Un motete de Duruflé había sido interpretado en Notre-Dame-des-Champs en 1997. Un
Ave Verum
de Poulenc, en la iglesia de Sainte-Thérèse en 2000. El
adagio
de Barber, en Notre-Dame-du Rosaire en 1995… La lista era larga. Goetz también había grabado varios discos. Un
Miserere
en 1989, una
Infancia de Cristo
en 1992…
Pura mierda. Conocía esas obras, y el mero hecho de pensar en ellas le provocaba deseos de vomitar. Se había concentrado en los nombres y las fechas y había aplacado la música que resonaba en su cabeza. En total, en algo menos de veinte años, Goetz había dirigido ocho coros diferentes, durante seis o siete años cada uno.
Volokine había apuntado los nombres de las parroquias en su libreta, entre ellas las cuatro que conocía, y había llamado, uno tras otro, a los vicarios.
De ocho, siete habían respondido al teléfono. Sacerdotes o sacristanes somnolientos que no comprendían qué ocurría. Volokine les advertía: debían estar preparados, con los archivos a mano, porque iba hacia allí y no precisamente para hacer una visita de cortesía. Trabajaba en una investigación criminal relacionada con un triple homicidio.
Recorría París en el cacharro de Kasdan. Se precipitaba en la sacristía. Examinaba los archivos del coro. En general, el registro estaba bien conservado y no tenía dificultades para encontrar la lista de los niños que habían cantado bajo la dirección de Goetz, así como las señas de sus padres.
Entonces, llamaba. En plena noche. En plena ilegalidad. No estaba autorizado a trabajar en esa investigación. Y mucho menos a fastidiar a la gente en plena noche, la madrugada de un domingo 24 de diciembre. Pero todo dependía de su capacidad de persuasión en el primer momento.
Era más o menos así:
—Capitán de policía Cédric Volokine, Brigada de Protección de Menores.
—¿Cómo?
—Policía. Despiértese.
—¿Es una broma? —Voz nasal, pastosa por el sueño.
Volo proseguía sin darles tiempo ni a respirar:
—¿Quiere mi número de placa?
—¡Pero son las tantas de la noche!
—¿Su hijo era miembro del coro de Notre-Dame-du-Rosaire en 1995?
—Pues… sí. Me parece que sí… ¿Por… por qué?
—¿Sigue viviendo en su casa?
—Eh… no. No entiendo nada.
—¿Puede darme su nueva dirección?
—¿Qué ocurre?
—Tranquilícese. Se trata de un problema con el director del coro de aquel momento.
—¿Qué problema?
—Lo han asesinado.
—Pero mi hijo…
En ese preciso momento, Volo levantaba la voz:
—¿Me da sus señas o prefiere que vaya directamente a su casa con un furgón?
Por lo general, conseguía el número de teléfono inmediatamente. Entonces llamaba al antiguo cantor. Y se encontraba otra vez con una voz apagada y con respuestas evasivas. Los chavales habían crecido y no se acordaban de nada.
Tuvo que visitar tres parroquias, hacer unas cuarenta llamadas, tomarse un descanso para recuperar fuerzas en el McDonald’s de la place Clichy, el único abierto hasta las dos de la mañana, antes de dar, por fin, con una información de peso. En la iglesia Saint-Jacques-du-Haut-Pas, en el distrito 5.
Volo había llamado a los padres de Régis Mazoyer a las cuatro menos veinte. Después de hacerse de rogar un poco, el padre, un obrero con acento de golfillo parisino, había desembuchado. Su hijo, que de pequeño fue un virtuoso del canto, había cantado la parte solista en el disco del
Miserere
de 1989, grabado en la iglesia de Saint-Eustache de Saint-Germain-en-Laye. En la actualidad, con veintinueve años, había montado un taller mecánico en Gennevilliers. Vivía y dormía en su lugar de trabajo.
Volokine marcó el número y… sorpresa. Una voz despierta, alerta, que respondió al segundo tono.
—¿Nunca duerme? —preguntó el poli, saltándose cualquier introducción.
—Soy madrugador. Y tengo trabajo atrasado.
El ruso se presentó y lanzó sus preguntas; esperaba las respuestas habituales, basadas en vagos recuerdos. Pero Régis Mazoyer recordaba hasta el menor detalle. Volo intuía que el mecánico había sido un apasionado del canto y que el disco grabado bajo la dirección de Goetz constituía un hito en su vida.
—¿Qué le pasa al señor Goetz? —preguntó el hombre—. ¿Tiene problemas?
Volo tardó en responder. Puso su mejor voz de enterrador. Comunicó la noticia. Siguió un silencio. Sin duda, en el ánimo de su interlocutor se mezclaban dos épocas. Un pasado definitivamente perdido, conmovedor, y un presente aterrador, violento, que ponía punto final a cualquier melancolía.
—¿Cómo…? Quiero decir, ¿cómo ha sido asesinado?
—Le ahorro los detalles. Hábleme de él. De su comportamiento.
—Estábamos muy unidos.
—¿Cómo de unidos?
El hombre rió suavemente al otro lado del hilo.
—No es lo que cree, capitán. Ustedes, los policías, ven el mal por todos lados…
Volo, con los dientes apretados, tuvo ganas de responderle que, en efecto, el mal estaba por todos lados. Pero se conformó con ordenar:
—Descríbame su relación con él.
—El señor Goetz se sinceraba conmigo.
—¿Por qué?
—Porque me había tomado a su cargo. Creía que podía llegar lejos como cantor. Pero había que apresurarse. Nuestro tiempo era limitado. Yo ya tenía doce años. Me quedaban solo uno o dos años por delante, antes de la muda.
—¿Le parecía una persona preocupada?
—Bastante, sí.
—¿En 1989?
Volokine había lanzado una flecha a ciegas. Fue el primer sorprendido al ver que había dado justo en el blanco.
—A veces nos quedábamos los dos ensayando —continuó Mazoyer— y sentía que estaba angustiado. Guardo esa sensación de inquietud. De hecho, sé de qué tenía miedo.
—¿De qué?
—Una noche, mientras yo ensayaba el
Miserere
para la grabación del disco, Goetz parecía especialmente nervioso. No paraba de echar miradas alrededor, como si fuera a aparecer algo en la iglesia.
—Continúe.
—Después, se deshizo en lágrimas. Aquello para mí fue un shock. Yo creía que los adultos no lloraban.
—¿Qué le dijo?
—Una cosa extraña… Dijo que los niños tenían razón creyendo en las historias que se les cuentan. Que a veces los ogros existían en la realidad…
Volokine sintió que se le ponían los pelos de punta.
—¿Le habló de ogros o dijo exactamente «el Ogro»?
—Sí, me acuerdo bien. Es el término que utilizó. En español.
—Deme su dirección.
—Pero…
—Su dirección.
Mazoyer le dictó sus señas.
—Llevaré cruasanes —anunció Volokine.
El ruso seguía en la iglesia de Saint-Jacques-du-Haut-Pas. El sacristán le había pedido que saliera por la puerta lateral, que permanecía siempre abierta, y se había vuelto a la cama.
Antes de irse, quería verificar otro hecho. Algo que le taladraba la cabeza desde hacía rato. Marcó el número del móvil de un poli español que trabajaba en Tarifa. El tipo hablaba francés. Habían trabajado juntos en el caso de un pederasta que acogía a niños africanos clandestinos y los utilizaba para filmar películas porno «gonzo». Lo peor de lo peor, con un añadido más repugnante aún.
—¿José?
—¿Qué?
—Soy Volokine, José. Despiértate. Es un asunto muy urgente.
El hombre se aclaró la garganta y encontró algunas palabras en francés detrás de las brumas de su mente.
—¿Qué ocurre?
—Necesito información sobre una palabra en español.
—¿Qué palabra?
—El Ogro. ¿Qué significa?
—Lo mismo que en francés.
—¿Nada más?
El policía español parecía reflexionar. Volokine lo imaginaba en la oscuridad de su habitación, tratando de deshacerse de sus sueños y tener las ideas claras.
—Digamos que es algo más que eso.
—¿O sea?
—«El Ogro» es el equivalente del
croque-mitaine
en francés. O del
boogeyman
en inglés.
—¿El que se lleva a los niños mientras duermen?
—Exacto.
—Gracias, José.
Cerró el móvil con un golpe. Guardó las notas en el morral. Se puso el chaquetón. Salía de la habitación cuando oyó un crujido sospechoso cerca del portal, en el otro extremo de la nave. Echó una mirada alrededor. Solo la bombilla del despacho iluminaba la sala de piedra. Con los sentidos alerta, Volo apagó y esperó. La luz de las farolas exteriores penetraba débilmente por los vitrales. Ni un solo ruido. Ni una sola fricción. Pero la iglesia le parecía llena de sonidos ínfimos, rozando el silencio. ¿Quién estaba allí?
Nuevo crujido; al fondo del coro, hacia el altar. El ruso se subió a la base de una columna; desde allí dominaba las hileras de sillas.
No veía nada, pero tuvo una certeza.
No estaba solo y ellos eran varios…
De pronto divisó una sombra, afilada como un puñal, proyectada sobre el pasillo central gracias a la tenue claridad del rosetón. Era la sombra alargada de un cuerpo, coronado por un sombrero. O una gorra.
Todo desapareció. Un roce en la otra punta, cerca del altar. Volvió la cabeza y divisó una sombra furtiva entre el ángulo del fuelle del órgano y una columna. Un fantasma que no superaba el metro cuarenta. Con un sombrero verde en la cabeza. Santo Dios, ¿qué estaba pasando? Tenía la impresión de estar en pleno viaje de ácido.
Pasó un minuto en absoluto silencio. Justo cuando creía que todo había sido un sueño, resonó una risita apagada. Luego una más, en otro sitio. Luego otra… Burlones duendecillos sonoros.
Volokine sintió un extraño calor en sus venas que se mezclaba con las corrientes heladas del miedo. En sus labios, sin siquiera darse cuenta, se dibujó una sonrisa.
—Estáis aquí… —murmuró con una voz que volvía de muy lejos.
Y abrió los brazos como san Francisco de Asís hablando con los pájaros.
Al instante siguiente, el pánico volvió a invadirlo y lo arrancó de su delirio. En el fondo de su mente vibraba esta certeza: no tenía ninguna posibilidad frente a ellos.
La puerta que el sacristán había dejado abierta estaba solo a unos metros. Un crujido bajo el gran órgano fue la señal. Volokine dio tres pasos de lado. Encontró el marco. Desapareció como un ladrón de reliquias.
La Défense. Nanterre-Parc. Nanterre-Université…
Volokine aceleraba por la autopista que recorría la llanura gris del extrarradio y la cortaba como con un cúter. Conocía esa carretera. Era el camino que tomaba cuando iba a visitar a la vieja Nicole, en el centro de acogida de Epinay-sur-Seine. Esas visitas que hacía por compromiso. No sentía ningún cariño por la vieja educadora. No deseaba abrir su corazón a un sucedáneo artificial de la familia. No tenía padres. Nunca los había tenido. Ni hablar de fabricarse una mentira con aquel tema. Volokine quería ser duro. Y también, en cierto modo, puro. Un verdadero huérfano. Desprendido. Sin raíces ni pasado.
Para alejar esos pensamientos, encendió la radio. France-Info. La noticia de la muerte del padre Olivier se repetía sin cesar. No todas las vigilias de Navidad aparecía un clérigo asesinado en una iglesia. Volokine escuchaba con satisfacción. Ni una palabra sobre el asesinato de Goetz. Ni sobre el de Naseer. Por el momento, los medios de comunicación se centraban en el pasado del padre Olivier, también llamado Alain Manoury, imputado por acoso sexual en 2000 y 2003. Los periodistas habían descubierto rápidamente los trapos sucios del clérigo. Y con razón: era el propio Volokine quien les había pasado el soplo por teléfono, anónimamente. Había preferido ponerlos sobre una pista falsa a tenerlos detrás. Ahora el ruso estaba convencido. No se trataba de pederastia. En todo caso, no en el sentido tradicional.
Las indicaciones de Régis Mazoyer eran claras. Coger la salida Port de Gennevilliers, luego orientarse teniendo siempre a la vista una elevada chimenea. El taller mecánico estaba al lado de un conjunto de edificios, el barrio Calder, situado al pie de la chimenea.
El coche de Kasdan no tenía GPS. Ni ningún tipo de tecnología reciente. Con dos o tres maniobras, el ruso se había hecho a los antiguos reflejos propios de los cacharros de los años ochenta. La sensibilidad de la palanca de cambios. El zumbido del motor. El olor a piel y a grasa. Experimentaba una especie de ternura por aquella vieja tartana atiborrada de sensaciones. Ese cascajo se parecía a Kasdan…
Port de Gennevilliers. Salió de la autopista. Se zambulló en el extrarradio. Paisaje inquietante por lo feo. Sucesión infinita de barrios y de fábricas. Bloques con los colores del metal y el barro. Un universo que brotaba de la tierra, conservaba la escoria y relataba con sus tonalidades monocordes la génesis de las rocas, de los metales. A veces, aquí y allá, aparecían pequeñas heridas que sangraban. Fachadas de ladrillos. Paneles con letras rojas, casino, shoppi. Luego el gris recuperaba el protagonismo.
Encontró la rue des Fontaines. Una de esas arterias comerciales que crecen al pie de los barrios, alineando tiendas y cafés en filas apretadas. La plaza y sus edificios dominaban la calle; parecía un foso bajo una fortaleza de hormigón. Volokine vio una panadería que estaba abriendo sus puertas —eran las siete de la mañana—, y volvió a comprar cruasanes. Ya se había zampado los que había comprado en París.
Enfiló la calle y descubrió el taller mecánico de Mazoyer. En realidad, se trataba de varias plazas de garaje acondicionadas para su trabajo. El mecánico no había subido la persiana metálica, pero la luz se filtraba por debajo.
Volokine aparcó y golpeó la persiana. Estaba limpio y afeitado. Antes de salir de París, había pasado por un baño-ducha público. Un lugar utilizado por los sin techo que querían guardar las apariencias.
¿Acaso merecía él algo más que eso? Una cosa era segura: ni hablar de volver a su buhardilla de la rue Amelot. Demasiados recuerdos, demasiadas alucinaciones lo esperaban allí. Las huellas de sus antiguos pinchazos, como sombras chinas, estaban todavía incrustadas en las paredes, al estilo de un teatro balinés. Tantas llamadas invitándolo a reincidir en el veneno…
Golpeó una vez más. Bajo la ducha, había querido sobre todo lavar su pesadilla. La alucinación que lo había invadido en la iglesia. ¿Se había quedado dormido? ¿Había soñado?
Por fin, la persiana metálica se elevó.
Régis Mazoyer medía un metro noventa y llevaba un mono de trabajo con un jersey de lana polar debajo. Era un fortachón de hombros anchos y pelo negro, rizado, que brillaba como la seda. A guisa de saludo, le brindó una sonrisa de oreja a oreja. Emanaba una juventud intacta que azotaba como un chorro de agua fría.