—¿El Ogro?
—Sí. Repitió eso varias veces. De hecho, lo dijo tal cual, en español: «el Ogro».
—¿Y eso qué significaba?
—Ni idea. Pero no estaba de coña, te lo juro. Se puso a hablar de un Ogro que nos vigilaba y que podía castigarnos de un modo atroz… —Sylvain miró el extremo incandescente y murmuró—: El Ogro, joder qué capullo…
—Tu rollo no vale una mierda.
—Porque no he acabado.
—Pues sigue.
Sylvain exhaló unos cuantos círculos de humo perfectos. Otra buena actuación.
—Goetz siguió diciendo tonterías sobre el Ogro. Una especie de gigante despiadado que nos escuchaba cantar. Que podía perder los estribos. Empezaba a tocarme las narices con esas gilipolleces. Y luego, de golpe, le entendí. Goetz lo creía realmente…
—¿Es decir?
—Era él el que estaba muerto de miedo. Como si todo eso fuera cierto.
—¿Y cómo terminó esa conversación?
—Volvimos a la iglesia y el ensayo continuó. Entonces, Goetz me puso la mano en el hombro y supe que no me equivocaba. Esa mano era para él mismo. Creía que me había contado una historia terrible. Algo que yo no había comprendido y que, finalmente, así era mejor. Su secreto era demasiado importante, demasiado grave para un crío. ¿Lo coges?
Volokine reflexionó. No esperaba eso. En absoluto. El Ogro. ¿Qué podía significar? ¿La amenaza que Goetz temía? ¿La amenaza que lo había matado de dolor? Su imaginación se desbocó. El Ogro. Tal vez era el secuestrador de Tanguy Viesel y de Hugo Monestier… Un monstruo atraído por las voces puras e inocentes, por una razón que él todavía no lograba entrever. Por primera vez sentía que su intuición se agrietaba. Tal vez se había equivocado desde el principio con sus teorías de pederastia y venganza.
—¿Cuándo pasó todo eso?
—No hace mucho. Tres semanas.
Empujó la barrita plateada hacia el pelirrojo.
—Afgana. El no va más en el mercado.
El chaval acercó el brazo. Volokine le echó la mano encima.
—Cuidado. Si alguna vez te metes heroína o crack, lo sabré. Conozco a todos los traficantes de París. Pienso darles tu nombre y tus señas personales. Si me entero de cualquier cosa, te doy mi palabra de que volveré y te partiré la cara a hostias. A partir de hoy, te seguiré de cerca, cabroncete.
Sylvain François pestañeó. El miedo apareció en sus ojos. Volokine sonrió. Sabía por qué el crío tenía miedo. El chico de la DDASS había visto pasar por las pupilas del poli la misma geografía cerebral que la suya. Áreas internas completamente consagradas al instinto, el miedo, la violencia. Un cerebro primitivo, un componente visceral que desembocaba en una brutalidad precisa, eficaz, sin remisión.
La geografía cerebral del niño-lobo.
Hacía media hora que Kasdan esperaba delante de Notre-Dame-de-Lorette. Había aparcado en la calle que circunda la iglesia, contribuyendo al caos general del barrio. Había dejado un primer mensaje avisando al ruso de que iría a buscarlo. Sin respuesta. Un segundo mensaje para decirle que estaba delante de la iglesia. Sin respuesta también.
Se disponía a llamarlo de nuevo cuando Volokine apareció de pronto. Con el chaquetón y el morral parecía un militante del movimiento altermundialista con el bolso lleno de panfletos, listo para movilizar al personal bajo el frontispicio de las iglesias.
El sabueso loco bajó los escalones de cuatro en cuatro. Una vez se hubo acomodado en el asiento del acompañante, Kasdan explotó.
—¿Tú nunca escuchas los mensajes del móvil?
—Lo siento, abuelo. Entrevista importante. Acabo de consultar el buzón de voz.
—¿Algo nuevo?
—Sí, pero no lo que esperaba.
—¿De qué tipo?
—Sylvain François no es nuestro culpable. De hecho, calza un cuarenta o un cuarenta y dos.
—Y entonces, ¿qué?
Volokine resumió la situación. El miedo de Goetz. El Ogro. Esa idea de un monstruo que raptaría a los niños por su voz. Kasdan no entendía qué interés que podían tener esas nuevas informaciones.
—Un montón de tonterías, vaya —dijo.
Volokine sacó su estuche para canutos.
—Podrías dejarlo un rato, ¿no? —protestó Kasdan.
—Es bueno para lo que tengo. Circule. Aquí hay polis por todas partes.
Kasdan arrancó. Conducir lo relajaba, y eso era lo que necesitaba.
—¿Y usted? —preguntó Volokine con los ojos clavados en el papel de fumar.
—He dado con los dos únicos sacerdotes criminalistas del mundo.
—¿Y el resultado?
—Teorías absurdas, pero contagiosas.
—¿Como qué?
Kasdan no respondió. Enfiló la rue Châteaudun hasta la estación de metro Cadet, luego giró a la derecha por la rue Saulnier. Tenía un objetivo. Tomó la rue de Provence en sentido contrario durante unos cientos de metros, como si el coche llevara un girofaro, y él, una tarjeta de policía válida. Por fin, entró en la rue du Faubourg-Montmartre, atiborrada de peatones, y se detuvo delante del Folies-Bergère.
—¿Por qué aquí? —preguntó Volo, alisando un canuto perfecto como un cetro egipcio.
—La multitud. No hay mejor escondite.
El ruso asintió mientras encendía la mecha de papel. Las volutas perfumadas se expandieron por el habitáculo. En realidad, Kasdan se hallaba en ese momento en pleno peregrinaje personal. A finales de los años sesenta, había estado enamorado de una bailarina del Folies-Bergère. Ese recuerdo nunca lo había abandonado. Las esperas de uniforme en el coche policial. La mujer, después del espectáculo, con los senos salpicados de lentejuelas, entrando de un salto en el lugar del acompañante. Y sus contradicciones. Estaba casada. No le gustaban ni los polis ni los tíos sin pasta.
Kasdan sonreía en silencio. Bogaba tranquilo por sus recuerdos. Estaba en una edad donde cualquier barrio de París era un lugar para recordar.
—Joder —dijo Volo con una risa sarcástica—. Yo fumo, pero el que se coloca es usted.
El armenio se obligó a salir de sus ensoñaciones. En el coche, el humo había formado una espesa niebla. No se veía nada a cinco centímetros.
—¿Puedes abrir la ventanilla?
—Ningún problema —dijo el ruso, obedeciendo—. Bueno, ¿y esas teorías?
Kasdan subió la voz para hacerse oír por encima del ruido de la muchedumbre.
—Los dos sacerdotes han insistido en un hecho en particular. Un asunto que resulta evidente.
—¿Qué hecho?
—La ausencia de móvil. No había ninguna razón para eliminar a Goetz. Te he seguido en tu teoría de la pederastia, pero no hemos encontrado ni rastro de un indicio.
—¿Y la pista política?
—Suposiciones, nada más. Admitiendo, cogiéndolo por los pelos, que los antiguos generales se hubieran propuesto eliminar a los testigos molestos, no hay razón alguna para que sigan un modus operandis tan complicado. Las mutilaciones, la inscripción, todo eso.
—¿Entonces?
—Los curas han hablado de un asesino en serie. Cuyo único móvil sería el gozo de matar.
Volokine apoyó los pies en la guantera.
—Kasdan, sabemos que son varios. Sabemos que son críos.
—¿Sabes qué dijo Freud? «A todos nos fascinan los niños pequeños y los grandes criminales.» Nuestros «niños pequeños» quizá sean también «grandes criminales». Todo eso, a la vez.
—Ayer usted ni siquiera admitía que la violencia pudiera darse en un chico.
—La capacidad de adaptación. Esencial en un policía. La teoría de los sacerdotes despertó mi curiosidad y reflexioné. Los crímenes siguen un ritual. Un ritual que evoluciona. Los tímpanos y el dolor en Goetz. Lo mismo en Naseer, con algunas atrocidades suplementarias. La sonrisa tunecina. La lengua cortada. La inscripción escrita con sangre. El asesino o los asesinos nos hablan. Su mensaje evoluciona.
Volokine exhaló una larga lengua de humo, estilo lagarto.
—Explíquese.
—En uno de los cuatro coros que dirigía Goetz, hay dos o tres críos aparentemente iguales a los demás pero en realidad diferentes. Bombas de relojería. Una señal provocó la crisis asesina. Algo en Goetz transformó a esos niños en criminales. Ese «algo» es muy importante porque nos obliga a recapacitar otra vez sobre Goetz hasta encontrar en él qué ha podido provocar ese paso al acto. El chileno tenía, en su personalidad, en su oficio, en su comportamiento, una señal, un detalle que desencadenó la pulsión criminal de los niños. Cuando encontremos esa señal, estaremos muy cerca de los que buscamos.
—¿Y Naseer?
—Quizá también él llevaba esa misma señal. O el complot criminal incluía al mauriciano por alguna razón que ignoramos. O Naseer fue asesinado porque había visto algo. Pero ahora los criminales siguen su camino. La máquina está en marcha.
—Esa señal… podría ser una transgresión, un acto culpable, ¿no? En ese caso, volveríamos a mi primera teoría: la venganza.
—Salvo que en dos días no hemos encontrado pruebas de que Goetz cometiera ninguna transgresión.
—De acuerdo. ¿Tiene otra idea?
—Pienso en la música.
—¿En la música?
—Cuando Goetz fue asesinado, estaba tocando el órgano. Quizá una melodía en concreto provocó la crisis en los niños.
—¿Está seguro de que hoy no se ha metido nada?
Kasdan se volvió hacia su colega. Abrió las manos y elevó la voz:
—Son las cuatro de la tarde. Los críos juegan en el patio, detrás de la catedral de Saint-Jean-Baptiste. De repente, las notas del órgano suenan, discretamente. En medio del bullicio, los niños oyen la melodía. Se sienten atraídos, aspirados por ese fragmento. Caminan bajo la bóveda que conduce hacia el interior de la iglesia… Empujan la puerta entornada… Penetran en la nave y suben los escalones de la tribuna… La música los hipnotiza, los fascina…
—¿De modo que volveríamos a los miembros del coro de Saint-Jean-Baptiste?
—No lo sé.
—¿Y piensa en un fragmento específico de esa melodía?
—El
Miserere
de Gregorio Allegri.
—Es una obra vocal.
—Supongo que puede interpretarse al órgano.
—¿Por qué Goetz tocaría eso precisamente aquel día?
—No tengo respuesta a eso. Pero estoy seguro de que el
Miserere
desempeña un papel en el caso. Déjame continuar. La línea melódica resuena. Esas famosas notas muy altas. Estoy seguro de que las conoces…
—Es el
do
más agudo de la historia de la música. Solo puede cantarlo un niño o un castrado.
—Vale. Esas notas entran en el cerebro de los niños. Los llevan a recordar algo. Transforman su personalidad. Deben detener esa melodía. Destruir al que la toca. Sí. Estoy seguro de que la música es clave en esta historia.
El ruso dio otra calada a su cono.
—Bueno, colega… Nunca se le ocurra probar la droga, podría ser peligroso…
Kasdan prosiguió su razonamiento.
—Ese primer crimen fue el pistoletazo de salida. Para el siguiente y tal vez para los futuros. Para mí, el asesinato de Naseer revela la naturaleza profunda de los criminales. Las mutilaciones. La inscripción. Existe un rito. Existe tal vez una venganza. Y sobre todo existe la satisfacción de un deseo. Es un crimen sádico. Los asesinos sintieron placer cometiéndolo. Se tomaron el tiempo necesario. Se saciaron de carne y de sangre. Cuando terminaron su sacrificio, se sintieron plenos y felices. Entonces escribieron a Dios… Ellos…
El sonido del móvil lo interrumpió. Respondió al instante.
—¿Sí?
—Soy Vernoux. ¿Por dónde anda?
—Faubourg Montmartre.
—Reúnase conmigo en la iglesia Saint-Augustin, en el distrito 8. Dese prisa.
—¿Por qué?
—Tenemos otro.
—¿Otro qué?
—¡Otro asesinato, joder! Todo el mundo está aquí.
Después de mostrar sus placas, entraron en la nave. Gran espacio sombrío, más negro y aún más frío que el desapacible día en el exterior. La exigua luz de los vitrales intentaba abrirse paso. En vano. Los rayos de luz no arraigaban. No lograban debilitar la oscuridad de la piedra. Ese fracaso parecía estigmatizado por el olor del incienso. Perfume también compacto, crispado, amargo, que se enroscaba en las tinieblas. Más allá de las pilas de agua bendita, policías de uniforme acordonaban el lugar. Los dos colegas mostraron su placa una vez más y enfilaron la nave central.
En su condición de antiguo «niño-cantor interino», Volokine conocía bastantes iglesias de París, pero nunca había estado en Saint-Augustin. Era inmensa. Ya desde fuera le habían sorprendido la cúpula y las cruces, que le daban un aire bizantino. Ahora, estaba impresionado por la sensación de opresión que allí reinaba. Ondas negativas que dejaban una estela funesta.
En el crucero, los tipos de la Identidad Judicial instalaban sus proyectores. De lejos, el aura de luz tenía un algo festivo. Un destello inusual que anunciaba lo extraordinario, como cuando uno se cruza con la filmación de una película en la calle. En realidad, Volokine intuía que allí mismo, cerca del altar, había un tipo que era el convidado de piedra de esa fiesta…
Seguían avanzando. Volokine lanzaba furtivas miradas. La iglesia estaba construida con lava o lignito. Parecía emerger del fondo de los siglos. O del fondo de las almas. Nacida de una idea oscura, de un pliegue oscuro del cerebro.
Ahora que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, vio las capillas a la izquierda y a la derecha, más negras aún, rematadas con vitrales blancos y grises. Esos vitrales bastaban para helar la sangre. Tenían el color plateado de ciertos empastes dentales. Volokine sentía ese frío en el fondo de sus mandíbulas. Examinó los personajes silveteados en plomo que se perfilaban en las ventanas y pensó en ángeles fríos, sin piedad, cuya lógica nada tenía que ver con la de los humanos.
Ningún cuadro, o tan hundidos en las sombras que no se veían. Esculturas hieráticas, tan tiesas como las columnas que sostenían la bóveda. Todo el espacio estaba cubierto de estructuras metálicas al estilo de la torre Eiffel que revelaban la verdadera época de la construcción de la iglesia: finales del XIX, principios del XX. Las lámparas también tenían un algo de Belle Epoque. Globos formando racimos, brazos curvos que recordaban las farolas que antaño funcionaban con gas.
—Joder. Vaya mierda.
Un coloso acudía a su encuentro. Tenías cejas como el carbón y llevaba una cazadora bomber color verde brillante. Volokine intuyó que era Éric Vernoux, el jefe del equipo de la investigación.