—Alguien se la ha entregado al guardia de la entrada —explicó—. Junto con esta nota.

Cogí el sobre con mano temblorosa, aguardé a que mi secretaria se fuera, busqué el abrecartas, lo abrí y saqué la hoja.

La nota rezaba: «He sacado algunos papeles. Te ruego que no vayas sola a tu apartamento». No estaba firmado, pero reconocí al autor por el tono alegre que lo caracterizaba. Me la guardé en el bolsillo y abrí la cartera. Todo estaba en su sitio, salvo, obviamente, mis apuntes sobre Solarin.

A las seis y media seguía en el despacho, pese a que casi todos habían abandonado el edificio. Mi secretaria estaba escribiendo a máquina. Le había dado un montón de trabajo para no quedarme sola y me preguntaba cómo regresaría a mi piso. Estaba a solo una manzana y parecía ridículo pedir un taxi.

El portero vino a limpiar los despachos. Estaba vaciando un cenicero en mi papelera cuando sonó el teléfono, y con la prisa por descolgar el auricular, a punto estuve de tirarlo al suelo.

—Trabajas hasta muy tarde, ¿no te parece? —preguntó una voz conocida.

Casi rompí a llorar de alivio.

—Vaya, es sor Nim —dije intentando controlar mi voz—. Has llamado demasiado tarde. Estaba recogiendo mis cosas para iniciar mi retiro religioso. Ahora soy miembro de pleno derecho de las Hermanas de Jesús.

—Sería una pena y un desperdicio —afirmó Nim con tono alegre.

—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí a estas horas?

—¿En qué otro lugar podía pasar una tarde de invierno alguien con tu ilimitada entrega al trabajo? Debes de estar quemándote las pestañas… ¿Cómo estás, querida? Me han dicho que me buscabas.

Esperé a que saliera el portero para responder.

—Temo encontrarme en un grave aprieto.

—Por supuesto, tú siempre tienes problemas —dijo Nim con calma—. Es uno de tus principales encantos. Una mente como la mía se cansa de toparse constantemente con lo esperado.

Miré la espalda de mi secretaria a través del tabique de cristal de mi despacho.

—Estoy en un grave aprieto —susurré—. ¡En los dos últimos días han asesinado a dos personas prácticamente delante de mis narices! Me han advertido que tiene que ver con mi asistencia a cierto torneo de ajedrez…

—¡Qué mal se oye! —exclamó Nim—. ¿Qué haces? ¿Te has tapado la boca con un trapo? Apenas te oigo. ¿De qué te han advertido? Habla más alto.

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