—Es verdad —decía—. He puesto tres cucharadas soperas de arsénico en el puré de patatas. Empezará a hacerle efecto dentro de unos quince minutos y entonces se habrán acabado todos mis problemas. Seré una mujer rica, señor Thomas (siempre le llamaba señor Thomas), y usted estará al fin pudriéndose en su tumba.
Esta clase de respuesta nunca dejaba de hacerle gracia a Effing.
—Ja, ja, ja! Va usted detrás de mis millones, bruja avariciosa. Siempre lo he sabido. Quiere tener pieles y brillantes, ¿eh? Pues no le servirán de nada, gorda. Seguirá pareciendo una lavandera sebosa se ponga lo que se ponga.
Y luego, sin preocuparse por la contradicción, seguía devorando con entusiasmo la comida envenenada.
Effing ponía a prueba su paciencia, pero en el fondo creo que la señora Hume le tenía afecto. Contrariamente a lo que hacen la mayoría de las personas que cuidan a los ancianos, no le trataba como si fuera un niño retrasado mental o un bloque de madera. Le daba libertad para vociferar y despotricar, pero cuando la situación lo requería, también era capaz de responderle con firmeza. Había encontrado un montón de epítetos y nombres para él y no vacilaba en usarlos cuando era necesario: viejo mentecato, bribón, grajo, farsante, un surtido inagotable. No sé de dónde los sacaba, pero salían de su boca en racimos, siempre combinando un tono de insulto con uno de áspero afecto. Llevaba nueve años con Effing y, puesto que no parecía ser persona que disfrutara sufriendo, debía de encontrar alguna clase de satisfacción en aquel trabajo. Desde mi punto de vista, la idea de esos nueve años era abrumadora. Si uno se paraba a pensar que solamente se tomaba un día libre al mes, la cosa se volvía casi inconcebible. Yo, por lo menos, tenía todas las noches libres y a partir de cierta hora podía entrar y salir cuando quisiera. Tenía a Kitty y también el consuelo de saber que mi puesto con Effing no era el objetivo principal de mi vida, que tarde o temprano lo dejaría para hacer otra cosa. La señora Hume no tenía ningún desahogo. Estaba de guardia permanente y su única oportunidad de salir de casa era cuando iba a hacer la compra durante una o dos horas por las tardes. No era precisamente lo que uno llamaría una verdadera vida. Tenía sus revistas,
Reader’s Digest
y
Redbook
, alguna que otra novela de misterio, un pequeño televisor en blanco y negro que veía en su cuarto después de haber acostado a Effing, siempre con el sonido muy bajo. Su marido había muerto de cáncer trece años antes y sus tres hijos vivían lejos: una hija en California, otra en Kansas, el hijo destinado en una base militar en Alemania. Les escribía cartas a todos, y su mayor placer era recibir fotografías de sus nietos, que luego metía en las esquinas del espejo de su tocador. En su día libre iba a visitar a su hermano Charlie al hospital de veteranos del Bronx. Había sido piloto de bombarderos en la Segunda Guerra Mundial y, por lo poco que ella me dijo, deduje que no estaba bien de la cabeza. Iba fielmente a verle todos los meses, sin olvidarse nunca de llevarle una bolsita de bombones y un montón de revistas deportivas, y en todo el tiempo que la conocí, nunca la oí quejarse de tener que ir. La señora Hume era una roca. Pensándolo bien, nadie me ha enseñado tanto como ella.
Effing era un caso difícil, pero sería erróneo definirle únicamente en términos de dificultad. Si se hubiera caracterizado sólo por su antipatía y su mal humor, sus estados de ánimo habrían sido más previsibles y eso habría simplificado el trato con él. Uno habría sabido lo que podía esperar; habría sabido a qué atenerse. Pero el viejo era demasiado esquivo. Si resultaba difícil, era precisamente porque no siempre era difícil y por eso conseguía tenerle a uno en un estado permanente de desequilibrio. Había días enteros en los que de su boca no salía nada que no fuera amargura y sarcasmo, pero justo cuando yo me había convencido de que no quedaba en él ni una partícula de simpatía o amabilidad, salía de pronto con un comentario de tan tremenda compasión, una frase que revelaba una comprensión y un conocimiento tan profundos de los seres humanos, que yo me veía obligado a reconocer que le había juzgado mal, que en realidad no era tan malo como yo pensaba. Poco a poco, empecé a percibir otra faceta de Effing. No me atrevería a llamarla una faceta sentimental, pero a veces se acercaba mucho a eso. Al principio, intenté pensar que era un juego, un truco para mantenerme desconcertado, pero eso hubiese implicado que Effing calculaba de antemano esos enternecimientos, cuando la verdad era que siempre parecían producirse espontáneamente, provocados por un detalle casual de un suceso o una conversación. Sin embargo, si esta faceta buena era auténtica, entonces, ¿por qué no la dejaba aparecer con más frecuencia? ¿Era simplemente una aberración de su verdadera personalidad, o era realmente la esencia de su ser? Nunca llegué a una conclusión definitiva al respecto, salvo, tal vez, la de que no se podía excluir ninguna de las dos posibilidades. Effing era ambas cosas a la vez. Era un monstruo pero al mismo tiempo había en él un hombre bueno, un hombre a quien yo podría admirar. Esto me impedía odiarle tanto como habría deseado. Como no podía apartarle de mi mente fundándome en un solo sentimiento, acabé pensando en él casi constantemente. Comencé a verle como un alma torturada, un hombre perseguido por su pasado que se esforzaba por ocultar, una secreta angustia que le devoraba por dentro.
Mi primer vislumbre de este otro Effing tuvo lugar durante la cena de la segunda noche que pasé allí. La señora Hume estaba haciéndome preguntas acerca de mi infancia y yo mencioné que mi madre murió atropellada por un autobús en Boston. Effing, que hasta entonces no estaba atendiendo a la conversación, dejó de pronto el tenedor en el plato y volvió la cara hacia mí. Con una voz que no le había oído antes, cargada de ternura y cordialidad, dijo:
—Es terrible, muchacho. Verdaderamente terrible.
No había la menor indicación de que no hablara en serio.
—Sí —dije—. Fue un golpe muy duro. Yo no tenía más que once años cuando sucedió y seguí echando de menos a mi madre durante mucho tiempo. Para ser totalmente sincero, todavía la echo de menos.
La señora Hume meneó la cabeza cuando dije eso y vi que sus ojos se humedecían de tristeza. Tras una breve pausa, Effing dijo:
—Los coches son una amenaza. Si no tenemos cuidado, acabarán con todos nosotros. Lo mismo le ocurrió a mi amigo ruso hace dos meses. Salió de casa una mañana para comprar el periódico, bajó el bordillo de la acera para cruzar Broadway y un maldito Ford amarillo le atropelló. El conductor siguió su camino, ni siquiera se molestó en parar. De no ser por ese maníaco, Pavel estaría ahora sentado en la misma silla en que está usted, Fogg, comiendo la misma comida que se está usted llevando a la boca. Pero ahora está a dos metros bajo tierra en algún lugar olvidado de Brooklyn.
—Pavel Shum —añadió la señora Hume—. Empezó a trabajar para el señor Thomas en París, allá por los años treinta.
—Entonces su nombre era Shumansky, pero lo acortó cuando nos vinimos a Estados Unidos en el treinte y nueve.
—Eso explica todos los libros en ruso que hay en mi cuarto —dije.
—Los libros en ruso, en francés, en alemán —dijo Effing—. Pavel hablaba con soltura seis o siete idiomas. Era un hombre muy culto, un verdadero erudito. Cuando le conocí en el año treinta y dos trabajaba de friegaplatos en un restaurante y vivía en un sexto piso, en un cuarto de servicio sin calefacción ni agua corriente. Era uno de los rusos blancos que llegaron a París durante la guerra civil. Habían perdido todo lo que tenían. Yo le protegí, le di casa y él me ayudaba a cambio. Esta relación duró treinta y siete años y lo único que lamento es no haber muerto antes que él. Fue el único amigo de verdad que he tenido en mi vida.
De repente, a Effing le temblaron los labios, como si estuviera al borde de las lágrimas. A pesar de todo lo que había sucedido antes, no pude por menos de sentir pena de él.
El sol volvió a salir al tercer día. Effing durmió su acostumbrada siesta matinal, pero cuando la señora Hume le sacó de su habitación a las diez, ya estaba preparado para nuestro primer paseo, bien envuelto en pesadas prendas de lana y agitando un bastón con la mano derecha. De Effing se podían decir muchas cosas, pero no que se tomara las cosas con indiferencia. Se disponía a iniciar nuestra excursión por las calles del barrio con todo el entusiasmo de un explorador que va a emprender un viaje al Ártico. Había que hacer innumerables preparativos: comprobar la temperatura y la velocidad del viento, trazar una ruta por adelantado, asegurarse de que iba suficientemente abrigado. En tiempo frío, Effing llevaba toda clase de protección superflua; se ponía varios jerseys y bufandas, un enorme abrigo que le llegaba hasta los tobillos, una manta, guantes y un gorro de piel estilo ruso con orejeras. En días especialmente helados (cuando la temperatura descendía por debajo de cero) llevaba incluso una máscara de esquí. Quedaba prácticamente enterrado bajo el volumen de todas estas ropas, que le hacían parecer aún más canijo y ridículo que de costumbre, pero Effing no podía soportar la incomodidad física y, puesto que no le preocupaba llamar la atención, llevaba estas extravagancias de indumentaria hasta el límite. El día de nuestro primer paseo hacia bastante frío, y mientras nos preparábamos para salir, me preguntó si tenía un abrigo. No, le contesté, sólo tenía mi chaqueta de cuero. Eso no bastaba, me dijo, no bastaba en absoluto.
—No puedo consentir que se le congele el culo a medio paseo —me explicó—. Necesita usted ropa que le permita cubrir la distancia, Fogg.
Le ordenó a la señpra Hume que trajese el abrigo que había pertenecido a Pavel Shum. Resultó ser una baqueteada reliquia de tweed que me sentaba bastante bien; era de color marrón con nudos rojos y verdes salpicados por la tela. A pesar de mis objeciones, Effing insistió en que me lo quedara, tras lo cual yo ya no podía decir nada sin provocar una disputa. Así fue como heredé el abrigo de mi precedesor. Se me hacía raro llevarlo, sabiendo que había pertenecido a un hombre que había muerto, pero continué usándolo en todas nuestras salidas durante el resto del invierno. Para calmar mis escrúpulos, traté de considerarlo como un uniforme de trabajo, pero eso no me sirvió de mucho. Cada vez que me lo ponía, no podía evitar la sensación de que me metía en el cuerpo de un muerto, de que me había convertido en el fantasma de Pavel Shum.
No tardé mucho en aprender a manejar la silla de ruedas. El primer día hubo algunas sacudidas, pero una vez que aprendí a inclinarla en el ángulo adecuado para subir y bajar los bordillos, todo fue como una seda. Effing pesaba poquísimo y empujarle apenas suponía esfuerzo para mis brazos. En otros aspectos, sin embargo, nuestras excursiones me resultaban muy difíciles. No bien salíamos, Effing empezaba a dar bastonazos en el aire, preguntándome qué objeto estaba señalando. En cuanto se lo decía, insistía en que se lo describiera. Cubos de basura, escaparates, portales: quería que le hiciera una descripción precisa de estas cosas y si yo no conseguía encontrar las palabras con suficiente rapidez para satisfacerle, estallaba en un ataque de cólera.
—¡Maldita sea, muchacho —decía—, use los ojos que tiene en la cara! Yo no veo nada y usted se pone a decir estupideces como “un farol corriente” y “una tapa de alcantarilla absolutamente vulgar”. No hay dos cosas iguales, idiota, cualquier cretino sabe eso. Quiero ver las cosas que estamos mirando, maldita sea, ¡quiero que usted me las haga ver!
Era humillante recibir semejante regañina en medio de la calle, quedarse allí parado mientras el viejo me insultaba y la gente volvía la cabeza para ver quién armaba tal escándalo. Una o dos veces estuve tentado de marcharme y dejarle allí, pero la verdad era que a Effing no le faltaba razón. Yo no hacía bien mi tarea. Me di cuenta de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. Ahora me encontraba arrojado a un mundo de particularidades y el esfuerzo por evocarlas en palabras, por transmitir los datos sensoriales inmediatos, suponía un reto para el que no estaba bien preparado. Para conseguir lo que deseaba, Effing debería haber contratado a Flaubert para que le paseara por las calles, pero hasta Flaubert trabajaba despacio, a veces tardaba horas en escribir una sola frase perfecta. Yo no sólo tenía que describir las cosas con exactitud, sino que tenía que hacerlo en cuestión de segundos. Más que nada, detestaba las inevitables comparaciones con Pavel Shum. Una vez, cuando me estaba resultando particularmente difícil, Effing habló de su amigo muerto durante varios minutos, describiéndole como un maestro de la frase poética, inventor sin igual de imágenes adecuadas y asombrosas, estilista cuyas palabras revelaban milagrosamente la verdad palpable de los objetos.
—Y pensar —dijo Effing— que el inglés no era su lengua materna...
Esa fue la única vez en que le respondí en lo referente a ese tema, pues me sentí tan dolido por su comentario que no pude contenerme.
—Si le interesa otro idioma —dije—, estaré encantado de complacerle. ¿Qué le parece el latín? Le hablaré en latín de ahora en adelante, si quiere. Mejor aún, le hablaré en latín vulgar. Así no tendrá ninguna dificultad en entenderlo.
Era un comentario estúpido, y Effing me puso rápidamente en mi sitio.
—Cállese y hable, muchacho —dijo—. Cuénteme cómo son las nubes. Descríbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta donde alcance su vista.
Para poder hacer lo que Effing me pedía, tuve que aprender a separarme de él. Lo esencial era no sentirse agobiado por sus órdenes, sino transformarlas en algo que yo hacía por gusto. No había nada inherentemente malo en aquella actividad, después de todo. Considerado de la forma adecuada, el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar al mundo como silo descubriera por primera vez. ¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro. En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la tierra a la luna. Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía, ¿cómo podía tener dificultad para describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso yo tenía que hacerlas desaparecer no bien pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosas que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo, por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las criticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi cilicio, el látigo con el que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro de que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.