El Palacio de la Luna (20 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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Me quedé delante del cuadro más de una hora. Me alejé de él, me acerqué a él, poco a poco me lo aprendí de memoria. No estaba seguro de haber descubierto lo que Effing quería, pero cuando salí del museo tenía la sensación de que había descubierto algo, aunque no sabía qué. Estaba agotado, absolutamente privado de energía. Cuando cogí el metro y cerré los ojos otra vez, me costó un gran esfuerzo no dormirme.

Eran poco más de las tres cuando llegué a casa. Según la señora Hume, Effing estaba durmiendo la siesta. Puesto que el viejo nunca dormía a esa hora, interpreté que eso quería decir que no deseaba hablar conmigo. Me alegré. Yo tampoco estaba de humor para hablar con él. Tomé una taza de café en la cocina con la señora Hume, luego me puse el abrigo y volví a salir. Cogí el autobús para ir a Morning Heights. Había quedado con Kitty a las ocho y pensé que entretanto podía hacer algo de investigación en la biblioteca de Columbia. Resultó que la información sobre Blakelock era escasa: unos cuantos artículos aquí y allá, un par de catálogos viejos, poca cosa. No obstante, juntando los cabos sueltos, comprobé que Effing no me había mentido. Eso era lo que había ido a averiguar fundamentalmente. Había confundido algunos detalles y cronologías, pero todos los datos importantes eran ciertos. La vida de Blakelock había sido muy desdichada. Había sufrido mucho, se había vuelto loco, había sido abandonado. Antes de ser internado en el manicomio había pintado efectivamente billetes con su propia imagen; no eran billetes de mil dólares, como me había dicho Effing, sino de un millón, sumas inimaginables. Había viajado por el Oeste cuando era joven y había vivido entre los indios. Era increíblemente pequeño (no llegaba al metro cincuenta y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos) y había tenido ocho hijos. Todo eso era verdad. Me interesó especialmente enterarme de que algunas de sus primeras obras, de la década de 1870, estaban situadas en Central Park. Había pintado las chabolas que había allí cuando el parque aún era nuevo, y mientras miraba las reproducciones de estos lugares rurales en lo que en otro tiempo había sido Nueva York, no pude evitar pensar en lo mal que yo lo había pasado allí. También me enteré de que Blakelock había dedicado sus mejores años como artista a pintar escenas a la luz de la luna. Había docenas de cuadros parecidos al que yo había visto en el Museo Brooklyn: el mismo bosque, la misma luna, el mismo silencio. La luna siempre estaba llena y era siempre igual: un pequeño círculo perfectamente redondo, que brillaba con una palidísima luz blanca en medio del lienzo. Después de haber mirado cinco o seis, comenzaron gradualmente a separarse de su entorno y ya no pude verlas como lunas. Se convirtieron en agujeros en el lienzo, en aberturas blancas. El ojo de Blakelock, tal vez. Un circulo vacío suspendido en el espacio, que miraba cosas que ya no existían.

A la mañana siguiente, Effing parecía dispuesto a ponerse a trabajar. Sin mencionar a Blakelock ni el Museo Brooklyn, me dijo que fuera a Broadway y comprara un cuaderno y una pluma buena.

—Ha llegado la hora de la verdad —me dijo—. Empezamos a trabajar hoy.

Cuando volví, tomé asiento en el sofá como de costumbre, abrí el cuaderno por la primera página y esperé a que empezara. Supuse que entraría en materia dándome unos cuantos datos y cifras —su fecha de nacimiento, los nombres de sus padres, los colegios a los que había ido— y luego pasaría a cosas más importantes. Pero no fue así. Cuando empezó a hablar ya nos habíamos adentrado en medio de la historia.

—Ralph me dio la idea —dijo—, pero fue Moran quien me convenció de que lo hiciera. El viejo Thomas Moran, con su barba blanca y su sombrero de paja. Vivía en Long Island en aquellos tiempos y pintaba pequeñas acuarelas del estrecho. Dunas y hierbas, las olas y la luz, toda esa faramalla bucólica. Muchos pintores van allí ahora, pero él fue el primero, él inició todo eso. Por eso me puse Thomas cuando me cambié el nombre. En honor suyo. El Effing es otra historia, tardé algún tiempo en dar con ello. Puede que usted mismo pueda descubrirlo. Es un juego de palabras.

»Yo era joven entonces. Veinticinco o veintiséis años, soltero todavía. Tenía la casa de la calle Doce en Nueva York, pero pasaba la mayor parte del tiempo en Long Island. Me gustaba aquello, allí es donde pinté mis cuadros y soñé mis sueños. La casa ha desaparecido ya, pero ¿qué se podía esperar? De eso hace mucho tiempo, y las cosas evolucionan, como se suele decir. El progreso. Los bungalows y los chalets lo han invadido todo. Todos los imbéciles tienen coche propio. Aleluya.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Lo sigue siendo, que yo sepa. ¿Está usted escribiéndolo todo? Sólo voy a decir las cosas una vez y si usted no toma nota, se perderán para siempre. Recuérdelo, muchacho. Si no hace usted bien su trabajo, le mataré. Le estrangularé con mis propias manos.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Casualmente, allí fue donde Tesla construyó su Torre Wardenclyffe. Estoy hablando de 1901, 1902, el Sistema de Radio Mundial. Probablemente usted nunca ha oído hablar de eso. J. P. Morgan era el promotor financiero y Stanford White hizo los planos arquitectónicos. Ayer hablamos de él. Le pegaron un tiro en la terraza del Madison Square Garden y el proyecto se hundió después de eso. Pero los restos permanecieron allí quince o dieciséis años más, una torre de sesenta metros de altura, se la veía desde todas partes. Gigantesca. Como un centinela robot que se elevaba por encima de la tierra. Yo la llamaba la Torre de Babel: emisiones de radio en todos los idiomas, todo el maldito mundo parloteando, justo en el pueblo donde yo vivía. Finalmente la demolieron durante la Primera Guerra Mundial. Decían que los alemanes la usaban como estación espía, así que la derribaron. Yo ya no estaba allí, no me importó. Tampoco habría llorado por eso aunque hubiera estado allí. Que todo se derrumbe, es lo que yo digo. Que todo se derrumbe y desaparezca de una vez por todas.

»La primera vez que vi a Tesla fue en 1893. Yo no era más que un muchacho entonces, pero recuerdo bien la fecha. Fue cuando la Exposición Colombina de Chicago, mi padre me llevó allí en tren, era la primera vez que viajaba. La idea era celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América. Sacar todos los inventos e ingenios y enseñar a todo el mundo lo listos que eran nuestros científicos. Veinticinco millones de personas fueron a ver la exposición, era como ir al circo. Expusieron la primera cremallera, la primera rueda Ferris, todas las maravillas de la nueva era. Tesla estaba a cargo de la exposición de Westinghouse, a la que llamaban El Huevo de Colón, y recuerdo que entré en el teatro y vi a un hombre alto, vestido con un esmoquin blanco, de pie en el escenario, hablándole al público con un acento extraño (resultó que era serbio) y la voz más lúgubre que se pueda oír. Realizó trucos mágicos con la electricidad, hizo girar pequeños huevos metálicos alrededor de la mesa, hizo saltar chispas de las yemas de sus dedos, y todo el mundo se quedó con la boca abierta, entre ellos yo, porque jamás hablamos visto nada igual. Eran los tiempos de las guerras de la CA y la CI entre Edison y Westinghouse y la exhibición de Tesla tenía cierto valor propagandístico. Tesla había descubierto la corriente alterna unos diez años antes —el campo magnético rotatorio— y esto suponía un gran avance respecto a la corriente directa que Edison había estado usando. Tenía mucha más potencia. La corriente directa necesitaba una estación generadora cada dos o tres kilómetros; con la corriente alterna, bastaba una sola estación para toda una ciudad. Cuando Tesla vino a Estados Unidos trató de venderle su idea a Edison, pero el gilipollas de Menlo Park le rechazó. Pensó que eso haría que su bombilla quedara obsoleta. Ya estamos otra vez con la maldita bombilla. Así que Tesla le vendió su corriente alterna a Westinghouse y comenzaron a construir la planta generadora de las cataratas del Niágara, la central eléctrica más grande del país. Edison pasó al ataque. La corriente alterna es demasiado peligrosa, aseguró, puede matar a una persona si se acerca a ella. Para demostrar su teoría, envió a sus hombres a hacer demostraciones prácticas en las ferias de los condados y los estados. Yo vi una cuando era un crío y me hice pis en los pantalones. Llevaban animales al escenario y los electrocutaban. Perros, cerdos, incluso vacas. Los mataban ante tus propios ojos. Así fue como se inventó la silla eléctrica. Edison la concibió para probar los peligros de la corriente alterna y luego se la vendió a la prisión de Sing Sing, donde todavía la usan. Maravilloso, ¿no? Si el mundo no fuese un lugar tan hermoso, podríamos convertirnos todos en cínicos.

»El Huevo de Colón puso fin a la controversia. A Tesla lo vio mucha gente y se perdió el miedo. El hombre era un lunático, desde luego, pero al menos no estaba metido en eso por dinero. Unos años después, Westinghouse tuvo problemas económicos y Tesla rompió en pedazos su contrato de derechos con él como gesto de amistad. Millones y millones de dólares. Simplemente lo rompió y se dedicó a otra cosa. Ni que decir tiene que murió en la ruina.

»Desde el día en que le vi, empecé a seguir las andanzas de Tesla por los periódicos. Hablaban de él constantemente en aquella época, informaban de sus nuevos inventos, citaban las cosas extravagantes que le decía a todo el que quisiera escucharle. Era un personaje curioso. Un demonio sin edad que vivía solo en el Hotel Waldorf, enfermizamente temeroso de los gérmenes, paralizado por toda clase de fobias, víctima de ataques de hipersensibilidad que casi lo volvían loco. El zumbido de una mosca en la habitación contigua le parecía una escuadrilla de aviones. Si pasaba por debajo de un puente, notaba que la estructura le oprimía el cráneo como si estuviera a punto de aplastarle. Tenía su laboratorio en el bajo Manhattan, en West Broadway, creo que era, West Broadway esquina Grand. Dios sabe qué no inventaría allí. Tubos de radio, torpedos de control remoto, un plan de electricidad sin cables. Eso es, sin cables. Plantabas una varilla metálica en la tierra y absorbías la energía directamente hacia el aire. Una vez afirmó que había construido un aparato de ondas sonoras que concentraba las pulsaciones de la tierra en un punto muy pequeño. Apretó este punto contra la pared de un edificio de Broadway y al cabo de cinco minutos toda la estructura empezó a temblar y se habría venido abajo si él no hubiera parado. Me encantaba leer esas cosas cuando era joven, tenía la cabeza llena. La gente barajaba toda clase de conjeturas respecto a Tesla. Era como un profeta del futuro y nadie se le resistía. ¡La conquista total de la naturaleza! ¡Un mundo en el que todos los sueños eran posibles! La tontería mayor de todas vino de un hombre llamado Julian Hawthorne, que era hijo de Nathaniel Hawthorne, el gran escritor norteamericano. Julian. Ése era mi nombre también, como usted recordará, así que seguía el trabajo del joven Hawthorne con cierto interés personal. Era un escritor popular en aquellos tiempos, un auténtico mercenario de la pluma que escribía tan mal como bien escribía su padre. Una calamidad de hombre. Imagínese, crecer en una casa en la que Melville y Emerson son visitas frecuentes y salir así. Escribió más de cincuenta libros, cientos de artículos para revistas, todo basura. En una época incluso llegó a ir a la cárcel por un fraude relacionado con unas acciones, un delito fiscal, no recuerdo los detalles. En cualquier caso, este Julian Hawthorne era amigo de Tesla. En 1899, puede que fuera 1900, Tesla se fue a Colorado Springs y montó un laboratorio en las montañas para estudiar los efectos de los relámpagos. Una noche, se quedó trabajando hasta tarde y se le olvidó apagar el receptor. La máquina empezó a captar ruidos extraños. Estática, señales de radio, vaya usted a saber. Cuando Tesla les contó la historia a los periodistas al día siguiente, afirmó que esto demostraba que había vida inteligente en el espacio exterior, que los malditos marcianos le habían hablado. Lo crea o no lo crea, nadie se rió cuando dijo eso. El propio lord Kelvin, borracho como una cuba en un banquete, declaró que aquello era uno de los mayores descubrimientos científicos de todos los tiempos. Poco después de este incidente, Julian Hawthorne escribió un articulo sobre Tesla en una revista nacional. Decía que la mente de Tesla era tan avanzada que no era posible que fuera humano. Había nacido en otro planeta (Venus, creo que era) y había sido enviado a la Tierra en una misión especial para enseñarnos los secretos de la naturaleza, para revelar al hombre los caminos de Dios. Una vez más, uno esperaría que la gente se riera, pero no fue eso lo que sucedió. Muchos se lo tomaron en serio, aún ahora, sesenta o setenta años después, hay miles de personas que se lo creen. Existe una secta en California que venera a Tesla como extraterrestre. No tiene usted que creer en mi palabra. Tengo panfletos de esa gente en casa y puede comprobarlo por si mismo. Pavel Shum me los leía en días lluviosos. Son tronchantes. Para partirse de risa.

»Menciono todo esto para darle una idea de lo que fue para mí: Tesla no era un cualquiera, y cuando vino a construir su torre en Shoreham, yo no podía creer la suerte que había tenido. Ahí estaba el gran hombre en persona, viniendo a mi pueblo todas las semanas. Iba a verle bajar del tren, pensando que tal vez aprendería algo mirándole, que simplemente por acercarme a él me contagiaría de su brillantez, como si fuera una enfermedad que se pega. Nunca tuve el valor de hablarle, pero eso no importaba. Me inspiraba el saber que estaba allí, el saber que podía verle cuando quisiera. Una vez, nuestros ojos se encontraron y sentí que veía a través de mí, como si yo no existiera. Fue un momento increíble. Noté que su mirada atravesaba mis ojos y salía por la parte de atrás de mi cabeza, abrasando mi cerebro y convirtiéndolo en un montón de cenizas. Por primera vez en mi vida comprendí que no era nada, absolutamente nada. No, no me disgustó como usted podría creer. Me dejó aturdido al principio, pero una vez que se me pasó el susto, me sentí vigorizado, como si hubiera conseguido sobrevivir a mi propia muerte. No, no es eso, no exactamente. Yo sólo tenía diecisiete años, era poco más que un niño. Cuando los ojos de Tesla me atravesaron, probé por primera vez el sabor de la muerte. Eso se aproxima más a lo que quiero decir. Noté en la boca el sabor de la mortalidad y en ese momento comprendí que no viviría eternamente. Se tarda mucho en aprender eso, pero cuando finalmente lo aprendes, todo cambia en tu interior, ya nunca vuelves a ser el mismo. Yo tenía diecisiete años y de pronto, sin la menor sombra de duda, comprendí que mi vida era mía, que me pertenecía a mi y a nadie más.

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