Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Giovanni asintió con la cabeza.
—¡Sería una extraordinaria coincidencia!
Giovanni, Pietro y Lucius estaban pendientes de las palabras del español.
—Tengo que contaros la increíble historia de Giulia Gonzaga, condesa de Fondi, pues es muy probable que fuera a ella a quien viste aquel día. ¡Qué extraña es la vida!
—¡No nos hagas esperar más! —dijo el astrólogo.
—La joven Giulia es hija de Ludovico Gonzaga, conde de Sabbioneta, y de Francesca Fieschi. Recibió desde la más temprana edad una educación refinadísima. A los trece años era ya una persona muy instruida en música, filosofía, teología y ciencias naturales. Como, además, era una jovencita bellísima, suscitaba la admiración de todos los que la conocían.
»Poco antes de cumplir catorce años, se casó con Vespasiano Colonna, conde de Fondi, una hermosa ciudad situada entre Roma y Nápoles, no lejos de la costa mediterránea, a dos horas de caballo de aquí. El conde era un hombre rico y cultivado, pero treinta años mayor que ella. Era viudo y tenía una hija de la misma edad que Giulia. Estaba muy enamorado de su joven esposa, lo que provocaba los celos de su hija. Dos años después de su matrimonio, murió en un accidente y dejó a su joven viuda de dieciséis años a la cabeza de un magnífico patrimonio. Tanto por su inteligencia como por su belleza y riqueza, Giulia habría podido ser el partido más codiciado de Italia. Pero el conde había incluido en su testamento una cláusula en la que prohibía a su joven esposa volver a casarse, so pena de perder todos sus bienes… ¡en beneficio de su hija!
—¡Ah, qué canalla! —exclamó Pietro, riendo a carcajadas.
—Habría sido más justo repartir la herencia entre su mujer y su hija, sin esa cláusula estúpida —corrigió Lucius.
—Sobre todo teniendo en cuenta que esa rivalidad fue la causa de un espantoso drama.
»Giulia aceptó la cláusula y se comprometió a no volver a casarse nunca. Transformó el rico palacio en un centro intelectual al que muy pronto empezaron a acudir pensadores, artistas y eclesiásticos.
»Pintada por Tiziano y Del Piombo, la condesa adquirió una reputación tal que Fondi se convirtió en una verdadera corte de adoradores prendados de la joven viuda, todos los cuales intentaban seducir su corazón. Seguramente esta tuvo, con la mayor discreción, algunos amantes, entre ellos, según dicen, el joven cardenal Ippolito de Médicis.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Lucius, que había conocido a fondo a la familia Médicis—. Pero, cuando yo me marché de Florencia, era todavía un niño.
—En efecto, era apenas mayor que Giulia y tuvo un fin trágico. Pero, antes de llegar a eso, tengo que contaros el increíble episodio acaecido la noche del 8 al 9 de agosto de 1534, que revolucionó la vida de la condesa.
Juan de Valdés hizo una pausa y bebió un trago de vino.
Sus anfitriones permanecieron en silencio mientras esperaban la continuación de su relato.
—A medianoche, despertaron a Giulia para informarle de que el célebre corsario Barbarroja acababa de desembarcar en compañía de dos mil jenízaros turcos con el propósito de raptarla… ¡para ofrecérsela como regalo al sultán Solimán el Magnífico!
»Los corsarios estaban ya a las puertas de Fondi y llegarían en unos minutos al castillo. Giulia no vaciló ni un segundo: acompañada de un sirviente, fue corriendo a las caballerizas, ensilló su mejor caballo y huyó en camisón por la montaña. Galoparon toda la noche a través de las colinas de los Abruzzos. Al amanecer, se tumbaron unos instantes para descansar un poco y su sirviente intentó violarla. Giulia lo atravesó con su daga, se puso su ropa y reanudó la marcha en dirección al monasterio de San Giovanni in Venere, donde pensaba que encontraría a su mejor amigo, el cardenal de Médicis, que debía de estar allí de retiro.
Valdés se volvió hacia Giovanni, literalmente estupefacto por el relato.
—Es, pues, totalmente posible que tomara este camino y os encontrarais al final del día, al detenerse ella a la orilla del río para que bebiera su montura.
—Posible no, ¡es seguro! —intervino Pietro—. ¡Qué lástima que no la trajeras!
—Me hubiera gustado, pero estaba aterrorizada y deseaba marcharse cuanto antes —repuso Giovanni—. ¡Ahora comprendo por qué!
—Esta historia rocambolesca es increíble —dijo Lucius—. ¿Y qué sucedió después?
Juan de Valdés exhaló un profundo suspiro.
—El cardenal se encontraba en Roma. A la mañana siguiente llegó a sus oídos la noticia del ataque de los corsarios y reclutó un ejército de seis mil hombres. Cuando llegaron a Fondi, encontraron la ciudad arrasada. Barbarroja se había ido con las manos vacías, pero, llevado por la rabia de haber dejado escapar a su presa, mató a todos los habitantes que pudo, saqueó las casas ricas y profanó las sepulturas de los castellanos. Fue una terrible carnicería.
Los tres hombres se quedaron aterrados imaginando las escenas de horror evocadas por el español.
—Pero ¿por qué razón se le había metido en la cabeza a Barbarroja capturar a la bella Giulia para regalársela al sultán? —preguntó Pietro—. Esa operación en las tierras del Papa era muy arriesgada. Además, ¿no tiene ya el señor de Constantinopla varias decenas de esposas en su harén?
—Amigo mío, has puesto el dedo en el aspecto más oscuro de toda esta historia y que todavía no ha sido aclarado. La hipótesis apuntada por muchos es sórdida: fue la propia hijastra de Giulia, que no había aceptado ser desheredada en favor de esa mujer a la que odiaba, quien alertó al corsario sobre la belleza excepcional de la condesa y le prometió entregarle las riquezas del castillo a cambio de ese rapto. De hecho, los corsarios estaban perfectamente informados, y parece ser que unos cómplices los guiaron hacia el castillo. Pero no se pudo aportar ninguna prueba contra la hija de Vespasiano Colonna. Las sospechas, sin embargo, se vieron confirmadas un año más tarde, cuando encontraron al cardenal Médicis, el mejor amigo y el más firme apoyo de Giulia, asesinado en los jardines de la condesa. Aunque también se dice que ese acto podría haber sido cometido por otro hombre locamente enamorado de la bella Giulia.
»A partir de ese momento, la joven condesa se sintió harta de tantas intrigas y decidió retirarse del mundo. Se instaló en un convento de Nápoles y ha apoyado diversas obras. Yo la conocí la primavera pasada a través de nuestro amigo Bernadino Ochino, que predicaba el retiro de cuaresma en Nápoles.
Valdés se volvió esta vez hacia su amigo Lucius.
—Y debo decir que ese encuentro fue útil, porque la condesa es muy receptiva a nuestras ideas. Desde entonces apoya a nuestros grupos evangélicos y trabaja para favorecer el acercamiento entre católicos y reformadores.
—Muy bien —aprobó el humanista.
La conversación derivó entonces hacia las actividades de Juan de Valdés en Nápoles y el desarrollo a través de las grandes ciudades italianas de esos grupos evangélicos que intentaban reformar la Iglesia desde dentro, tendiendo a la vez la mano a los luteranos.
El relato había conmovido a Giovanni en lo más profundo de su ser. Se pasó varias semanas pensando en la condesa Giulia. «¡Qué trágico destino para una persona tan dotada por la naturaleza y por la vida desde su nacimiento!», se dijo. Tal como le había sugerido su maestro, rezó con frecuencia por esa persona a la que había visto muy brevemente y continuó interrogándose sobre el sentido de aquel encuentro.
Tales eran los pensamientos de Giovanni en aquellos hermosos días de finales de otoño. Una mañana, mientras vagaba por el bosque a menos de un centenar de metros de la casa, se encontró cara a cara con una decena de jinetes armados.
E
s este el lugar que llaman Vediche? —preguntó uno de los jinetes antes de que Giovanni hubiera tenido tiempo de reaccionar.
—Sí.
—Buscamos la morada de Lucius Constantini.
El joven se quedó paralizado. No sabía quiénes eran. Quizá su maestro corría un grave peligro. Debía mentir, pero ¿cómo iba a evitar que esos hombres convenientemente armados fueran a comprobarlo?
—¿Eres mudo o idiota? —añadió el jinete en un tono más virulento.
Giovanni vio que los soldados llevaban el blasón del Papa en la túnica y en el escudo. Eso lo tranquilizó un poco.
—No… no sé si está, pero voy a preguntar. ¿A quién debo anunciar?
A modo de respuesta, el jinete empujó a Giovanni dándole una violenta patada. Antes incluso de que se hubiera levantado, los hombres habían espoleado a sus caballos y se dirigían al trote hacia la casa. Giovanni corrió tras ellos. Cuando llegó al claro, vio que Pietro hablaba con uno de ellos, que había puesto pie a tierra y le mostraba un documento. Como Pietro no parecía manifestar ninguna animosidad, Giovanni aminoró el paso y se acercó con prudencia.
Pietro entró en la casa en compañía de uno de los jinetes, el único que no iba armado. Los otros desmontaron también. Cuando vieron a Giovanni, uno de ellos, el que había tirado al joven al suelo, le preguntó:
—Dime, idiota, ¿sabes dónde podemos dar de beber a los caballos?
Giovanni apretó los puños. Tenía unas ganas tremendas de abalanzarse sobre él, pero se contuvo.
—Por supuesto, monseñor —respondió con ironía—. El río pasa a unos doscientos metros por detrás de la casa.
El hombre no contestó. Envió a los otros soldados con los caballos y se quedó con un solo jinete ante la puerta. Giovanni se disponía a cruzar el umbral cuando el hombre le cerró el paso con el brazo. Esta vez era demasiado. Sin siquiera reflexionar, con un rápido ademán, Giovanni cogió la espada del soldado al mismo tiempo que lo empujaba hacia atrás. El hombre tropezó con una gran piedra y cayó todo lo largo que era. Antes incluso de que el segundo individuo hubiera tenido tiempo de reaccionar, el joven le asestó un violento golpe en el casco con la hoja de la espada. El hombre se desplomó sin decir palabra. Luego, Giovanni apoyó la espada en el cuello del soldado que lo había insultado.
—Quizá no tenga muchas luces, pero he aprendido a luchar. ¡Así que defiéndete!
Giovanni retrocedió unos pasos, cogió la espada del hombre que yacía en el suelo y se la lanzó al que se había levantado.
El soldado parecía alelado. Titubeó unos instantes y luego se abalanzó sobre Giovanni.
Alertado por el ruido de espadas, Pietro salió apresuradamente de la casa. Al ver el espectáculo, ordenó a Giovanni que abandonara el combate.
—No antes de que se haya disculpado —repuso el joven, que luchaba con la energía de un león.
Pietro no entendía lo que había pasado, pero estaba orgulloso de su alumno.
No pudo evitar animarlo:
—¡Vamos, muchacho! ¡Esos pasos más vivos! ¡Y sube la guardia!
El soldado no tardó en dar muestras de cansancio. Giovanni se dio cuenta de que había llegado el momento de acabar de una vez. Esquivó un ataque mal realizado y puso la zancadilla a su adversario, que cayó de nuevo al suelo ante los aplausos del gigante.
—¡Espero tus disculpas, patán! —dijo Giovanni, apoyando la punta de la espada en su pecho.
—Pe… Perdón…
—¡Le has dado una buena lección!
Pietro se había acercado a su alumno y le apretó el hombro.
—Ya no tengo mucho más que enseñarte —añadió el gigante antes de ayudar al soldado a levantarse—.Vamos —le dijo a este—, ocúpate de tu compañero y déjanos tranquilos mientras nuestros señores hablan.
El hombre no se hizo de rogar.
—Te has arriesgado mucho enfrentándote a un soldado de la guardia del Papa, muchacho, pero no puedo reprocharte que hayas querido defender tu honor. ¡Yo habría hecho lo mismo en tu lugar!
—¿Qué vienen a hacer aquí unos soldados del Papa?
—El hombre que está dentro no es un soldado, es un cardenal. ¡Imagínate!
—¡Un cardenal!
—Sí, y el maestro parecía acordarse de su cara. Viaja de incógnito acompañado de estos guardias. Ha encontrado no sé cómo nuestro rastro y trae un mensaje del Papa.
Giovanni abrió los ojos como platos.
—«De la mayor importancia», ha dicho. Y totalmente confidencial, porque ha exigido que yo saliera de la casa para hablar a solas con el maestro Lucius. No sé de qué pueden estar hablando ahí adentro —añadió el gigante en un tono un poco despechado.
La entrevista duró varias horas. Giovanni y Pietro esperaban frente a la casa con un nerviosismo creciente. Al final, el filósofo acompañó al cardenal a la puerta y se despidió de él con deferencia. La pequeña tropa se marchó tan deprisa como había llegado. Los tres hombres permanecieron unos instantes en silencio. Giovanni miró a su maestro: tenía aspecto de estar abatido.
—Lo que me ha pedido es una locura… —dijo por fin el anciano, con la mirada perdida en el vacío.
—¿De qué se trata? —preguntó Pietro.
El filósofo pareció volver en sí.
—No puedo hablar del asunto con nadie. Ni siquiera con vosotros, amigos míos. Es algo demasiado grave. Voy a tener que encerrarme en mi habitación durante días y semanas —prosiguió el anciano en un tono fatigado.
Volvió la cabeza hacia Giovanni.
—Todas tus clases quedan suspendidas. Haz lo que te parezca.
Luego se dirigió a Pietro:
—En cuanto haya terminado lo que tengo que hacer, te enviaré a Roma con una carta para el Papa. Hasta entonces, que nadie me moleste. Me traerás las comidas a mi cuarto.
El anciano giró sobre sus talones y cruzó la puerta dejando escapar un profundo suspiro.
—¡Que Dios venga en mi ayuda!
T
ranscurrieron días, semanas y meses. El anciano filósofo se había llevado muchos libros, entre ellos el famoso manuscrito de al-Kindi, a su dormitorio, que le servía de gabinete de trabajo. Escribía, se pasaba el día, y a veces hasta la noche, estudiando, y solo salía dos veces a lo largo de la jornada para dar un breve paseo. Hacía casi cuatro meses que llevaba ese ritmo de trabajo.
Una mañana, salió de su habitación y tendió a Pietro un abultado sobre, cuidadosamente lacrado con su sello.
—Toma. Mañana partirás para llevarle esto al Papa. Primero te presentarás ante el cardenal que viste aquí. He escrito su nombre en el sobre. El te conducirá ante el Santo Padre. Le entregarás la carta personalmente. ¡Sobre todo, que el contenido de este sobre no caiga en otras manos! Si te atacan unos bandidos, destruyelo antes de permitir que lo cojan. ¡No debe perderse!