El pacto de la corona (3 page)

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Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
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Stevvin había mantenido un objetivo por encima de todos los demás: hacer que no se interrumpiera la producción y el envío de tridenita. Dado que Shad nunca había desarrollado el vuelo espacial, eran naves de carga extranjeras las que debían encargarse de transportar el mineral a los otros mundos. Mientras las fuerzas leales al rey pudiesen guardar las estaciones de embarque contra la artillería Mohd, la tridenita podría ser transportada y el principal designio de los klingon continuaría sin ser alcanzado. Hasta el momento, el rey había ganado esa batalla, aunque quizá a costa de perder la totalidad de la guerra.

Y en aquel momento, los batallones Mohd estaban marchando hacia la capital. Los embarques cesarían dentro de muy poco. La dinastía sería aniquilada; el rey y su familia estarían entre los primeros asesinados cuando las tropas enemigas llegasen a la ciudad. Kirk tenía por delante una última tarea antes de poder ordenar la retirada de sus propios hombres: convencer a Stevvin de que le permitiese a la Flota Estelar ayudarlo a escapar al exilio.

Justo en el exterior de las murallas del palacio, el joven oficial de la oficina de Kirk le dio alcance con una comunicación escrita a mano apretada en un puño. Tenía el rostro encendido; había corrido durante todo el camino.

—Señor, esto llegó justamente después de que usted se marchara.

Kirk cogió el papel y se preparó para echarle una rápida mirada a otro informe negativo del campo de batalla. Se detuvo en seco al ver que era un mensaje del consejo de la Federación.

—¿Por qué no me llamó por el intercomunicador, alférez?

—No quería arriesgarme a que lo captasen los escuchas Mohd, señor. Llegó codificado.

El alférez permaneció en posición de descanso mientras su superior leía lo escrito en el papel. La Federación había revisado el último informe de Kirk y cambiado su decisión: un destacamento de apoyo militar adicional estaba ya de camino.

—Había perdido toda la fe —confesó Stevvin.

—Han decidido que Shad merece que se luche por él, señor. Si esta nueva ayuda es suficiente como para invertir la situación, y yo creo que lo será, nosotros deseamos que esté usted a salvo hasta que todo se solucione —declaró Kirk.

—Pero no en Shad —dijo Stevvin, con una media sonrisa.

—Sólo será una situación temporal. Una cuestión de meses como mucho. Lo traeremos de vuelta aquí en cuanto podamos garantizar su seguridad.

El rey cerró los ojos.

—¿Y qué me dice de la seguridad de nuestros soldados, de la de sus esposas e hijos? ¿Cómo puede garantizarse eso? Ellos no pueden marchar al exilio.

—Señor, usted no es sólo un soldado más.

—No… supongo que no.

La voz de Kirk adquirió un tono de impaciencia.

—Usted es el gobernante dinástico de Shad. Usted es el líder religioso de su pueblo, el punto de unión de todos sus integrantes. Sin usted, no hay Shad.

—No olvidemos que tampoco ha habido mucho Shad conmigo.

—En ese caso, piense en su esposa y su hija, en la seguridad de ellas. Su hija es la futura reina de Shad.

El rey cedió finalmente. La lanzadera llegó a tiempo y Kirk ocupó el asiento del piloto. Dado que Shad carecía de máquinas volantes tripuladas, las armas del planeta no incluían ninguna clase de ingenio antiaéreo. Los artilleros Mohd hicieron todo lo posible para derribar la lanzadera con sus misiles de largo alcance cuando detectaron que intentaba llegar a la órbita del planeta.

Las lanzaderas no estaban diseñadas para realizar rápidas maniobras de evasión, y ésta gemía protestas mientras Kirk la forzaba a seguir un recorrido en espiral hacia el espacio; pero si bien aquellas pequeñas naves no eran ágiles, sí eran resistentes, y Kirk estaba seguro de que se mantendría de una sola pieza y haría lo que se le pedía. Kirk subió hasta más allá del alcance de los misiles y llevó al rey, su joven esposa, su hija de cinco años, llamada Kailyn, y cuatro servidores hasta dentro del radio de alcance del rayo transportador del
Normandía
, que aguardaba muy lejos de la zona orbital de combate, en torno a Shad. El destructor les proporcionaría una nueva casa durante el tiempo justo que las tropas leales al rey necesitasen para hacer retroceder a la Alianza Mohd y contenerla…

Habían pasado dieciocho años desde que Kirk se despidiera del rey y de su familia, desde que los viera desaparecer en el chisporroteo del transportador del
Normandía
. Sin embargo, la batalla en Shad continuaba, y ninguno de los dos bandos era capaz de imprimir el último empujón que lo condujese a la victoria.

El Tratado de Paz Organiano había impedido una intervención en masa de cualquiera de ambos lados. Si lo intentaban, los seres de energía pura de aquel enigmático mundo guardián desarmarían de forma definitiva a ambas fuerzas de combate, sin importar dónde o contra quién estuviesen luchando. Ni la Federación ni el imperio querían arriesgarse a una total inmovilización galáctica, así que tenían que contentarse sólo con suministrarles armas y desear lo mejor. Como un par de guerreros exhaustos, los enemigos luchaban con golpes cada vez más fatigados.

Pero, por fin, la corriente había cambiado, mucho después de lo que Kirk esperaba.

—La coalición leal al rey —dijo el almirante Harrington está a punto de quebrarle el cuello a la Alianza Mohd.

McCoy profirió un bufido.

—¿Después de todo este tiempo? ¿Qué es lo que puede quedarles para luchar?

—Más de lo que usted podría imaginarse —respondió Harrington, exhalando un par de anillos de humo—. No olvide que lo que ocurrió allí no tiene nada que ver con un holocausto nuclear. Fue una guerra muy convencional, casi primitiva. Ni nosotros ni los klingon queríamos destruir el planeta del que esperábamos apoderarnos.

—¡Qué civilizado por parte de ambos! —exclamó McCoy, con el entrecejo fruncido.

—El caso es, caballeros, que la coalición está también a punto de destruirse a sí misma con sus altercados internos.

Kirk meneó tristemente la cabeza.

—Ni siquiera han ganado, y ya están intentando repartirse los despojos.

—Eso es aproximadamente lo que ocurre, capitán. La única esperanza de restaurar algo que se parezca a la unidad, según nuestra opinión, es la de devolver al planeta el único símbolo al que todas nuestras fracciones leales le deben fidelidad.

Spock alzó una ceja.

—¿La familia real?

—Precisamente, oficial.

—Todavía están vivos —dijo Kirk, casi para sí mismo.

—El rey y su hija sí lo están. La esposa murió hace algunos años, no mucho después de que comenzase la etapa de su exilio. No es un planeta bonito ese al que se marcharon.

Kirk cerró durante un momento los ojos para evocar un recuerdo íntimo de la sonrisa fácil y cálida de la señora Meya. El rey y su hija habían vivido para regresar al planeta de origen, mientras que ella no lo había conseguido.

—Nuestros agentes se han puesto en contacto con el rey —continuó Harrington—. Puede que sea muy viejo, pero está ansioso por regresar. El cree, al igual que nosotros, que la presencia de la familia real mantendrá unidos a los partidarios del gobierno, les permitirá vencer de una vez y para siempre a la Alianza Mohd y hacer que los klingon se retiren con el rabo entre las piernas. En realidad, caballeros, es bastante simple. Si aseguramos Shad, aseguramos el Cuadrante. Si perdemos Shad, ya saben cuáles serán las consecuencias.

—Almirante —dijo Spock—, la
Enterprise
estaba destinada a otro sector. Los registros de la Flota Estelar indican que hay otras tres naves patrullando por las proximidades sin ninguna tarea urgente que llevar a cabo. ¿Por qué se nos ha designado a nosotros para esta misión?

Kirk sonrió interiormente; Spock estaba aplicando la misma precisión de razonamiento con Harrington, que aplicaba con su propio capitán.

El almirante juntó las manos a la espalda y se encaró con ellos, masticando la boquilla de la pipa durante un momento.

—Porque el rey Stevvin confía en un solo hombre de toda la Flota Estelar para que lo lleve sano y salvo de vuelta a Shad: el capitán James Kirk. Por lo tanto, caballeros, la misión les pertenece a ustedes.

3

DIARIO PERSONAL: FECHA ESTELAR 7815.3

Hemos llegado y entrado en órbita alrededor de Orand, y me resulta difícil creer que voy a ver al rey Stevvin después de todos los años que han pasado.

Por otra parte, me siento como un estudiante que se hubiese graduado hace mucho tiempo y regresara para visitar a su profesor preferido; eso hace que me sienta feliz.

Sin embargo, también me siento como un carcelero que va a poner en libertad a un prisionero, y eso me hace sentir culpable. Yo sé que el rey se hubiese quedado en Shad si la decisión hubiese dependido de él, ¿y quién puede decir que se habría equivocado? Después de todo el tiempo que ha pasado, soy incapaz de saberlo. Incluso si él no piensa que le han robado dieciocho años de su vida, yo sí lo creo; y fui yo quien lo convenció de que se marchase.

Estoy ansioso por ver la misión concluida con éxito, reponer al rey en el sitio al que tiene derecho. Spock diría que todo esto es ¡lógico, y quizá tendría razón… pero, a pesar de que sé que esos años no le podrán ser nunca devueltos, esta misión me proporciona la posibilidad de compensar a mi viejo amigo por al menos una parte de lo que le fue arrebatado. Al diablo con la política y la diplomacia; yo tengo que admitir que mis motivaciones son mucho más emotivas que racionales.

—No va a conseguirlo, Jim.

La expresión del rostro de McCoy hacía que las palabras resultasen innecesarias, pero él las dijo de todas formas, suavemente.

Kirk miró el suelo embaldosado, fresco y brillante de la casa en la que el rey Stevvin había pasado los últimos dieciocho años de su vida, esperando; y, en aquel momento, McCoy acababa de confirmar lo que Kirk había temido, que aquéllos fuesen realmente los últimos años de la vida de Stevvin: el rey iba a morir antes de poder ver a su planeta nuevamente unido.

—¿Puedo hablar con él? —preguntó Kirk.

—En este momento está durmiendo. Podrá hacerlo dentro de un rato. —McCoy se encogió de hombros; se sentía inútil—. ¿Quiere dar un paseo?

—Sí, Bones. Solo.

Spock y McCoy lo dejaron marchar sin decir una sola palabra.

Kirk se alejó lentamente de la casa blanca de piedra y estuco, por la tosca calle que servía como camino de entrada. Pero allí, en Orand, no había vehículos motorizados que rodasen por los senderos de grava y tierra, sino tan sólo carros tirados por los bueyes y caballos nativos.

Orand y sus habitantes eran hijastros de la naturaleza. El planeta orbitaba una estrella de una región apartada y no guardaba ningún tesoro bajo su corteza reseca. Dado que no estaba en posesión de riquezas ni de una base estratégica, no tenía ningún interés para los acaparadores y prospectores. Sin embargo, su escasa población de quizá unos cinco millones perseveraba y exprimía su sustento de cierto número de actividades: un poco de agricultura, minería, pequeñas industrias y algo de comercio.

En un sentido, Kirk sentía pena por los nativos de Orand, con su planeta condenado a no ser más que una manchita insignificante en los mapas estelares; pero era aquella naturaleza insignificante lo que lo convertía en el lugar perfecto para que la familia de Stevvin sobreviviera en el exilio. Porque, dado que Orand no sería nunca un planeta rico y poderoso, tampoco se convertiría en un campo de batalla, como había ocurrido con Shad. El rey estaba a salvo allí, y podría desaparecer en la monotonía que caracterizaba a aquel planeta arenoso y triste.

Al principio, los klingon mantuvieron un equipo completo de vigilancia sobre Orand; pero, a medida que la guerra continuaba más y más tiempo, dicho contingente mermó hasta sólo unos pocos agentes, y finalmente a un solo klingon y un par de informadores orandinos a sueldo que vigilaban la casa del rey y las idas y venidas de sus ocupantes. Los klingon habían llegado a creer que Stevvin no se marcharía nunca de Orand, y relajaron la vigilancia.

Finalmente tenían razón, pensó Kirk con una amargura dirigida contra sí mismo. ¿Le había hecho algún bien al rey, convenciéndolo para que abandonara Shad? ¿O le había arrebatado a un gobernante orgulloso su última oportunidad de luchar por aquello en lo que creía? Él no podía saber entonces cuál sería el giro que tomarían las cosas, pero eso no hacía que se sintiera mejor. Se enjugó unas gotas de sudor de la frente. Orand era cálido; eso era lo que significaba su nombre: «caliente como el infierno», traducido libremente. El sol estaba hundiéndose en el horizonte, y una brisa suave jugaba con los árboles achaparrados que parecían estar en cuclillas sobre las dunas; pero el aire era aún sofocante, y Kirk retrocedió hasta el santuario de la casa.

Los siglos de ferocidad del sol habían instruido bien a los arquitectos de Orand. La casa en la que se hallaba tenía más de cien años de antigüedad, pero su aspecto era exactamente igual que el de un edificio que hubiese sido construido el día anterior: exterior blanco, ventanas pequeñas y emplazadas muy en lo alto de las paredes, pisos de pizarra pulida que se hallaban a más de dos metros por debajo del nivel del suelo, y piscinas y fuentes que corrían constantemente en cada habitación.

McCoy se sentó en el borde de piedra de la fuente de la biblioteca y agitó la superficie del agua con los dedos. Se preguntó si los constructores habrían sido también psicólogos, porque el sonido y la sensación que producía el agua que caía en cascadas hacía que el lugar pareciese estar diez grados por debajo de su auténtica temperatura.

Spock se hallaba sentado en una tumbona y hojeaba un libro de historia shadiana. Ambos oyeron el cansado taconeo de unas botas, y Kirk entró, en aquel momento, procedente del vestíbulo.

—¿Se siente algo mejor? —preguntó McCoy.

Kirk se encogió de hombros.

—No. Simplemente acalorado… y cansado. Si uno sale a caminar, esta atmósfera fina lo afecta realmente.

—Usted debe de sentirse como en casa, Spock —comentó McCoy—. Este lugar es exactamente igual de incómodo que Vulcano.

—Yo lo encuentro bastante aceptable —replicó Spock, con tono apacible.

—Ya lo supongo. —McCoy condujo a Kirk hasta la fuente y lo hizo sentar sobre el borde—. Hunda la mano ahí. Dentro de un minuto se sentirá más fresco.

—¿Es ése un consejo médico sensato?

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