El orígen del mal (17 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—¿Cómo sabes todo eso?

—Diez años en colegios religiosos. Menuda comedura de tarro.

De pronto, Kasdan recordó la certeza inexplicable que había sentido la noche anterior, cuando escuchaba el
Miserere
con los auriculares. Ese cántico tenía un papel en el caso. Se sorprendió preguntando:

—Según tú, ¿por qué el asesino escribió ese fragmento en el techo?

—Es un don.

—¿Un don?

—El asesino se ha vengado pero ha dado muestras de su misericordia. Al escribir esas palabras en el techo, implora al Señor que perdone a Naseer. A mi manera de ver, el asesino es creyente. Cree en la virtud sagrada de las palabras. ¿Sabe?, para el que tiene fe, la oración es una señal enviada a Dios pero es también una señal que «contiene» a Dios. Escribir esas palabras es engendrar el perdón…

—¿Por qué no había una inscripción en la escena del crimen de Goetz?

—Quizá el asesino fue sorprendido. No tuvo tiempo de terminar el trabajo. O quizá piensa que Goetz no merece perdón pero el joven Naseer sí. El infierno para uno. El purgatorio para el otro. Tenemos mucho curro por delante, Kasdan.

—Si no te llevara de vuelta al Pavo Frío, ¿qué harías esta noche?

—Saldría pitando hacia el Servicio de Desaparecidos, rue du Château-des-Rentiers, para comprobar si ha habido otras desapariciones de niños en la estela de Goetz, desde su llegada a Francia. En todos los coros que dirigió. Luego iría a toda pastilla hasta la BPM para verificar la genealogía de todos los pequeños cantores de esos coros.

—Ya lo hice y no encontré nada.

—Lo hizo para Saint-Jean-Baptiste y Notre-Dame-du-Rosaire. Si no recuerdo mal, quedan Saint-Thomas-d’Aquin y Notre-Dame-de-Lorette. Además, hizo las comprobaciones por teléfono. Yo quiero peinar a fondo los archivos. No hay nada como un buen registro de cajas.

—¿Eso es todo?

—No. Llamaría a las casas donde Goetz daba clases de piano. Luego cotejaría el perfil de cada crío. Buscaría también el expediente de la investigación de Tanguy Viesel. En mi opinión, la BPM tiene una copia. Hurgaría en el pasado de Goetz en Chile. Me resulta imposible explicárselo, Kasdan, pero creo que ese tío no era trigo limpio.

—¿Nunca duermes?

—Poco. Y no soy yo quien lo decide. En cambio, a usted le aconsejo que vuelva a su casa tranquilamente y se instruya.

—¿En materia religiosa?

—En materia criminal. Los niños-asesinos. Busque en la red. Verá que no es una aberración. Yo tengo treinta años, pero el pipiolo es usted.

Siguió un silencio. Kasdan reflexionaba. ¿Debía darle otra oportunidad al chaval?

Volokine contestó como por telepatía.

—Deme esta noche y otro día. Permítame demostrarle que tengo razón. Esos dos tíos pecaron y ese pecado concierne a niños.

Kasdan cogió su móvil.

—¿A quién llama?

—A Vernoux. Alguien tiene que hacer la limpieza en el boulevard Malesherbes.

22

Servicio de Desapariciones, Brigada de Represión de los Delitos Contra las Personas.

Rue du Château-des-Rentiers, distrito 13.

En el corazón de ese extraño edificio, construido en forma de media luna, Volo se movía como un cazador solitario. Observaba los archivos de los desaparecidos. En los cajones metálicos, estrechos y profundos, se apiñaban miles de fichas de cartulina de distintos colores. Cada color, un año; cada ficha, una persona desaparecida. Las fichas, ordenadas alfabéticamente, contenían los datos sobre el desaparecido y una foto.

Volo se frotó las manos con satisfacción.

Viejos archivos en los que rastrear, hurgar, buscar minuciosamente.

Se llenó los pulmones con ese aire saturado de polvo y, bajo la luz de los plafones, abrió el primer cajón. Mientras se lanzaba al trabajo, una parte de su mente se centró en lo que estaba haciendo pero la otra se escabulló hacia otros pensamientos.

Veinticuatro horas más sin drogarse. Cada paso, cada minuto lo alejaba un poco más del abismo: un agujero como un ciclón en el fondo de su propia carne. Remaba y remaba en su barquita para alejarse del gigantesco remolino que tiraba de él. Una bola naranja y negra que ardía en su centro y lo llamaba sin descanso: «…
every junkie's like a settin' sun
…».

Durante el día había tenido dos crisis. Dos rostros distintos de la abstinencia. La primera vez, de camino a Bagnolet, una llama, lo había atravesado desde el cóccix hasta la nuca. Había pensado que sus órganos iban a estallar mientras su columna vertebral se retorcía y con ella la médula espinal y su miríada de nervios. Había ahogado un grito en la garganta. Había abierto la ventana, había respirado una bocanada enorme, y había contado los segundos.

La segunda vez, la crisis había sobrevenido en el camino de regreso. Apatía total. Nervios de plomo. Letargo que era como cemento fresco fraguándose en el fondo de su cuerpo. En esos momentos, levantar la mano era una misión imposible. Cualquier pensamiento sobre el futuro era pura utopía. Sudor helado sobre las sienes y un horrible ardor de estómago. La bestia se revolvía en el fondo de sus tripas y murmuraba: «Suicidio».

En casa de Goetz, frente al ordenador, se había sentido mejor. A pesar del goteo de su nariz. A pesar de las náuseas. Y ese pensamiento cálido detrás de cualquier otro pensamiento, ese movimiento detrás de cada movimiento: no tomaba nada. El tiempo que pasaba era un dolor, pero era un tiempo
clean.

La presencia de Kasdan también lo tranquilizaba. Intuía que aquel viejo gruñón y entrañable guardaba también sus secretos, pero su edad, su calma, su presencia tenían algo reconfortante. Y sobre todo intuía que el viejo armenio lo necesitaba. Eso le daba más energías para vivir, para aferrarse, para luchar…

Kasdan lo necesitaba por su juventud, su energía, su entusiasmo. Pero también porque conocía los vicios humanos. El armenio era demasiado honesto para ese tipo de investigación.

Volo no tenía esa clase de problemas.

Él también era un ser retorcido, vicioso, corrompido.

Un yonqui. Mentiroso, ladrón, inestable. Nunca puntual a una cita. Nunca fiel a su palabra. Un zombi en quien era imposible confiar. Un tío que solo se empalmaba cuando veía a un traficante. En ese sentido, era como esos a los que perseguía. La escoria, los maleantes, los corruptos de toda especie. Seres que giraban alrededor de un núcleo oscuro, marginal, ilegal. Podía prever todos sus reflejos, sus pensamientos, su lógica. Porque él era ellos. A eso debía su tasa récord en dilucidación. Era un criminal más. Y no hay mejor cazador que el que caza a los suyos…

Volo seguía pasando fichas; una parte de su conciencia leía cada fecha, cada edad, cada descripción, mientras su vida de yonqui desfilaba con sus recuerdos de pesadilla.

Amsterdam. 1995. En el fondo de una casa okupa. Cuando sus compañeros de colocón se dieron cuenta de que uno de los suyos había sufrido una sobredosis, únicamente les preocupó una cosa: deshacerse del cuerpo. No hay cadáver, no hay follón. Pero era una idea vaga, informe. Una idea de drogatas. Fue él, Volo, tambaleándose aún por los efectos de la heroína, quien se animó. Encontró un toldo de plástico en el último piso del almacén. Envolvió el cadáver con el toldo y luego lo deslizó en las aguas negras del canal, bajo los cimientos del edificio okupa.

Todas las noches volvía a ver aquel extraño sarcófago flotando en las tinieblas. Oía el susurro del fardo en las olas y el silencio de los otros, que miraban cómo el agua se llevaba a su colega. Ese sórdido cortejo fúnebre era lo que los esperaba. A todos. Muerte anónima, lúgubre, repugnante, que sobrevendría al día siguiente o al cabo de unos años. Por entonces Volo aún no había cumplido los diecisiete.

Se acordaba también de una novia española que había tenido en Tánger, adonde había viajado con la esperanza de conseguir droga a buen precio. Su historia había durado poco. La chica se había perdido dentro de la Medina en busca de un chute. Cuando la encontraron, la habían violado y le habían aplastado el cráneo a pedradas.

Se enteró de la noticia por otros yonquis… corrió a media voz a través del zoco. Una posibilidad sobre dos de que fuera cierta. Volo fue al hospital y vio a la chica. Trepanada. Tenía la mitad del cráneo afeitado. Cuando entró en la habitación, ella no lo reconoció. Entonces tuvo aquella certeza. Le habían retirado la mitad del cerebro que le concernía a él. Para ella, él ya no existía. Y la verdadera pregunta, en ese pasillo soleado, era: ¿para quién existía él, realmente?

Otros recuerdos.

Otras historias jodidas.

París. Espera interminable de un traficante. Al final, Volo va a su taller: el tío pretende ser pintor. Se supone que lo es. Lo descubre inconsciente, sacudido por convulsiones, en plena sobredosis. Habría que alertar a los bomberos, llamar al SAMU. En lugar de eso, Volo pone la habitación patas arriba buscando papelinas. Cuando encuentra sus dosis bajo un listón del parquet, se pincha inmediatamente en el cuarto de baño. Solo entonces recupera el dominio de sí mismo. Llama a la PJ para que acudan con ayuda. Los espera con cincuenta gramos en el bolsillo; finge que el agonizante es su informante.

Los drogatas. Siempre tratan de dar una impresión de normalidad, amable, abierta. Fingen mantener relaciones sanas, alegres, solícitas con los que los rodean. Tratan de convencer, en cualquier circunstancia, que comparten. Pero nada más lejos de la verdad. Los impulsos de un drogadicto nunca llegan demasiado lejos. Sus preguntas, sus razonamientos nunca superan un muro invisible: el de la droga. Tener o no. Lo único que importa. Él mismo se había acostado con chicas porque traficaban con nieve. Había adulado a capullos con pasta porque organizaban veladas con droga incluida. Había robado a los detenidos, a los traficantes, a los amigos.

Una mierda.

Volokine se desplomó en el pasillo de las estanterías. Un violento espasmo acababa de partirlo en dos. Pensó que vomitaría. Los Royal Bacon y el resto. Pero no, la convulsión pasó. Se levantó apoyándose sobre una rodilla, mientras un hilo de bilis le quemaba la garganta como una ráfaga de napalm.

Sonrió. Una sonrisa de calavera. No conseguiría salir a flote sin colocarse. La droga pertenecía a su metabolismo profundo. Cuando pensaba en su estado, pensaba en los diabéticos. Estaba exactamente en la misma situación. Sufría una deficiencia fisiológica. Había en el fondo de su sangre una carencia, una disfunción que solo la droga podía curar. A menos que el agujero negro hubiera surgido a partir de una raíz psíquica… Poco importaba. La paz, la serenidad estaban en la punta de una aguja. ¿Se echa en cara a los diabéticos que se inyecten insulina? ¿A los depresivos que tomen antidepresivos?

Su mano se aferró a los cajones abiertos. Consiguió ponerse en pie. A pesar de los tiritones, tan fuertes que su traje se retemblaba, se hizo una promesa. No tomaría nada antes de haber identificado al culpable del caso Goetz. Un crío —lo sabía, lo sentía— había decidido vengarse porque le habían hecho daño. No tomaría un gramo antes de haber cogido a ese chaval. No para arrestarlo, sino para salvarlo.

23

Los niños-asesinos.

Chavales crueles, malsanos, pirómanos.

Adolescentes asesinos en serie, armados hasta los dientes.

Kasdan llevaba dos horas delante de la pantalla.

Los hechos, tan cerca, incrustados en el fondo de sus ojos.

2004, Ancourteville, Seine-Maritime.

Pierre Folliot, 14 años, mata a tiros de fusil a su madre, a su hermana, a su hermano pequeño y, por último, a su padre, mientras mira, entre cada asesinato, un vídeo de
Shrek.

1999, Litdeton, Colorado.

Éric Harris y Dylan Klebold siembran el pánico en el instituto Colombine lanzando ráfagas de disparos en las aulas. Matan a un profesor y a doce alumnos y hieren a más de veinte personas antes de poner fin a sus días volviendo sus armas contra ellos mismos.

1999, Los Ángeles.

Mario Padilla, 15 años, asesina a su madre de cuarenta y siete a cuchilladas, ayudado por Samuel Ramírez, 14 años, que utiliza un destornillador. Los dos visten el traje del asesino de la película
Scream.

1993, Liverpool.

Robert Thompson y Jon Venables, 11 años, torturan y matan a James Bulger, 3 años, golpeándolo con ladrillos y barras de hierro. Lo dejan abandonado sobre una vía férrea para que el tren corte el cuerpo en dos.

1993, estado de Nueva York.

Éric Smith, 13 años, golpea a muerte y luego estrangula a Derrick Robie, 4 años, en un parque público. A continuación sodomiza el cuerpo con un palo.

1989, California.

Erik y Lyle Menéndez asesinan, de varios disparos de fusil en la espalda, a su padre y a su madre con la esperanza de cobrar la herencia.

1978, periferia de Auxerre.

Cuatro muchachos, entre 12 y 13 años, lapidan a un vagabundo y lo abandonan en medio de su agonía.

Frente al ordenador, Kasdan había tecleado simplemente «niños-asesinos», y la letanía había empezado. Conocía varios de esos sucesos, pero vistos uno tras otro cronológicamente, parecían una cadena de pesadillas. Una caja de Pandora. Apuñalaban en el colegio por un sí o por un no. Mataban a los padres. Violaban a la edad de ocho años…

Kasdan trató de atenuar la violencia de la lista buscando explicaciones. Llamar al raciocinio en auxilio del horror. Tranquilizarse con comentarios analíticos frente a los hechos desnudos.

Enseguida encontró en la web informes psiquiátricos, análisis psicológicos, evaluaciones, la mayoría en inglés, en los que la confusión y las contradicciones no eran nada tranquilizadoras. Algunos hablaban de herencia genética: existía un gen de la violencia que predisponía al crimen. Otros buscaban una explicación en la locura: el niño-asesino era esquizofrénico, sufría un desdoblamiento de la personalidad. Otros insistían en la influencia del medio social y familiar: la pobreza y la violencia incitaban al asesinato desde muy temprana edad. La cultura de masas —la televisión, internet, los videojuegos— también era un argumento para explicar los comportamientos de extrema violencia en el niño.

El único problema era que ninguna de esas explicaciones podía aplicarse a todos los niños-asesinos. No existía un perfil tipo para estos criminales. Lo que era lo mismo que decir que no había una solución clave. O, dicho de otro modo, sencilla. El hombre era malo, y por lo tanto, el cachorro del hombre no era mucho mejor…

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