El Oráculo de la Luna (56 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—¿Hacia qué horizontes infinitos se dirigían tus pensamientos?

—¡Vela a la vista! —gritó de pronto el vigía encaramado en lo alto del mástil.

Un silencio plúmbeo cayó sobre la nave y todos los pasajeros miraron la línea del horizonte, frente a la popa del barco.

—¡Un tres mástiles! —gritó al cabo de un momento el vigía.

—Esperemos que sea un navio mercante o un corsario otomano o argelino —dijo Eleazar.

«Es verdad —pensó Giovanni—, nuestro barco lleva pabellón argelino y todos los demás pasajeros son judíos o musulmanes, así que, si cayéramos en manos de corsarios cristianos, sin duda nos matarían o nos venderían como esclavos.» Como la nave desconocida avanzaba con el viento a favor, no tardó en llegar a unos cientos de metros de la galeota mercante.

—¡Una galera cristiana! ¡Los Caballeros de Malta! —anunció el marinero.

Se podían ver, en efecto, las grandes velas negras de las galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalén. El capitán ordenó inmediatamente a los marineros que cambiaran de rumbo para navegar a favor del viento.

—Intentamos huir —dijo Giovanni.

—Sí, nuestra galeota es mucho más ligera que esa pesada galera. Si no tuvieran remeros, seguro que escaparíamos. Más vale jugarse el todo por el todo que caer en sus manos. Quizá nosotros pudiéramos salir con bien de esta, pues mantengo relaciones con Malta, pero todos los demás serían hechos prisioneros y vendidos.

Esther subió a cubierta acompañada de su sirvienta y se reunió con Giovanni y su padre.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene este brusco cambio de rumbo?

Giovanni la rodeó con los brazos y le explicó la situación. Mientras la maniobra acababa, todos miraban con angustia cómo el gran navio se acercaba a ellos. Sin embargo, una vez colocada en el sentido del viento, la galeota consiguió distanciarse de su perseguidor.

Mirando a Esther, que se sujetaba el vientre con las dos manos, Giovanni recordó de pronto las primeras palabras del oráculo de Luna: «Una mujer, veo a una mujer rodeada de soldados. Se sujeta el abultado vientre con las manos. Sin duda está embarazada. Corre un gran peligro». Por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuvo miedo y estrechó a Esther contra sí.

—¡Vamos un poco más deprisa pese a sus remeros! —dijo Eleazar, aliviado—. Tenemos una posibilidad de escapar, siempre y cuando continúe soplando viento.

—Exacto —dijo otro pasajero—.Y no creo que suelten su presa tan pronto.

La galera cristiana, efectivamente, continuó persiguiendo al pequeño navío mercante argelino. No tardó en caer la noche. Se podía ver a lo lejos el barco corsario iluminado.

—No tenemos más remedio que seguir navegando en el sentido del viento —explicó el capitán a los preocupados pasajeros—. Si amaina, estaremos a merced de los cristianos. Pero, si se mantiene, continuaremos avanzando hacia el noroeste, es decir, justo en la dirección contraria de nuestro destino.

—¿Adonde iremos a parar si seguimos así hasta mañana? —preguntó un pasajero.

—Si el viento se mantiene con esta fuerza, llegaremos a la isla de Chipre poco antes del alba.

—¡Chipre! En ese caso, estaremos salvados —comentó Eleazar—. Los Caballeros de Malta no se llevan muy bien con los venecianos.

«Chipre —pensó Giovanni—, el lugar de donde venía Elena cuando su barco fue atacado por corsarios y embarrancó cerca de mi pueblo. La isla de la que su padre era gobernador.»

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D
urante toda la noche, la velocidad del viento no disminuyó, lo que permitió a la galeota mantener la distancia respecto al navío de tres palos. Poco antes del amanecer, el vigía anunció la buena noticia:

—¡Tierra a la vista!

—¡Las costas chipriotas! ¡Estamos salvados! —dijo el capitán.

Los pasajeros, que habían pasado la noche en la cubierta escrutando el barco corsario, gritaron de alegría y se abrazaron.

Al poco, efectivamente, la galera maltesa dio media vuelta.

—¿Conoces esta isla? —preguntó Giovanni a Eleazar.

—Un poco. He venido tres veces. Tú que eres amante de los iconos, estarás bien servido. Tiempo atrás fue una tierra bizantina donde la crisis iconoclasta no causó estragos y los pintores vinieron a refugiarse en los innumerables monasterios de la isla. Pero los cristianos de cultura griega tuvieron que ceder el lugar a los latinos después de que fuera conquistada por Ricardo Corazón de León. El rey de Inglaterra la cedió casi enseguida a los Templarios, los cuales la vendieron a Guido de Lusignan, un caballero francés de las Cruzadas. Finalmente, después de tres siglos de reinado, los Lusignan la cedieron a Venecia, hace de eso unos cincuenta años.

La galeota no tardó en aproximarse a un gran puerto.

—¡Famagusta! —exclamó Eleazar—, El mayor puerto de la isla.

—¿No tenemos realmente nada que temer? —preguntó Giovanni con cierta ansiedad.

—No. Venecia y Constantinopla han hecho una alianza marítima. Los barcos mercantes otomanos no son molestados por las galeras venecianas y pueden comerciar libremente en los establecimientos de la ciudad de los dux. Aunque este contratiempo es enojoso, lo aprovecharemos para descansar en tierra firme. En Fa —magusta hay una pequeña comunidad judía donde tengo un conocido.

—¿Moshé Ben Saar? —preguntó Esther.

—Exacto. La última vez que te vio, debías de tener seis años. Se alegrará de verte y de conocer a Giovanni. —Eleazar se volvió hacia su yerno—. Pero no le diremos que eres cristiano. Serás de nuevo Simón, hijo de Rubén.

Poco después, la nave atracó en el puerto. Unos soldados venecianos subieron a bordo para comprobar la identidad del barco y su carga.

Mientras Eleazar se preparaba para desembarcar, Esther reparó en el nerviosismo de Giovanni y lo llevó a un lado.

—¿Qué ocurre, amor mío?

Giovanni dudó unos segundos antes de abrirse a su mujer.

—No recuerdo haberte contado que el padre de Elena era en aquella época gobernador de Chipre. El hecho de que el destino nos haya traído aquí me pone nervioso. No a causa del recuerdo de Elena, creo, sino porque temo tener un encuentro que podría sernos fatal si fuera reconocido.

Esther le estrechó las dos manos y contestó:

—Lo comprendo y creo que tienes razón. Más vale no tentar al diablo. Si quieres, nos quedamos en el barco.

—No, Esther, tú necesitas descansar y el capitán nos ha dicho que no va a arriesgarse a zarpar antes de varios días. Es mejor que vayas con tu padre a casa de sus amigos. Además, seguro que se alegrarán mucho de verte. Me quedaré yo solo.

Esther lo miró en silencio antes de replicar con voz ansiosa:

—No me gusta la idea de estar separados aquí, en este lugar que no conocemos y donde puede pasar cualquier cosa.

—A vosotros no os puede pasar nada en esta ciudad que tu padre conoce bien y donde tiene amistades, y a mí tampoco en este barco. No te preocupes, Esther, y, créeme, estaré más tranquilo sabiendo que pasas estos días en una casa cómoda que teniéndote a mi lado encerrada en un camarote estrecho y agobiante.

—Preguntémosle a mi padre su parecer, si no te importa.

Eleazar se mostró de acuerdo con Giovanni, cuya opinión le parecía sensata. Decidió, no obstante, ir a pasar solamente el resto del día y esa noche en casa de su amigo, y regresar al barco al día siguiente.

Esther aceptó las razones de su padre y de su marido, pero en el fondo de su corazón algo le decía que era preferible no separarse de Giovanni. Permaneció, pues, un buen rato acurrucada entre sus brazos, como si no fuera a volver a verlo en esta vida. Y al despedirse de él, pronunció estas extrañas palabras:

—Si sucediera una desgracia, te prometo que te esperaré en una próxima vida. Si no tengo este rostro, me reconocerás por la alegre melodía que sonará en tu corazón la primera vez que me veas. Así es como, según dice Rabbi Meadia, se reconoce a las personas a las que se ha amado intensamente en una vida anterior. Y estoy segura de que será el Cántico del alba, ese que tanto te emociona.

—¡No digas tonterías, Esther! Nos veremos mañana por la mañana. Yo no voy a moverme de aquí y tú contarás con la protección de Malik, Sara y David. Cuida de ti y de nuestro hijo, amor mío.

Con el corazón en un puño, Giovanni vio alejarse a Esther. Esta se volvió y le hizo una seña con la mano, a la que él respondió. Luego, la joven desapareció en una calleja en compañía de su padre y de los tres sirvientes. Giovanni se quedaba en el barco con otros dos sirvientes del cabalista. Estaba totalmente decidido a no correr ningún riesgo y, aunque se sintió tentado de pasear por el puerto o al menos de tomar el aire en la cubierta de la galeota, decidió quedarse en el camarote todo el tiempo que el barco permaneciera en el muelle. Esa noche le fue imposible conciliar el sueño. No por culpa de los marineros borrachos que cantaban en la cubierta, sino porque esa escala improvisada por la fuerza de los acontecimientos lo devolvía al pasado y despertaba en él el recuerdo a la vez dulce y amargo de Elena. Pese a no tener ninguna duda sobre la fuerza y la profundidad de su amor por Esther, aún quería a Elena de otra manera y le habría gustado saber qué había sido de ella. ¿Se había casado? ¿Dónde vivía? ¿Era feliz? Numerosas preguntas que lo agitaban y cuyas respuestas sabía que no podría conocer. Pensó también en el oráculo de Luna, y confiaba en haber conjurado la maldición permaneciendo escondido allí para evitar que su mujer corriera cualquier peligro.

Al amanecer, cuando el puerto todavía estaba dormido, salió unos minutos al muelle para tomar el aire y serenarse. Después volvió al camarote y esperó con impaciencia la llegada de Esther. Hacia mediodía, empezó a preocuparse por la ausencia de su mujer y su suegro. Sabía lo deseosa que estaba Esther de regresar a la nave y le extrañaba que no hubiera hecho todo lo posible para apresurar su vuelta. Para tranquilizarse, envió a uno de los sirvientes al barrio judío, a la dirección que le había dado Eleazar. Akim, que era musulmán de origen argelino y hablaba franco, preguntó el camino a un marinero chipriota y partió de inmediato en busca de sus señores.

Menos de treinta minutos más tarde, regresó al barco. Entró precipitadamente en el camarote, y parecía alarmado.

—¡Señor, ha ocurrido una gran desgracia!

Giovanni se puso en pie de un salto.

—¡Habla!

—Vengo del gueto judío. Esta noche ha habido una matanza. Una parte de los habitantes de la ciudad ha bajado al barrio judío y ha incendiado unas casas. Muchos hombres, mujeres y niños han muerto…

—¿Y Esther y Eleazar? ¿Están…?

—No lo sé, señor. Había muchos cuerpos quemados que resultaban irreconocibles.

—¡No puedo creerlo! ¿Has averiguado algo sobre los supervivientes? ¿Has visto la casa de Moshé?

—Ha sido destruida, como la mayoría. Pero eso no significa que todos hayan muerto. Una anciana que lloraba por los suyos me ha dicho que los soldados han intervenido durante la noche y han salvado de la cólera de la muchedumbre a varias decenas de judíos. Han sido conducidos a la ciudadela… Quizá nuestros queridos señores estén entre ellos.

Giovanni se dejó caer sobre la cama, se cogió la cabeza con las dos manos y rezó en silencio. Luego levantó los ojos hacia Akim.

—¡Vayamos a la ciudadela!

Giovanni se puso una capa con capucha, lo que le permitía, en caso de tener un mal encuentro, ocultar la cara. En menos de diez minutos estuvieron al pie de la fortaleza, que servía tanto de base militar como de prisión.

Giovanni vio a un oficial veneciano y se presentó:

—Me llamo Leonello Bompiani. Soy un ciudadano veneciano de paso en Chipre.

El militar lo saludó con respeto.

—Resulta que tengo unos amigos judíos que estaban anoche en el gueto cuando sucedió esa tragedia. Quisiera saber qué ha sido de ellos. ¿Han perecido con esos desdichados o se encuentran seguros aquí?

—Hemos encerrado esta noche a una treintena de judíos, es verdad. Decidme el nombre de vuestros conocidos y podré deciros si se encuentran entre ellos.

Giovanni se apresuró a apuntar en un papel los nombres de Eleazar, Esther y sus tres sirvientes. El oficial se dirigió inmediatamente a la fortaleza. Giovanni aprovechó para preguntar a un guardia sobre los sucesos de la noche. El soldado le explicó que un niño de tres años había aparecido asesinado hacía dos días en la frontera del gueto. Enseguida se había propagado el rumor de que el pobre niño había sido víctima de un crimen ritual organizado por los judíos. Inmediatamente, la ciudad se había puesto en ebullición.

Cientos de hombres y mujeres provistos de antorchas habían ido al gueto, donde vivía una treintena de familias, y habían incendiado las casas. Cuando las fuerzas del orden habían llegado, habían conseguido salvar a los supervivientes de la venganza popular y los habían llevado a la fortaleza.

El soldado acababa de finalizar su relato cuando el oficial regresó y dijo a Giovanni:

—Tres de tus conocidos están aquí. Los otros dos sin duda han muerto.

Giovanni sintió que la sangre se le helaba en las venas.

—¿Quiénes son los supervivientes? —preguntó con un hilo de voz.

El oficial miró el papel y masculló:

—Los llamados Eleazar, Sara y Esther.

El corazón de Giovanni se llenó de alegría.

—¿Puedo ir a verlos y llevarlos a la nave que nos ha traído aquí?

—Imposible —respondió el militar, imperturbable.

—¿Por qué? Ellos no han hecho nada, no pueden seguir encerrados…

—El capitán de la fortaleza acaba de recibir órdenes del gobernador. Los judíos deben permanecer en la prisión y serán juzgados en relación con el crimen de ese niño. Hasta entonces no está permitida ninguna visita.

—¡Pero eso es absurdo! —protestó Giovanni con voz potente—. Vos sabéis perfectamente que son inocentes del crimen del que se les acusa.

—Yo no sé nada, señor. Lo único que podéis hacer es pedir audiencia al gobernador. El es el único que podría concederos autorización para ver a vuestros conocidos.

Giovanni intentó dominar su cólera. Sabía que darle rienda suelta no ayudaría a su causa, sino todo lo contrario.

—Os agradezco la información que me habéis dado. Me voy ahora mismo a pedir audiencia. ¿Podéis indicarme dónde se encuentra el palacio del gobernador?

—No está aquí, señor. El gobernador vive en Nicosia. A buen ritmo, está a una hora de camino a caballo. Si no tenéis montura, podéis alquilar una en el puerto.

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