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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (55 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Vete. Eres libre —dijo con la voz temblando de emoción.

—¿Me dejas con vida?

Giovanni hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—¿Por qué actúas así?

—Porque todavía soy un hombre. Ahora, vete.

El hombre lo observó con una mirada que delataba una total incomprensión. Temiendo ser atacado por la espalda, retrocedió lentamente hasta la entrada de la casa. Sin apartar los ojos de ellos, retiró la barra, abrió la pesada puerta y se fue corriendo.

Giovanni devolvió el sable aYusef. Este tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Es la primera vez que veo a un cristiano actuar según las enseñanzas de su religión —dijo el coloso, estrechando los hombros del joven—. No lo olvidaré jamás.

—Incendiemos esta casa de asesinos.

—El fuego podría propagarse a las casas contiguas. Podemos hacer otra cosa mejor. Mi señor contará tu historia al cadí y sin duda alguna él se incautará de esta casa para darla a personas necesitadas.

—Tienes razón. Prosigamos nuestro camino hacia su verdadero destino.

Yusef y Giovanni regresaron a la casa del cabalista. El Sabbath acababa de terminar con la puesta del sol y Esther salió de su habitación para recibir a su prometido. En cuanto lo vio, se quedó inmóvil y lo observó con atención.

—¿Qué pasa? Me miras de un modo extraño —dijo Giovanni, besándola en la frente.

—Algo en ti ha cambiado.

—¿Qué quieres decir?

—Algo ha ocurrido en tu corazón. Lo veo en tu mirada.

—¿Es algo bueno o malo? —preguntó Giovanni, desconcertado.

—Es algo muy bueno. La nube que había en tu corazón desde que te conozco se ha disipado.

El la asió por los hombros y la miró a los ojos.

—¡Qué bien me conoces, Esther! A veces me parece que me conoces mejor que yo mismo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Dios ha querido que me encontrara con uno de esos hombres de negro que mataron a mi maestro e intentaron asesinarme a mí. Lo he reconocido sin asomo de duda por la cicatriz que mi perro, Noé, le dejó en la mano antes de escapar. Lo hemos seguido, Yusef lo ha reducido y yo lo he interrogado. No ha querido revelarme el nombre de su jefe ni el lugar donde se encuentra ese viejo fanático que me había jurado asesinar. No te lo había contado, pero esa es la razón por la que había embarcado para venir a Jerusalén.

Esther sintió un temblor interior, pero dejó que Giovanni siguiera.

—La Providencia quiso que fuera capturado por los corsarios y que acabase en al-Yazair para aprender a amar…, y no en Jerusalén para matar. También ha querido que viniera aquí para enfrentarme al odio que aún ensombrecía mi alma. Pero, gracias a la fiierza del amor que tú has sembrado en ella, ese odio se ha disipado. He sentido deseos de matar a ese hombre, pero no lo he hecho.

Esther le acarició la mejilla en un gesto de fervor.

—Eso es lo que he visto en tus ojos, amor mío. He visto que tu alma se había liberado de un mal que hasta hoy corría un velo de sombra sobre tu mirada luminosa. Es el regalo de boda más hermoso que podías hacerme.

Giovanni la abrazó y acercó los labios a los suyos.

—Ha sido Dios quien nos ha hecho este regalo a los dos —susurró, antes de besarla.

Giovanni no pudo conciliar el sueño. Al amanecer, salió a la calle y fue en compañía de Judas al Monte de los Olivos. Pensó en aquella noche en que Jesús habría podido huir y rechazar su destino, que lo conducía al horror de la crucifixión. Sin embargo, negándose a huir y aceptando verse enfrentado a sus acusadores, permanecía fiel a la fuerza de sus convicciones y a la verdad de su testimonio. Giovanni sintió de nuevo una gran emoción repasando sus pensamientos sobre Jesús. Lloró.

Cuando volvió a la casa de Eleazar, los sirvientes estaban preparando la mesa del banquete de bodas. Aunque nadie, salvo el rabino, había sido invitado, Eleazar había querido que todos sus sirvientes festejaran el acontecimiento en la mesa de su señor. Casi en el mismo momento llegó el rabino. Saludó a Giovanni y lo invitó a ir a vestirse para la ceremonia, que se celebraría en el patio adornado con una pequeña fuente.

Una hora más tarde, los diez sirvientes estaban reunidos en el patio. Uno de ellos tenía un laúd en las manos y empezó a tocar.

Giovanni esperaba al lado del rabino, el cual le había explicado el desarrollo de la ceremonia.

Eleazar apareció de repente llevando a Esther cogida del brazo. Un velo de un blanco inmaculado y ligeramente transparente cubría el rostro de la joven y bajaba hasta su pecho. Giovanni se sintió profundamente emocionado al verla avanzar del brazo de su padre. Al son del laúd, los sirvientes judíos entonaron un cántico de acción de gracias en hebreo. Esther fue a sentarse a la derecha de Giovanni. El rabino indicó a este que levantara el velo de la joven. Con delicadeza, Giovanni descubrió el rostro de Esther, que mantuvo púdicamente los ojos bajados. En cuanto cesó el canto, el rabino recordó a los novios sus deberes y a continuación pronunció en hebreo dos bendiciones: una sobre una copa de vino, símbolo de alegría y de abundancia; la otra para alabar a Dios. Luego, dos testigos, Sara y Yusef, se levantaron y extendieron un gran tallit sobre los hombros de los novios mientras estos bebían de la misma copa de vino.

El rabino cogió entonces la mano izquierda de Esther y la mano derecha de Giovanni y las juntó. Después pronunció unas oraciones en hebreo. En un momento dado, se volvió hacia Giovanni y dijo en italiano:

—El Señor, creador del universo y fuente de toda bondad, ha querido que el hombre y la mujer puedan desearse y unirse para no ser sino una sola carne; ha querido compartir con ellos, Sus amadas criaturas, el misterio de Su amor y de Su fecundidad. Giovanni, ¿quieres en este instante unirte a Esther ante el Eterno para participar en esta obra divina?

Giovanni permaneció en silencio unos segundos antes de responder en italiano y en hebreo:

—Sí, quiero.

El rabino se volvió hacia Esther y pronunció las mismas palabras, tras lo cual ella respondió también en la misma lengua:

—Sí, quiero.

—De ahora en adelante estáis unidos ante el Señor como marido y mujer. Pueda Su gracia acompañaros todos los días de vuestra vida, socorreros en las adversidades y hacer de vosotros unos pilares y unos testigos de Su misericordia.

Giovanni se volvió entonces hacia Esther. La joven lo miró con los ojos brillantes de lágrimas. Ese instante tenía para los recién casados un sabor de eternidad.

La comida duró seis horas largas. El sol invernal se puso justo en el momento en que los invitados se levantaban de la mesa y el rabino se despedía de sus anfitriones.

La cámara nupcial había sido preparada con esmero por Sara. Esther le había pedido a Giovanni que se reuniera allí con ella un poco más tarde. El joven se quedó en el salón en compañía de Eleazar; al cabo de un rato, una sirvienta fue a buscarlo para preparar su cuerpo. Cuando estuvo a punto, Sara fue a por él. Giovanni subió la escalera con el corazón palpitante. Entró lentamente en la habitación. Todo era blanco: sábanas de seda, mantas de lana de camello, cortinas de lino. Una vela perfumada al jazmín iluminaba con su llama danzarina el gran lecho dispuesto en el centro de la estancia. Esther estaba tendida en la cama, con el busto ligeramente incorporado por unos cojines. Tenía los pies y las piernas desnudos. Una sucinta prenda de seda dorada ceñía su sexo y un velo ocre ligeramente transparente le cubría los pechos. Sus largos cabellos negros estaban sueltos y perfectamente aceitados. Sus ojos quedaban ocultos por un tul que bajaba desde la frente. Por primera vez, Giovanni admiró la belleza de sus formas. Su cuerpo magníficamente brillante estaba cubierto de joyas. Unas pulseras de plata finamente labrada ceñían su tobillo izquierdo y su muñeca derecha, realzando los dibujos hechos con henna. Un cordoncillo de cuero rojo rodeaba su tobillo derecho, mientras que su cuello estaba adornado con un collar de tres vueltas de perlas negras. Llevaba también un escarabajo de oro en el ombligo y unos largos pendientes de plata y perlas que caían en cascada hasta sus hombros.

Giovanni estuvo largo rato contemplándola. Una emoción tan amorosa como estética lo invadió. Jamás tanta belleza había cautivado su alma y su mirada. Se quitó las sandalias, se desató el cinturón y se desvistió. Desnudo, se acercó lentamente a la cama. Su cuerpo y sus cabellos estaban también aceitados y perfumados. Fragancias de rosa y lila que emanaban del cuerpo de Esther no tardaron en mezclarse con las ambarinas y almizcladas que despedía el cuerpo de Giovanni. Se acariciaron largamente, limitándose a rozarse, descubriendo con una intensa emoción cada parcela de su cuerpo. Luego, Giovanni levantó despacio el velo que ocultaba los ojos negros y rasgados de su amada, tan magníficamente maquillados que parecían más grandes. Los labios de la joven estaban pintados de rojo. Mirándose largamente con una mezcla de alegría y gravedad, sin cruzar una sola palabra, los esposos unieron sus labios y sus cuerpos se conocieron. Por fin.

Al amanecer, el canto del muecín acompañó el primer rayo de sol, que atravesó la cama donde los amantes estaban tendidos, vacíos y llenos, agotados y descansados.

Los esposos estrecharon su abrazo.

—Hay algo extraño… —dijo Esther.

—¿Qué, amor mío?

—Tenía la impresión de conocer tu carne. Es como si cada una de tus caricias despertara en mí unos recuerdos lejanos que solo mi cuerpo recordaba. Y cuando el placer me ha invadido, unas imágenes han acudido a mi mente.

—¿Cuáles? —preguntó Giovanni, intrigado.

—Unas caras que no reconozco, pero que sabía que eran de seres queridos. Un volcán en erupción y gente aterrada que corría en todas direcciones. Un pequeño rollo de papiro que escondí apresuradamente dentro de una tinaja y una biblioteca inmensa, compuesta de miles de libros.

—Qué extraño, es verdad.

—Algunos maestros cabalistas enseñan que existen dos clases de almas. Almas nuevas, la gran mayoría, que se encarnan por primera vez, y almas antiguas que transmigran desde hace siglos para cumplir una misión particular. Esas almas antiguas, si tienen afinidades particulares, pueden cruzarse en diferentes vidas, en diversas épocas. Desde el primer día que te vi, Giovanni, tuve la impresión de que nuestras almas se conocían. Y ahora, después de esta noche, estoy segura de una cosa que mi cuerpo me ha revelado: no es la primera vez que nos amamos.

Giovanni exhaló un suspiro dubitativo.

—No sé qué decir. El divino Platón, al igual que los pitagóricos, creía en la transmigración de las almas. Yo creo que no descubriremos ese misterio hasta el día de nuestra muerte. ¿Tal vez estamos habitados también por recuerdos de otras personas que han vivido antes que nosotros?

Giovanni se inclinó con gesto amoroso hacia su joven esposa para añadir:

—Tal vez, en efecto. Pero, sea como sea, ahora que te he encontrado, no dejaré que te alejes de mí.

VII Sol

85

A
codado a la barandilla de proa del barco, Giovanni miraba el agua. Una sensación de plenitud colmaba su corazón, pese a la aprensión que le producían los viajes por mar. Desde su matrimonio con Esther y la noticia de su embarazo, unos meses más tarde, no había vuelto a sentir remordimientos en relación con su pasado ni ansiedad ante el futuro. Había vivido todos y cada uno de los días completamente abierto a la vida, saboreando con una dicha intensa cada instante pasado junto a su mujer, a la que amaba con locura.

Faltaba poco más de un mes para que Esther diera a luz y se había planteado la cuestión de dónde deseaba traer al mundo a su hijo. Tras algunas vacilaciones, la joven había tomado la decisión de volver a al-Yazair, lo cual complacía a Eleazar, que no tenía ningún motivo para seguir en Jerusalén y ansiaba recuperar su biblioteca, y también a Giovanni, que sentía nostalgia del jardín sefirótico. Junto con sus sirvientes, habían embarcado en un pequeño navío mercante que se dirigía a Túnez y Argel.

Hacía unas veinte horas que el barco de dos mástiles había zarpado de Tierra Santa y avanzaba lentamente hacia el oeste, pues los vientos eran contrarios. Mientras Esther y Eleazar descansaban en su camarote, Giovanni estaba en cubierta para disfrutar de la suavidad de los primeros días de septiembre. Siempre le había gustado contemplar el horizonte, sentir el viento marino acariciando sus mejillas, mirar las olas ondulando bajo la fuerza de la brisa. De pequeño, podía pasarse horas frente al mar, soñando. Ahora, todos sus sueños se habían hecho realidad. Saboreaba simplemente las emociones, los sentimientos, los pensamientos que impregnaban su corazón y su mente, por fin unidos y apaciguados.

Había recuperado la fe en Dios. Una fe sencilla, que dejaba su corazón abierto al murmullo del soplo del Espíritu, pero también una fe profunda que sabía que Dios estaba más allá de todo lo que Giovanni podía decir o pensar de Él. Una fe vivida en lo cotidiano con acciones de gracias. Eso no impedía a Giovanni continuar haciéndose importantes preguntas filosóficas y teológicas. De hecho, él también estaba impaciente por recuperar los libros de la biblioteca de Eleazar para profundizar en sus conocimientos.

—¡Pareces absorto en vastos pensamientos!

Giovanni se volvió y encontró a Eleazar ante él.

—Así es. ¿Cómo se encuentra Esther?

—Muy bien. Por suerte, el barco apenas cabecea.

El cabalista se acodó en la barandilla al lado de Giovanni.

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