El orígen del mal (33 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—¿El Ogro?

—Sí, en alemán:
Der Oger.
Un Barba Azul omnisciente, omnipresente…

El armenio pensó en Volokine. Una vez más el chaval había acertado.

—¿No tiene otras fotos?

—No. Nadie pudo entrar en el seno de la Colonia. Nunca. Me refiero a los que no pertenecían a la secta. Había un sector público: el hospital, las escuelas, el conservatorio, el establecimiento agrícola. El resto era territorio prohibido. Guardias. Perros. Cámaras. Hartmann tenía los medios para pagar el mejor material en cuestiones de seguridad.

—¿Qué pasó luego?

—Cuando las denuncias se acumularon, Hartmann desapareció nuevamente, con su «familia». Montaron una red de sociedades anónimas para recuperar su dinero y librarse del desmantelamiento. A continuación, huyeron.

—¿Adónde fueron?

—Nadie lo sabe. Se ignora incluso si por entonces el alemán seguía vivo. Llamé a varios periodistas de
La Nación
, un periódico importante de Santiago. Se contaron muchas cosas. Se dijo que Hartmann había abandonado la Colonia hacía mucho tiempo, que la dirigía a distancia. O que había huido al Caribe a finales de los años ochenta. Se dice también que nunca la abandonó, que vivía en los subterráneos en el mismo lugar en el que los presos chilenos habían sido torturados. Es imposible saber la verdad. Ni siquiera llegar a saber si existe una verdad…

—¿Cree que Hans-Werner Hartmann ha muerto?

—Sin duda. Hoy tendría más de noventa años. Aunque en el fondo eso no tiene demasiada importancia. Hizo escuela. Creo que incluso tiene un hijo, y seguramente tomó el relevo…

Kasdan se decidió a lanzar su bomba.

—Y si yo le dijera que en la actualidad unos niños de la Colonia están actuando en pleno París, ¿qué me diría?

El investigador apagó el proyector. De golpe, la habitación se sumergió en la oscuridad.

—No me sorprendería —dijo al tiempo que sacaba el carro del proyector—. Cuando uno da una patada a un hormiguero, las hormigas sobreviven. Encuentran refugio en otro sitio. Excavan nuevas galerías. Forman un nuevo hogar. Quizá la camarilla de Hartmann se instaló en otro país de América del Sur. O incluso en Europa. Nada ha acabado. Todo continúa.

Bokobza descorrió las cortinas. La escasa luz del exterior invadió la habitación.

—¿Podría llevarme algunos documentos en papel? ¿Un retrato de Hartmann? ¿Testimonios?

—No hay ningún inconveniente. Tengo toneladas de material.

El investigador hizo un ademán hacia los cajones que tapizaban la habitación:

—Estos archivos rebosan de ejemplos de reapariciones del Mal. Los neonazis están por todas partes. El nazismo engendra crías y nunca cesará de engendrarlas. Aquí solo intentamos practicar una ética antigua.

Kasdan miró los cajones. De repente tenía la impresión de estar rodeado de viveros que albergaban monstruos abyectos. O incluso tarros llenos de virus, de microbios muy agresivos. Bokobza era un centinela al acecho del Mal, vigilando los focos de infección.

—¿Qué hace usted para vivir… aquí dentro?

—Soy un ser humano y vivo entre seres humanos. Así de simple.

—No le entiendo.

Bokobza se dio la vuelta y sonrió, fatigado.

—En otra sala podría mostrarle una película edificante en la que se ve a unos israelíes machacando a pedradas los miembros de un adolescente palestino. El odio es el don mejor repartido.

—Sigo sin comprenderle.

El investigador cruzó los brazos. Su sonrisa seguía allí, como suspendida en el aire. Parecía una gota helada en la punta de una estalactita. Mientras esa gota se mantuviera así, en equilibrio, cualquiera habría creído que era una sonrisa viva, feliz, resplandeciente. Pero cuando la gota se separaba y se estrellaba contra el suelo, revelaba su verdadera naturaleza: era una lágrima.

—Lo triste —concluyó Bokobza— no es solo que el nazismo haya existido, que haya contaminado a un pueblo entero y provocado la muerte de millones de personas. Ni que esa monstruosidad persista aún hoy por todas partes en nuestro planeta. Lo más triste, en verdad, es que haya tanto odio en el fondo de cada uno de nosotros. Sin excepción.

44

Las cinco de la tarde y Volokine seguía en el cibercafé.

El abogado no había sido un problema.

Había dado con él en treinta minutos.

Primero había entrado en las páginas dedicadas a la defensa de los derechos humanos y luego se había centrado en los desaparecidos de las dictaduras militares latinoamericanas. Había hecho una lista de los magistrados y abogados franceses implicados en los expedientes basados en denuncias contra el régimen chileno. A continuación, se había puesto en contacto con France-Telecom, haciendo valer su condición de policía y dando el número de su placa con voz firme. Entonces había llamado a cada picapleitos a su domicilio, pues era domingo, o al móvil, en plenas compras de Navidad.

A la octava llamada se había topado con Geneviève Harova, del colegio de abogados de París. Especializada en casos de crímenes contra la humanidad, trabajaba en particular para el Tribunal Penal Internacional en los expedientes de la antigua Yugoslavia y de Ruanda.

—Sí, Wilhelm Goetz me llamó —había admitido la doctora Harova, advirtiéndole además de que estaba en la peluquería.

—¿Cuándo?

—Hará unos diez días, más o menos.

—¿Le dijo qué intenciones tenía?

—Un testimonio espontáneo contra personas vinculadas con los casos de desaparecidos, secuestros y tortura en Chile.

La mujer hablaba en un tono condescendiente en el que se aunaban la impaciencia y el desdén. De fondo se oían los ruidos característicos de un salón de peluquería. Tijeras. Secadores. Cuchicheos.

—¿Por qué la llamó precisamente a usted?

—Estoy trabajando en varios expedientes de ese tipo concernientes a la desaparición de residentes franceses durante los años 1973-1978.

—¿Cuáles son los nombres de los acusados?

—El general Pinochet es nuestro principal objetivo. Era, pues acaba de morir. Hay otros. Autoridades del cuerpo de infantería de Santiago. Jefes de la DINA.

—¿Puede darme sus nombres?

—Son una treintena.

Volokine le había dado su e-mail a la abogada y le había pedido que le enviara esa lista antes de que empezara a celebrar la Nochebuena.

—¿Qué más le dijo?

—Poca cosa. Debíamos encontrarnos para hablar. No sabía si podía fiarme de su historia. Ya sabe, reunimos muchos testimonios de víctimas. Hombres, mujeres que fueron detenidos sin razón, que fueron torturados. Pero es muy raro conseguir el testimonio de un torturador. Goetz se presentaba como un verdugo arrepentido. Por lo tanto su testimonio o tenía una importancia primordial o era un farol.

—Cuando llamó, ¿no le dijo nada sobre las maldades en las que participó?

—Ni una palabra. Solo me dijo algo muy raro.

—¿Qué?

—«Los crímenes continúan.» Hablaba como si poseyera información sobre delitos actuales.

—¿Al final se encontró con él?

—No. Teníamos cita anteayer. No se presentó. Eso confirmó mis sospechas. Un mitómano. Escuche, ahora mismo no tengo demasiado tiempo… —Soltó una risita, afligida y al mismo tiempo altiva— estoy con el tinte, ¿comprende?

Volokine no pudo evitar ponerla en su lugar.

—Wilhelm Goetz ha sido asesinado. Y puedo garantizarle una cosa: no era un farol.

—¿Asesinado? ¿Cuándo?

—Hace cuatro días. En una iglesia. No puedo decirle nada más.

—Qué barbaridad. Los periódicos no han…

—Trabajamos con la mayor discreción. Volveré a llamarla cuando tengamos algo más concreto. Y no se olvide: el e-mail antes de la noche.

Volokine había colgado. «Los crímenes continúan.» Era lo menos que podía decirse. Salvo que Goetz no hablaba de esos tres asesinatos. Aludía a otros hechos. ¿Cuáles? ¿Sobre qué víctimas? ¿Quería testificar contra el Ogro en persona? ¿Por qué había decidido de repente sacar todo a la luz y denunciarlo?

El policía había dejado aparcadas esas preguntas y había orientado la investigación hacia una de sus propias hipótesis. Los niños desaparecidos. Había decidido alternar su trabajo: una serie de llamadas para Kasdan, otra para él. Las dos vías de investigación no eran contradictorias porque todo era verdad.

Se había vuelto a poner en contacto con la parroquia de Saint-Augustin para verificar si el padre Olivier había estado implicado personalmente en alguna o en varias desapariciones de niños. Se topó con un cura reticente y que tenía prisa.

—A usted no lo conozco —había respondido.

—Cada grupo de investigación se compone de seis miembros y…

—Solo hablaré con el capitán Marchelier. Además, no tengo tiempo y…

—Le diré qué haremos, padre. —Volokine cambió de tono—. O responde a mis preguntas, ya mismo, sin discutir, o llamo a mis amigos de los medios de comunicación.

—¿Sus amigos de…?

—Fui quien les informó sobre los vicios del padre Olivier, nacido Alain Manoury.

—Pero…

—Podría echar más leña al fuego. Contarles, por ejemplo, los chanchullos de la diócesis para conseguir que los padres retiraran sus denuncias.

—Las cosas no son…

—¡Responda a mis preguntas! Yo dirigía la investigación entonces. Y le garantizo que cogí un buen cabreo cuando se me escapó de las manos en los dos casos. De modo que repito la pregunta: ¿hubo, sí o no, desapariciones en el seno de su coro durante los años en los que oficiaba el padre Olivier?

—Sí, una.

Escalofrío desde las manos hasta los hombros.

—El nombre. La fecha.

—Charles Bellon. En abril de 1995. La investigación concluyó que se trataba de una fuga y…

—Deletréeme el nombre.

El sacerdote obedeció. Volokine había salido del cibercafé para alejarse del griterío de los críos delante del ordenador y del estrépito de los videojuegos. La avenida de Versailles no era mucho menos ruidosa.

—¿Olivier fue interrogado?

—Por supuesto. Pero en aquel entonces todavía no había tenido los problemas… En fin, ya sabe a qué…

Volo, con el móvil encajado entre la oreja y el hombro, escribía en su libreta. Cuatro desapariciones. Tres para Goetz. Una para Olivier. «Reclamos de voces humanas.»

—¿Quién estaba al frente de la investigación?

—No lo recuerdo.

—Piense.

—Fui a firmar mi declaración. Las oficinas estaban en la rue de Courcelles.

La primera DPJ, responsable del distrito 8. Volokine no conseguiría nada más del cura. Había colgado. Gusto amargo en la garganta. Cinco años después de la desaparición, él mismo había investigado a Alain Manoury y nunca había oído hablar de ese caso. Los servicios de la policía solo intercambiaban información en las películas.

La primera DPJ. Una idea, en caliente.

Había llamado a Éric Vernoux, que trabajaba allí.

—No quiero oír hablar más de ese asunto.

—Han asesinado a unos hombres. Han secuestrado a unos críos. Si no quieres acabar con todo eso, más vale que cambies de curro.

—¿Qué quieres?

Volokine se lo había dicho. Quería el expediente completo de la investigación del caso Bellon. Vernoux no recordaba ese caso. En aquella época todavía no pertenecía al cuerpo y nadie le había hablado nunca de él.

—¿Debo suponer que es para ahora?

—Para ayer.

—¿Cómo te lo hago llegar?

—Por e-mail.

—En 1995 las actas no estaban digitalizadas.

—Mandas un fax a tu ordenador con las páginas principales del expediente. Creas un documento y me lo envías,
capito?

—¿Tenéis una pista?

—No olvides enviarme una foto del chaval.

Había colgado; el sudor le corría por el cuello. La emoción de la investigación tenía sus ventajas. Su cuerpo transpiraba, su nariz goteaba y su mente permanecía intacta. Desde la mañana, la idea de un chute ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Tenía que seguir resistiendo…

Cinco de la tarde.

Oscurecía.

Cogió un pitillo. Respiró profundamente el aire ácido del final de la tarde, luego encendió el cilindrín e inhaló hasta el fondo el aroma del Craven. Sentía que sus pulmones ardían y que sus extremidades estaban entumecidas. Sensaciones positivas. Castigo merecido.

Sin noticias de Kasdan. Mejor. Quería seguir avanzando. En su rincón y a su manera. Por un instante pensó en llamar a los padres del pequeño Bellon, pero no tenía valor para sacar a relucir esos acontecimientos trágicos en Nochebuena. Imposible.

Tiró el cigarrillo a medio consumir y regresó a su refugio para revisar el buzón del correo electrónico. Vernoux había movido el culo. El e-mail ya estaba allí. Volokine leyó el expediente. Nada importante. Enseguida habían dado el caso por cerrado. El ruso se revolvió por dentro al comprobar con qué indiferencia se habían diluido esos niños en el aire.

Abrió el PDF. El retrato del muchachito. Sin mirarlo siquiera, lo envió a imprimir. Fue a buscar la hoja a la impresora del cibercafé, se la puso delante, sobre el teclado del ordenador, junto a los otros tres chicos que se habían volatilizado; esa misma mañana había buscado el expediente y el retrato de Nicolas Jacquet.

Nicolas Jacquet.

Desaparecido en marzo de 1990. Trece años. Saint-Eustache, Saint-Germain-en-Laye.

Charles Bellon.

Desaparecido en mayo de 1995. Doce años. Saint-Augustin, París, distrito 8.

Tanguy Viesel.

Desaparecido en octubre de 2004. Once años. Notre-Dame-du-Rosaire, París, distrito 14.

Hugo Monestier.

Desaparecido en febrero de 2005. Doce años. Iglesia Saint-Thomas-d’Aquin, París, distrito 7.

¿Cuántos serían en total? Contuvo el aliento y observó con calma cada uno de los rostros. Los cuatro chavales no se parecían. El móvil del ladrón de niños era otro. El móvil —Volokine estaba seguro— estaba en su interior.

Era la voz de los niños.

Los timbres con los que el Ogro, de una manera u otra, se nutría…

Volokine imaginó un instrumento humano, un órgano en el que cada tubo fuera una delicada y preciosa garganta infantil. ¿Para tocar qué obra? ¿Para conseguir qué objetivo? Su visión se convirtió en pesadilla. Vio críos apaleados, torturados, cuyos alaridos constituían el registro de un instrumento maléfico…

El ruso sentía que la angustia brotaba en su interior. Pensar en esos chavales perdidos le revolvía el estómago. Ya no creía en un móvil relacionado con la pederastia. Ni en una perversidad que habría incluido la voz de los niños. No. Era otra cosa. Una obra. Un experimento. Un proyecto que implicaba la utilización de voces inocentes. Y sufrimiento. Mucho sufrimiento…

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