El Oráculo de la Luna (13 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—¿Y Pablo consiguió convencer a los demás apóstoles, a pesar de que ellos habían conocido a Jesucristo en carne y hueso? —preguntó Giovanni lleno de asombro.

—¡Suscitó una viva polémica! Pedro convocó un gran debate en Jerusalén, reunión que fue considerada por la tradición el primer concilio de la Iglesia naciente. Pablo argumentó tan bien, recordando la vida y milagros de Jesús relatados por los propios discípulos, que acabó por convencer a los más reticentes.

»La verdadera ruptura, por la que la religión de Jesucristo se desarrolla fuera de la comunidad judía, data de ahí. Pablo estaba convencido de que el anuncio de Jesucristo salvador iba dirigido a todos los hombres, cualesquiera que fuesen su lengua y el color de su piel, para que recibieran la Vida eterna a través de la fe en Jesucristo.

El anciano hizo una pausa. Cerró los ojos unos instantes, luego sonrió a Giovanni y continuó con voz grave:

—Vayamos ahora a la cuestión del libre albedrío. Más adelante, los primeros pensadores cristianos, a los que se llama Padres de la Iglesia, intentaron explicar esa Salvación operada por la gracia de Dios…, porque la fe es un don de Dios…, pero insistiendo también en la parte de mérito que corresponde al hombre. Establecieron así que el hombre colaboraba en su Salvación recibiendo libremente el don de la fe y haciendo obras buenas, pruebas y testimonios de su fe en Jesús. Dicho de otro modo, aunque la Salvación es concedida de una vez para siempre por Jesucristo, el hombre es libre de aceptarla o rechazarla y debe manifestar mediante acciones justas su conversión a la fe cristiana. Algunos teólogos han insistido especialmente en la libertad humana.

»Apoyándose en la Epístola a los Romanos de Pablo, Lutero ha dado un paso más y ha llegado a afirmar que el hombre se salva únicamente por la gracia divina y por su fe en Jesucristo. Esta posición conduce a suprimir toda idea de participación del hombre en su Salvación y, por lo tanto, de libre albedrío. Según la doctrina profesada por Lutero, estamos obligados a afirmar que Dios ha predestinado a determinados hombres a tener fe y a ser salvados sean cuales sean sus obras, y a otros, que no han recibido el don de la fe, a ser condenados sean cuales sean sus obras. Aunque él no lo dice tan claramente, sus discípulos no se privan de hacerlo, por ejemplo, su amigo Juan Calvino.

Giovanni reflexionó unos instantes. Esa posición le parecía muy sorprendente. ¿Cómo podía un Dios totalmente bueno elegir, para toda la eternidad, salvar a determinados hombres y condenar a los demás sin tener en cuenta la libertad y los actos de cada uno? Preguntó al anciano sobre ese punto.

—¡Precisamente por eso no puedo seguir a Lutero! Comparto sus puntos de vista sobre la limpieza a fondo que necesita la Iglesia, sobre el escándalo de la venta de indulgencias, sobre la necesidad de reducir el número de sacramentos y la autoridad del Papa, e incluso sobre la utilidad para todos los cristianos de leer la Biblia y de ejercer su espíritu crítico. Sin embargo, llevada hasta el final, su teología convierte a Dios en una especie de tirano cruel que decide…, ¿según qué criterios?…, justificar a unos hombres y reprobar a otros, y en definitiva convierte al ser humano en un títere desprovisto de toda libertad. Toma, lee este pasaje del libro escrito por Lutero en respuesta al de Erasmo, que le reprochaba su doctrina sobre el libre albedrío.

El filósofo abrió el tratado
De servo arbitrio
y se lo tendió a Giovanni. El joven vio que algunas líneas estaban subrayadas:

—«Así pues, la voluntad humana está situada entre dos, como una bestia de carga. Si la monta Dios, quiere ir y va allí donde Dios quiere, como dice el Salmo: «Me he vuelto como una bestia de carga, y sigo estando contigo». Si la monta Satán, quiere ir y va allí donde Satán quiere. Y no depende de su voluntad correr hacia uno o hacia otro de esos jinetes o buscarlo; sino que son los propios jinetes los que se enfrentan para apoderarse de ella y poseerla.»

El anciano se sublevó con vehemencia:

—¡Ese Dios que se apodera de unos y entrega a los otros al poder del demonio no es el mío! Porque eso equivale a decir, puesto que Dios es Todopoderoso y el hombre totalmente impotente, que Dios es la causa no solo del bien sino también del mal.

El filósofo cogió el libro de Erasmo y lo abrió por las últimas páginas.

—Erasmo concluye, con toda la razón, que la teoría de Lutero conduce a la terrible paradoja según la cual «Dios premia en unos sus propias buenas acciones mediante la gloria eterna y castiga en otros sus propias malas acciones mediante los suplicios eternos». Para nosotros, esa posición es insostenible. Como cristianos, no podemos suscribir esa representación de un Dios tan cruel, y como humanistas, no podemos aceptar que el hombre esté tan totalmente desprovisto de libre albedrío.

»Compartimos con Lutero su preocupación por rehabilitar la palabra y el pensamiento de todos los individuos frente a la tiranía del poder romano, que pretende regentar la fe de todos. En eso, Lutero es también un verdadero humanista, y esa es la razón por la que en otros tiempos lo defendí firmemente, al precio del exilio, contra las autoridades eclesiásticas cuando lo excomulgaron. Pero no podemos aceptar que esa liberación de la tutela romana se haga al precio de la libertad humana. Y sobre esa cuestión del libre albedrío, la Iglesia romana, pese a todos sus defectos, es la que sostiene el discurso que salva la dignidad humana.

Giovanni se sentía plenamente de acuerdo con las palabras de su maestro. Le parecía que valía más ser libre que esclavo, a riesgo de perder el alma eligiendo el mal en lugar del bien.

Se dio cuenta de que no sabía si realmente tenía fe. Creía de manera natural, pero sin que esa fe fuera el resultado de una maduración, de una reflexión, sin que estuviera viva. Y desde que leía a los filósofos paganos de la Antigüedad, se sentía más cerca de sus opiniones que de muchas de las palabras de la Biblia, cuyo sentido no comprendía o le chocaba.

Esa cuestión de la Salvación le preocupaba en la medida en que se preguntaba si su vida estaba trazada, si su destino estaba escrito y si él no podía cambiar nada de él, como pensaban los discípulos de Lutero, o bien si era libre y responsable de sus actos y de su existencia.

—¿Y qué pensáis vos, a la luz de las doctrinas de los filósofos, sobre el destino y el libre albedrío?

Lucius se levantó y fue a coger un libro de la biblioteca. Se lo tendió a Giovanni sonriendo.

—¡Toma! ¡Lee esto! Es la introducción de las novecientas tesis que mi amigo Pico de la Mirándola quería someter a todos los sabios de su época y que fueron condenadas por el Papa. Es una pequeña joya y encontrarás ahí lo que yo pienso sobre la libertad humana.

Giovanni dio las gracias a su maestro y salió de la casa. Se alejó y se sentó al pie de un viejo roble cubierto de musgo. Abrió el pequeño libro y leyó el título:
De hominis dignitate
, «Sobre la dignidad humana». A continuación, emocionado, empezó a leerlo.

25

P
asaron semanas, durante las cuales Giovanni leyó y releyó la breve obra de Pico de la Mirándola, que le entusiasmaba. Durante ese tiempo, Lucius continuaba enseñándole las materias fundamentales y Pietro entrenándolo en el manejo de las armas.

Giovanni manejaba la espada con habilidad. Más allá del simple ejercicio físico e incluso de lo útil que podría llegar a serle, encontraba en ello una verdadera continuidad con su trabajo intelectual. Al igual que sus estudios, el combate exigía rigor, disciplina y precisión. Los gestos debían ser tan precisos como el pensamiento.

Aunque sus jornadas estuvieran muy ocupadas, Giovanni pensaba constantemente en Elena. O más bien Elena se hallaba presente en él, sin siquiera tener que pensar en ella. Estaba allí, en todos y cada uno de los instantes de su vida. Tanto si su cuerpo estaba ocupado en comer o en cortar leña, como si su mente se encontraba absorta en un cuestión filosófica o en un problema de gramática latina, él estaba siempre unido a la joven, y la imagen de su rostro con los ojos cerrados permanecía grabada en su memoria.

Por la noche, antes de dormirse, dedicaba un rato a contemplarla. A recrearse en el trazo de su boca, de sus cejas. Se sumergía en sus cabellos sueltos, cogía su blanquísima mano. Pero siempre acariciaba sus párpados cerrados. No había podido ver ni su mirada ni el color de sus ojos, de modo que barajaba todas las posibilidades.

La primavera iba ya a dar paso al verano, y, a semejanza de la naturaleza, la mente y el cuerpo de Giovanni salían del largo invierno del aprendizaje más elemental para empezar a gozar de los primeros frutos de la dura labor. Avanzaba tan deprisa que su maestro aceleró el programa y muy pronto le hizo leer a Platón y a Aristóteles.

Durante el calor sofocante del mes de agosto, mientras disfrutaba del frescor del río, tuvo un encuentro tan singular que creyó ser víctima de una alucinación.

Primero oyó unos crujidos en el camino y luego el ruido de los cascos de un caballo que avanzaba al paso. Se escondió detrás de un árbol. No tardó en ver, a menos de treinta pasos, un caballo blanco montado por una singular amazona: una mujer de largos cabellos castaños, sueltos, envuelta en una gran capa marrón. Una vez que su montura hubo llegado al borde del agua, la mujer desmontó y se agachó para beber.

—¡Parecéis tan sedienta como vuestra montura! —dijo él, dejándose ver.

La joven se levantó rápidamente y acercó la mano a una daga que llevaba colgando del cinturón. Giovanni se aproximó a ella con una sonrisa afable.

—No temáis.

—¡Quedaos donde estáis! —ordenó la mujer, visiblemente alterada.

El tono imperioso hizo a Giovanni detenerse a unos metros de la desconocida, cuyos ojos eran del mismo color que su inmensa cabellera. Era apenas mayor que él, y de una belleza asombrosa. Jamás había visto el muchacho semejante nobleza en un rostro femenino, a no ser el de Elena. Pero le intrigaba su aspecto: vestida de hombre, con prendas toscas y sucias, parecía extenuada.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis?

—Me llamo Giovanni y vivo en estos bosques. Por lo que veo, estáis agotada. ¿Necesitáis tal vez ayuda?

—Deseo simplemente saciar mi sed y que mi yegua haga lo mismo. No os acerquéis.

—Está bien. Si necesitáis algo…

Giovanni se alejó unos pasos, se apoyó en un árbol y fingió reanudar la lectura. En realidad, su pulso no paraba de acelerarse y su mente se hacía mil preguntas. Ella continuó bebiendo en el río, vigilando a Giovanni con el rabillo del ojo. Le mojó el cuello a su yegua y se lo frotó con un paño; a continuación, sujetándola por las riendas, dio media vuelta. Después de dar unos pasos, se volvió hacia el muchacho, que no se atrevía a levantar la cabeza por miedo a molestarla.

—¿Qué leéis? —le preguntó en un tono menos hosco.

—La
Ética a Nicómaco
, de Aristóteles.

La mujer miró con sorpresa a Giovanni.

—¿Sois monje?

—En absoluto. Estudio con mi maestro, que vive en una casita situada detrás de la colina.

—¿En este bosque?

—Sí. Es una especie de eremita.

La mujer parecía más tranquila.

—¿Tendríais algo de comer?

Giovanni sacó un trozo de pan y una manzana del bolsillo de su alfoqa y se lo tendió a la joven.

—Me había traído esto. Es muy poco para satisfacer vuestra hambre, pero…

—¡Es perfecto! —contestó la joven, apresurándose a cogerlo—. Esto me permitirá aguantar hasta la noche.

—¿Adonde vais?

Ella dio un bocado a la manzana y, después de haberse limpiado los labios, respondió:

—Al monasterio de San Giovanni in Venere. ¿Está en esta dirección? —preguntó, tendiendo un brazo hacia el este.

Giovanni recordaba que Pietro había mencionado ese gran monasterio situado a orillas del mar, a unas veinte leguas.

—Sí. Llegaréis antes de que anochezca si cabalgáis a buen paso.

—Ha sido el Señor quien os ha puesto en mi camino. Me llamo Giulia.

Giovanni se sintió un poco decepcionado de ver partir tan deprisa a aquella desconocida a la que deseaba ardientemente conocer más.

—Gracias, Giovanni.

La joven montó en su yegua, miró de nuevo al joven a los ojos y se marchó al trote.

Giovanni se quedó pensativo. ¿Quién era esa misteriosa amazona? Poseía los rasgos de una mujer noble, pero sus vestiduras eran propias de un sirviente. Seguramente deseaba viajar de incógnito. ¿Habría huido quizá precipitadamente de algún peligro?

En cuanto llegó a casa, fue a ver a su maestro y le contó la anécdota. A este también le sorprendió lo extraño del encuentro. Había oído hablar del monasterio de San Giovanni in Venere, el mayor monasterio benedictino al este de los Abruzzos, pero no había ido nunca.

—Si el destino ha puesto de un modo tan extraño a esa mujer en tu camino, reza por ella —dijo a Giovanni—. Es lo único útil que puedes hacer, y tal vez algún día vuelvas a verla o comprendas el sentido de este encuentro. A veces, la Providencia pone en nuestro camino a personas que tienen algo en común con nosotros, con nuestra alma, con las líneas principales de nuestro propio destino, sin que tengamos manera de comprenderlo. Aparte de a nuestra propia familia carnal, pertenecemos a familias espirituales, familias de almas, si prefieres este término. Si esa persona ha dejado huella en ti, reza por ella, muchacho, encomiéndala a Dios. De ese modo, aceptas unir tu alma a la suya en ese gran misterio del amor que une de manera invisible a los seres humanos y que la Iglesia llama la comunión de los santos.

Giovanni abrió los ojos con mirada interrogadora. El filósofo, que no deseaba continuar con ese asunto, añadió con voz jovial:

—Te di hace unos meses una obrita de Pico de la Mirándola. ¿La has leído?

26

E
l semblante de Giovanni se iluminó.

—Varias veces —respondió en un tono tan vivo que su maestro comprendió de inmediato que compartía sus puntos de vista.

—Excelente. ¿Y qué has aprendido de él?

—Muchos pensamientos han conmovido mi mente todavía novata en el ejercicio de la filosofía —respondió, muy intimidado por tener que dar cuenta de una obra tan breve como grandiosa y que lo había marcado profundamente—. Me ha impresionado la ambición de Pico de aunar todas las filosofías, las teologías y las sabidurías de la humanidad: desde la Revelación cristiana hasta la Cabala judía, desde los misterios órficos hasta la religión zoroástrica, desde las doctrinas pitagóricas hasta las filosofías árabes, desde el platonismo hasta el aristotelismo… No sé si tal cosa es posible, pero el proyecto me parece enormemente loable.

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