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Authors: Katherine Neville

El ocho (3 page)

BOOK: El ocho
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—Mi señor, creo que deberíamos abandonar la partida —propuso Garin en voz baja, y recogiendo un trebejo se lo entregó al monarca—. No recuerdo la disposición de las piezas en el tablero. Majestad, este ajedrez moro me da miedo. Creo que está poseído por una fuerza maligna que os ha obligado a apostar mi vida.

Carlomagno, que descansaba en una silla, se llevó cansinamente la mano a la frente, pero no pronunció palabra.

—Garin, sabes que el rey no cree en supersticiones, que las considera paganas y bárbaras —intervino el duque de Borgoña con suma cautela—. Ha prohibido la nigromancia y la adivinación en la corte…

Carlomagno lo interrumpió con voz muy débil, como si sufriera un agotamiento extremo.

—Si hasta mis soldados creen en la brujería, ¿cómo extenderé por toda Europa la fe cristiana?

—Desde el principio de los tiempos se ha practicado esta magia en Arabia y en todo Oriente —afirmó Garin—. No creo en ella ni la comprendo, pero… vos también la habéis sentido. —Se inclinó hacia el emperador y lo miró a los ojos.

—Me he dejado llevar por una furia ardiente —admitió Carlomagno—. No he podido dominarme. He sentido lo mismo que en el albor de una batalla, cuando las tropas se lanzan al combate. No sé cómo explicarlo.

—Todas las cosas del cielo y de la tierra tienen un motivo —dijo una voz detrás de Garin.

El franco se volvió y vio a un moro negro, uno de los ocho que habían acarreado el tablero, a quien el monarca autorizó a proseguir con un gesto.

—En nuestra watar, nuestra tierra, vive un pueblo antiguo conocido como badawi, los «habitantes del desierto». Consideran un honor las apuestas de sangre. Sostienen que solo ellas acaban con la habb, la gota negra vertida en el corazón humano que el arcángel Gabriel sacó del pecho de Mahoma. Vuestra alteza ha hecho una apuesta de sangre ante el tablero, se ha jugado una vida humana, la forma de justicia más elevada que existe. Mahoma dice: «El reino soporta la kufr, la infidelidad al islam, pero no tolera la zulm, es decir, la injusticia».

—La apuesta de sangre es siempre maligna —repuso Carlomagno.

Garin y el duque de Borgoña miraron sorprendidos al rey, pues hacía tan solo una hora él mismo había propuesto una apuesta de sangre.

—¡No! —exclamó el moro—. Mediante la apuesta de sangre se conquista el ghutah, el oasis terrenal que es el paraíso. Cuando se hace una apuesta de sangre ante el tablero de shatranj, es el mismo shatranj el que lleva a cabo la sar.

—Mi señor, shatranj es el nombre que los moros dan al ajedrez —explicó Garin.

—¿Qué significa «sar»? —preguntó Carlomagno poniéndose lentamente en pie. Superaba en altura a todos los presentes.

—Significa «venganza» —respondió el moro con tono inexpresivo. Dicho esto, hizo una reverencia y se alejó.

—Volveremos a jugar —anunció el monarca—. Esta vez no habrá apuestas. Jugaremos por placer. Esas ridículas supersticiones inventadas por bárbaros y niños son meras zarandajas.

Los cortesanos colocaron el tablero y la estancia se pobló de murmullos de alivio. Carlomagno se volvió hacia el duque de Borgoña y le cogió del brazo.

—¿Es cierto que hice una apuesta semejante? —susurró.

El duque lo miró sorprendido.

—Así es, señor. ¿No lo recordáis?

—No —contestó con tristeza el monarca.

Carlomagno y Garin se sentaron a jugar. Tras una batalla extraordinaria Garin alcanzó la victoria. El emperador le concedió la propiedad de Montglane, en los Bajos Pirineos, y el título de Garin de Montglane. Quedó tan complacido por el magistral dominio que del ajedrez tenía su soldado, que se ofreció a construirle una fortaleza para proteger el territorio que acababa de ganar. Muchos años después, Carlomagno le envió como regalo el maravilloso ajedrez con el que habían jugado la famosa partida. Desde entonces se conoce como «el ajedrez de Montglane».

—Esta es la historia de la abadía de Montglane. —La madre superiora concluyó el relato y miró a las monjas, que escuchaban en silencio—. Muchos años después, cuando Garin de Montglane cayó enfermo y agonizaba, legó a la Iglesia su territorio de Montglane, la fortaleza que se convertiría en nuestra abadía, y el famoso juego conocido como el ajedrez de Montglane. —La abadesa se interrumpió, como si no supiera si proseguir con la historia. Finalmente retomó la palabra—. Garin siempre creyó que sobre el ajedrez de Montglane pesaba una terrible maldición. Había oído rumores de acontecimientos infaustos relacionados con él mucho antes de que pasara a su poder. Se decía que Charlot, el sobrino de Carlomagno, fue asesinado mientras jugaba una partida en ese mismo tablero. Corrían extrañas historias de matanzas y violencia, incluso de guerras, en las que ese ajedrez había intervenido. Los ocho moros negros que lo habían trasladado desde Barcelona rogaron a Carlomagno que les permitiera acompañar las piezas en su viaje hasta Montglane. El emperador accedió. Poco después Garin se enteró de que en la fortaleza se celebraban arcanas ceremonias nocturnas, rituales en los que sin duda participaban los moros, y se acrecentó el temor que le inspiraba el ajedrez de Montglane, al que consideraba instrumento de Satanás. Así pues, mandó enterrar las piezas en la fortaleza y pidió a Carlomagno que inscribiera una maldición en los muros para impedir que las exhumaran. El emperador creyó que era una broma, pero se plegó al deseo de Garin. Esta es la historia de la inscripción que hoy vemos sobre la puerta.

La abadesa, pálida y exhausta, calló y se dirigió a su silla. Alexandrine se puso en pie y la ayudó a tomar asiento.

—Reverenda madre, ¿qué fue del ajedrez de Montglane? —preguntó una de las monjas más ancianas, sentada en primera fila.

La abadesa sonrió.

—Ya os he dicho que si nos quedamos en la abadía, nuestras vidas corren grave peligro. Ya os he dicho que los soldados de Francia se proponen confiscar los bienes de la Iglesia y, de hecho, ya están cumpliendo esa misión. También os he dicho que antaño enterraron, dentro de los muros de la abadía, un tesoro muy valioso y tal vez maligno. En consecuencia, no os sorprenderá saber que el secreto que juré guardar cuando acepté ser abadesa es el secreto del ajedrez de Montglane. Sigue oculto entre las paredes y bajo el suelo de este estudio, y solo yo conozco el paradero exacto de cada pieza. Hijas mías, nuestra misión consiste en desenterrar este instrumento del mal y dispersarlo para que nunca pueda reunirse en manos de quien busca el poder. El ajedrez de Montglane alberga una fuerza que trasciende las leyes de la naturaleza y del entendimiento humano.

»Aunque tuviéramos tiempo de destruir las piezas o desfigurarlas hasta volverlas irreconocibles, yo no escogería ese camino. Un instrumento de tamaño poder también puede utilizarse para hacer el bien. Por eso no solo juré mantener oculto el ajedrez de Montglane, sino también protegerlo. Es posible que alguna vez, cuando la historia lo permita, podamos reunir las piezas y dar a conocer su oscuro enigma.

Aunque la abadesa conocía el paradero exacto de cada pieza del ajedrez de Montglane, fue precisa la colaboración de todas las hermanas durante casi dos semanas para desenterrarlas, limpiarlas y pulirlas. Fueron necesarias cuatro monjas para levantar el tablero del suelo de piedra. Una vez limpio, descubrieron que cada escaque tenía extraños símbolos tallados o repujados. También había símbolos semejantes en la base de cada trebejo. Encontraron además un paño guardado en una caja metálica, cuyos cantos estaban lacrados con una sustancia cerosa, sin duda para protegerla de la humedad. El paño era de terciopelo azul oscuro, recamado con hilo de oro y joyas preciosas que dibujaban signos parecidos a los del zodíaco; en el centro, dos figuras que parecían serpientes se entrelazaban para formar el número ocho. La abadesa consideraba que el paño se había utilizado para envolver el ajedrez de Montglane y evitar que sufriera daños durante su traslado.

Hacia el final de la segunda semana comunicó a las monjas que se prepararan para viajar. Indicaría a cada una, por separado, su destino, de modo que ninguna conocería el paradero de las demás. Así correrían menos riesgos. Como el ajedrez de Montglane tenía menos piezas que monjas la abadía, solo la abadesa sabría qué hermanas habían partido con una parte del juego y cuáles se iban con las manos vacías.

Llamó a Valentine y Mireille a su estudio y les indicó que se sentaran al otro lado del escritorio, sobre el que descansaba el resplandeciente ajedrez de Montglane, parcialmente cubierto por el paño azul oscuro recamado.

La abadesa dejó la pluma y miró a Mireille y Valentine, que, sentadas muy juntas, aguardaban inquietas.

—Reverenda madre, quiero que sepáis que os echaré muchísimo de menos —dijo atropelladamente Valentine— y que soy consciente de que he sido una penosa carga para vos. Me gustaría haber sido mejor monja y no haberos dado tantos disgustos…

—Valentine, ¿qué quieres decir? —preguntó la abadesa, que sonrió al ver que Mireille daba a su prima un codazo en las costillas para hacerla callar—. ¿Temes tener que separarte de tu prima Mireille? ¿Es ese el motivo de estas disculpas tardías?

Valentine miró azorada a la abadesa, asombrada de que le hubiera adivinado el pensamiento.

—Yo en tu lugar no me preocuparía —prosiguió la abadesa. Deslizó un papel sobre el escritorio de cerezo en dirección a Mireille—. Aquí tenéis el nombre y las señas del tutor que se hará cargo de vosotras. Debajo he anotado las instrucciones para el viaje que he dispuesto para las dos.

—¡Las dos! —exclamó Valentine, incapaz de contenerse—. ¡Gracias, reverenda madre, acabáis de satisfacer mi mayor deseo!

La abadesa rió.

—Valentine, estoy segura de que, si no os dejara partir juntas, con tal de seguir con tu prima encontrarías la forma de echar por tierra todos los planes que he trazado minuciosamente. Además, tengo buenos motivos para querer que estéis juntas. Prestad atención. Todas las monjas de nuestra abadía tienen resuelta su situación. Enviaré a sus hogares a aquellas cuyas familias acepten su regreso. En algunos casos he buscado amigos o parientes lejanos que les brindarán cobijo. Si llegaron a la abadía con dote, les devolveré sus bienes para su manutención y custodia. Si carecen de medios, las enviaré a una abadía del extranjero, que las acogerá de buena fe. En todos los casos pagaré los gastos de viaje y manutención para asegurar el bienestar de mis hijas. —La abadesa cruzó las manos y prosiguió—: Valentine, eres afortunada en más de un sentido, pues tu abuelo te legó una generosa suma, que destinaré tanto a ti como a tu prima Mireille. Además, aunque no tienes familia, cuentas con un padrino que ha aceptado la responsabilidad de cuidar de ambas. Me ha asegurado por escrito que está dispuesto a actuar en tu nombre. Y esto me lleva a otra cuestión, a un asunto que me preocupa sobremanera.

Mireille, que había mirado de reojo a Valentine cuando la abadesa se refirió al padrino, echó un vistazo al papel donde esta había escrito en mayúsculas: «M. Jacques-Louis David, pintor»; debajo figuraba una dirección de París. Ignoraba que Valentine tuviera padrino.

—Sé que en Francia habrá quien se sienta muy disgustado cuando se entere de que he cerrado la abadía —explicó la madre superiora—. Muchas de nosotras correremos peligro, concretamente por parte de hombres que, como el obispo de Autun, querrán saber qué hemos sacado y qué nos hemos llevado. No es posible ocultar por completo las huellas de nuestros actos. Es probable que busquen y encuentren a algunas monjas, que en tal caso tendrán necesidad de huir. En virtud de estas circunstancias, he seleccionado a ocho que, además de llevar consigo una pieza, actuarán como depositarias de otras piezas; es decir, el lugar donde se encuentren servirá de punto de reunión al que acudirán sus compañeras para dejar un trebejo si se ven obligadas a escapar, o para indicarles cómo recuperarlo. Valentine, tú serás una de las elegidas.

—¿Yo? —exclamó Valentine. Tragó saliva, porque de pronto se le había secado la garganta—. Reverenda madre, no soy… no sé si…

—Intentas decir que no se te puede considerar un dechado de responsabilidad —dijo la abadesa, y sonrió a su pesar—. Lo sé y confío en que tu sensata prima me ayude a resolver el problema. —Miró a Mireille, que asintió con la cabeza—. He elegido a las ocho teniendo en cuenta no solo su capacidad, sino sobre todo su situación estratégica —continuó la abadesa—. Tu padrino, monsieur David, vive en París, el centro del tablero de ajedrez en que se ha convertido Francia. En su condición de artista famoso, goza del respeto y la amistad de la nobleza, pero además es miembro de la Asamblea y algunos lo consideran un fervoroso revolucionario. Estoy convencida de que, en caso de necesidad, estará en condiciones de protegeros. Además, le he pagado generosamente y tendrá motivos para velar por vosotras. —La abadesa observó a las dos jovencitas—. Valentine, no es una petición —añadió con tono severo—. Tus hermanas pueden verse en un apuro y estarás en condiciones de servirlas. He dado tu nombre y señas a varias de las que ya han partido a sus hogares. Irás a París y harás lo que te ordeno. Ya tienes quince años, edad suficiente para saber que en la vida hay cosas más importantes que la satisfacción inmediata de los deseos. —Aunque la abadesa hablaba con dureza, su expresión era tierna como siempre que miraba a Valentine—. Por otro lado, París no es un mal lugar para cumplir una condena.

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