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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (29 page)

BOOK: El orígen del mal
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—El plan Cóndor —dijo Kasdan.

—Exacto. Los acuerdos secretos entre los países se firman en 1975 en Santiago de Chile. Alrededor de la mesa, una delegación por cada Estado expone sus métodos específicos de represión. Comparten sus ideas. Organizan cursillos de entrenamiento y seminarios. Imagino la cara de esos bribones uniformados. Debía de ser todo un espectáculo.

—Te pedí que te informaras sobre los oficiales franceses…

—Tranquilo. Enseguida llego a eso. Perseguir a los izquierdistas en un territorio extranjero es una operación ilegal. Y nada fácil. Además, los dictadores no solo quieren eliminarlos. Quieren hacerlos hablar. Eso implica acciones específicas tales como «secuestro», «privación arbitraria de la libertad», «tortura». Las dictaduras militares no están preparadas para semejantes misiones. Necesitan asesoramiento. Especialistas. Cualquiera pensaría que acudirían a Estados Unidos, su aliado natural, pero, por extraño que parezca, contactan con Europa. En materia de tortura, los sudamericanos eligen a los mejores: a nosotros. Francia posee una experiencia reciente en ese campo: Argelia. También existen otras razones para esa colaboración. Algunos antiguos miembros de la OAS están ya in situ. Han hallado refugio en Latinoamérica. Asimismo, una misión militar francesa permanente en Buenos Aires proporciona asesores a las tropas argentinas. Por no hablar de la presencia del general Paul Aussaresses en su condición de agregado militar en Brasil. El ejército francés y la DST organizan seminarios especiales en Chile a partir de 1974.

—¿Seminarios sobre tortura?

—La verdad histórica. Hace unos años, unos diputados franceses intentaron crear una comisión investigadora para sacar a la luz ese escándalo. Su iniciativa fue denegada en 2003. El año siguiente, Dominique de Villepin, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, negó una vez más toda cooperación entre Francia y las dictaduras latinoamericanas.

—¿Has conseguido los nombres de los oficiales franceses de esa… delegación?

—He conseguido tres nombres. Ha sido difícil. No es un período precisamente glorioso de nuestra política exterior.

Volokine cogió su libreta.

—Te escucho.

—Entonces eran coroneles. Tres excombatientes en Argelia. He localizado a uno de ellos: Pierre Condeau-Marie, nombrado general en los años ochenta. Jubilado desde 1998. Vive a la altura de Marnes-la-Coquette.

—Pásame la dirección.

Arnaud le dio las señas.

—Más te vale tener una razón de peso para molestarlo —dijo.

—Tres asesinatos. ¿No te parecen suficientes?

—Me refiero a una comisión rogatoria que te designe como responsable de la investigación.

Kasdan respondió con un silencio. El militar soltó una carcajada.

—Ten cuidado de dónde metes los pies, Kasdan. El abuelete tiene el brazo muy largo. Ha sobrevivido a no sé cuántos gobiernos. Al final de su carrera, dirigía una rama importante de la información militar. Un auténtico condotiero.

—¿Y los otros dos?

—Solo tengo sus nombres. Tal vez estén muertos. El general François de la Bruyère y el coronel Charles Py. El primero, si aún vive, debe de tener ciento veinte años. Gran experiencia en las colonias. Estuvo en Indochina. Luego en Argelia, Djibouti, Nueva Caledonia… El segundo, Py, tiene una reputación diabólica. Debe de ser más joven. Al parecer, en Argelia fue jodidamente eficaz. Comparado con él, Aussaresses es un monitor de colonias escolares.

—¿Puedes seguir investigándolos? Tendrán un expediente archivado, ¿no? —Kasdan había alzado la voz. Esos períodos removían en él un lodazal nauseabundo.

—Tranquilízate —respondió Arnaud con voz serena—. El Ministerio de Defensa no es el Quién es quién. Además, te recuerdo que estamos a 24 de diciembre.

—Es urgente, Arnaud. En caso contrario, no daría el coñazo con…

—Por supuesto. No has cambiado, guapetón. ¡Siempre el mismo jovenzuelo aguerrido!

Kasdan volvió a sonreír.

—Gracias, Arnaud. Has hecho un gran trabajo.

—Mi regalo de Navidad.

El armenio colgó. Un largo silencio. Kasdan vació su taza y rompió la pausa.

—Pasa un ángel…

—En Rusia se dice: «Nace un policía».

—Tienes razón —dijo el sexagenario. Luego dio una palmada—. Bueno. Iremos a ver a ese general. Estoy seguro de que Goetz tenía algo contra él y sus colegas. Con su declaración se habría organizado la de Dios es Cristo en nuestro viejo y querido ejército…

—Le recuerdo que, según el testimonio de Hansen, Goetz apareció junto a los alemanes en un rincón perdido de Chile, no lo vio junto a los expertos franceses. No existe vínculo alguno entre Goetz y ese rollo de los coroneles.

—Y yo te recuerdo que la policía tenía bajo escucha a nuestro organista. Y que parece ser que la DST anda muy interesada en los asesinatos. Hay una lógica en todo este follón. Nos toca desenredar la madeja.

Volokine se sirvió otro café. Kasdan se dio cuenta de que iba limpio, peinado y afeitado.

—¿Dónde has dormido? —preguntó.

—No he dormido.

—¿Y la ducha?

—Baños-duchas que conozco.

Al ver la expresión del armenio, Volokine sonrió.

—Los yonquis tenemos alma de vagabundo.

El teléfono fijo sonó. Kasdan conectó el altavoz. Ya no tenía secretos para su colega. Era Puyferrat, de Identidad Judicial.

—Es tu semana de suerte. Tengo más resultados.

—¿Qué?

—Las huellas del calzado. Los de Fort Rosny por fin han acabado los análisis. Les ha llevado tiempo. La razón es que los resultados son más bien… sorprendentes.

—¿No son huellas de zapatillas?

—No. ¡Nada que ver! Caí en la trampa por el dibujo de las suelas. En realidad, había que invertir la lectura de la huella. Lo que yo había tomado por marcas en bajorrelieve eran en realidad en relieve. Marcas de tacos y…

—Joder, desembucha. ¿Son las huellas de qué?

—Zapatos alemanes. Muy antiguos. Unos zapatos de la Segunda Guerra Mundial.

—No me lo puedo creer.

—Espera y verás. El tío de Fort Rosny es un apasionado de los zapatos. Y también de la historia. Te ahorro todo lo que me ha explicado sobre la posibilidad de conocer el desarrollo de las batallas por medio del calzado que llevaban los…

—Sí, sí, al grano.

—Vale. Según este hombre, esos zapatones son muy específicos. Fueron fabricados durante la guerra en la región de Ebersberg, en Alta Baviera, y estaban destinados solo a los niños. Niños especiales.

—¿Es decir?

—Es el calzado de los Lebensborn. Unos acaballaderos humanos de las SS donde engendraban pequeños arios para hacer realidad su sueño demente de crear una raza pura.

—Eso no tiene sentido —murmuró el armenio.

—El técnico del Fort es categórico. Comparó nuestras huellas con sus propios modelos. Me enviará fotos.

—Te llamo. Tengo que digerir el golpe.

—Oye, Duduk, olvídalo. ¡Vete a comer ostras con tu familia!

—Vale, sí. Feliz Navidad. Y gracias.

Colgó. Los dos investigadores lo habían comprendido: su investigación era un huracán y ellos estaban en el ojo. No podrían parar hasta llegar al final. Y, sobre todo, no debían racionalizar los datos cada vez más demenciales que recibían.

Kasdan marcó un número, siempre en manos libres.

—¿A quién llama?

—A Vernoux.

—Vernoux ya no está invitado a la fiesta.

—Quiero verificar algo.

La voz del capitán resonó en la cocina al cabo de seis tonos. No pareció muy contento de escuchar la del armenio. El hombre había pasado página. Estaba con los preparativos de la cena de Nochebuena y comprando regalos para sus hijos.

Kasdan volvió a ponerle los pies en el suelo.

—Necesito que me informes sobre las investigaciones de proximidad. Goetz. Naseer. Olivier.

—Le pasé todo a la Criminal.

—Seguro que guardaste una copia en tu despacho.

—No estoy en el despacho. Y no trabajo hasta el 3 de enero.

—Escúchame. Entiendo que hayas decidido desentenderte de esta historia. También que estés asqueado. Pero hay dos polis que siguen metidos en esto. Volokine y yo. Podrías echarnos una mano por última vez, ¿no?

—¿Qué es lo que busca exactamente?

—Tenemos la prueba casi irrefutable de que se trata de niños. Niños-asesinos, con edades entre diez y trece años. Ha habido tres asesinatos en cuatro días. A horas distintas, en barrios diferentes, en pleno París. Es imposible que nadie haya visto nada. Seguramente existe un testigo, incluso indirecto, que podría darnos un detalle, un indicio, que revele la presencia de críos en la escena del crimen.

Silencio al otro lado de la línea. Kasdan imaginó al capitán de cejas gruesas con los brazos cargados de juguetes mientras el armenio le hablaba de chavales capaces de matar y mutilar fríamente a adultos.

—Creo que vi algo —dijo por fin el policía—. Un detalle absurdo. Unas líneas a las que no presté mucha atención pero… —Se detuvo. Su respiración resonaba en el altavoz—. Voy a ponerme en contacto con la oficina. Lo llamo enseguida.

Kasdan colgó. Volokine miraba el cuenco de los cruasanes. Vacío. El armenio se levantó. Abrió un armario. Cogió una bolsa de galletitas armenias. La colocó delante del ruso. El sabueso loco metió la mano en la bolsa y se atiborró sin decir palabra pero desparramando muchas migas.

Sonó el teléfono. Kasdan respondió antes de que acabara el primer timbre.

—Sabía que había leído algo —dijo Vernoux—. Anoche, en el contexto del interrogatorio a los vecinos de Saint-Augustin, el sexto de mi equipo me habló de un testimonio delirante. Un anciano. Un tipo muy, muy viejo… Por lo menos noventa años. Vive a la altura del barrio de Monceau, a quinientos metros de la iglesia de Saint-Augustin.

—¿Qué vio?

—Según el informe, estaba preparando la cena y tenía abierta la ventana que daba a la calle. Eran las cuatro de la tarde, ¿ve por dónde voy?

—Sigue.

—Según él, vio a unos niños que iban a una fiesta de disfraces.

—¿A qué se refería?

—Llevaban trajes bávaros. Pantalones cortos de piel, zapatones, sombrerito de fieltro verde. El viejo reconoció los trajes porque durante la última guerra estuvo tres años en una granja de Baviera. —Vernoux se echó a reír—. ¡
Blancanieves
y
los
siete
enanitos
se ha convertido en «Blancanieves y los siete alemanitos»!

Kasdan no se reía.

—¿Dijo cuántos eran?

—Tres o cuatro. No estaba seguro. Para mí que el tío chocheaba.

—¿En qué se marcharon?

—En un todoterreno negro.

—Gracias, Vernoux. ¿Puedes mandarme el atestado por e-mail?

—Les diré a mis muchachos que se lo envíen. Pero ya sabe que a mediodía todo el mundo cierra.

—Lo sé. Feliz Navidad.

—Suerte.

Kasdan apretó el botón de colgar. Los dos hombres se miraron. No necesitaban hablar para ver la misma escena. Niños con sombrero verde, pantalones cortos, zapatos alemanes, caminaban por París como criaturas sobrenaturales. Niños que utilizaban de alguna manera la madera de la Corona de Cristo.

No, no necesitaban hablar para saber a qué única conclusión habían llegado.

Se enfrentaban a ángeles expiatorios.

Y esos ángeles eran nazis.

40

No son buenos recuerdos.

El general Pierre Condeau-Marie estaba de pie con las manos a la espalda, frente a la ventana de su despacho, en la noble posición del estratega antes de la batalla. La nobleza terminaba ahí. El general era un hombrecillo regordete y calvo. Su única característica particular era su extrema palidez. El sexagenario, de rostro exangüe, parecía a punto de desmayarse.

Cuando los dos colegas llamaron al portal del chalet de Marnes-la-Coquette, se dijeron que no sacarían nada de la entrevista: era domingo y el general recibía a su familia. A través de los cristales vieron a varios niños subidos a unas sillas, decorando el árbol de Navidad, mientras una mujer, sin duda la madre de los chavales, hija o nuera del oficial, colocaba ramas de muérdago por el salón. No podían haber elegido peor momento.

Sin embargo, el mayordomo, un fornido filipino vestido con camiseta y tejanos, los había hecho pasar a una habitación y luego había subido a avisar al «siñor».

Unos minutos más tarde, el general los recibía. Pantalón de lino, jersey con cuello de pico azul marino sobre polo blanco, zapatos náuticos Dockside. Más que para una batalla de infantería, parecía preparado para la Copa América.

Muy sereno, con las manos en los bolsillos, se había limitado a advertir:

—Les concedo diez minutos.

Kasdan se había lanzado a presentar la investigación, olvidándose de precisar su verdadero estatus en el caso. Al final de la exposición, Condeau-Marie había examinado a sus interlocutores con una sonrisa.

—Durante la guerra de Argelia, recuerdo a dos
harkis
que los tipos del FLN hicieron prisioneros. Los desnudaron, los torturaron y los liberaron. A continuación, unos militares franceses los tomaron por rebeldes y los arrestaron. Más tarde, otros soldados los reconocieron, en la prisión, y creyeron que eran desertores. En el momento del juicio, ya no parecían nada: ni argelinos, ni franceses, ni militares, ni civiles, ni héroes ni desertores. —Su sonrisa se acentuó, iluminando su rostro de cerámica blanca—. Ustedes me recuerdan a esos tipos.

—Gracias por el cumplido.

—Pasemos a mi despacho.

Habían subido un piso: anchos escalones de madera, armas colgadas en la pared. Luego habían entrado en una gran habitación con el techo en pendiente y surcado por vigas negras. Condeau-Marie se había colocado delante de la ventana; no esperaba más preguntas. Sabía lo que le quedaba por hacer. Confesar. Sin duda, hacía tiempo que esperaba a dos descamisados como esos. Dos emisarios del juicio final. Ahora aceptaba cumplir con su deber. Una especie de expiación navideña.

—No son buenos recuerdos —repitió.

Luego embistió, sin titubear.

—En el fondo, en aquella época todo el mundo temía la invasión comunista. Los fanfarrones estadounidenses que caminaban sobre la luna eran preferibles a los soviéticos que amenazaban con nacionalizar todo el planeta. Por eso cuando tuvo lugar el golpe de Estado en Chile todo el mundo se calló. Sin embargo, era vergonzoso. Los estadounidenses habían asfixiado al país, habían financiado a la basura de la extrema derecha, habían saboteado el régimen de Allende de todas las formas posibles. Así murió un régimen elegido democráticamente y representado por hombres de gran valor.

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