Durante el invierno, generalmente limitábamos nuestros paseos a las calles más próximas. West End Avenue, Broadway, las bocacalles de las Setenta y las Ochenta. Muchas de las personas con las que nos cruzábamos reconocían a Effing y, contrariamente a lo que yo habla pensado, parecían alegrarse de verle. Algunos incluso se paraban a saludarle: fruteros, vendedores de periódicos, ancianos que también iban de paseo. Effing los reconocía a todos por el sonido de su voz y les hablaba de una manera cortés aunque algo distante: el noble que ha bajado de su castillo para mezclarse con los habitantes de la aldea. Parecía inspirarles respeto, y en las primeras semanas le hablaron mucho de Pavel Shum, a quien al parecer todos conocían y querían. En el barrio todo el mundo conocía la historia de su muerte (algunos incluso habían presenciado el accidente) y Effing soportó muchos apretones de mano y muestras de condolencia, recibiendo estas atenciones con gran aplomo. Era notable con qué elegancia se comportaba cuando quería, cuán profundamente parecía comprender las convenciones de la conducta social.
—Este es mi nuevo acompañante —decía, señalándome—. El señor M. S. Fogg, recientemente graduado por la Universidad de Columbia.
Todo muy correcto y adecuado, como si yo fuera un distinguido personaje que hubiese abandonado otros numerosos compromisos para honrarle con mi presencia. La misma transformación tenía lugar en la confitería de la calle Setenta y dos donde a veces tomábamos una taza de té antes de volver a casa. Ni un babeo, ni una gota, ni un ruido escapaban de sus labios. Cuando había extraños observándole, Effing era un perfecto caballero, un impresionante modelo de decoro.
Era difícil mantener una conversación mientras dábamos estos paseos. Los dos íbamos mirando en la misma dirección, y puesto que mi cabeza estaba muy por encima de la suya, las palabras de Effing tendían a perderse antes de llegar a mis oídos. Tenía que agacharme para oírle, y como a él no le gustaba que nos parásemos o aflojásemos el paso, se guardaba sus comentarios hasta que llegábamos a una esquina y teníamos que esperar para cruzar. Cuando no me pedía que le describiera las cosas, raras veces hacía más que breves afirmaciones o preguntas. ¿Qué calle es ésta? ¿Qué hora es? Tengo frío. Había días en los que apenas decía una palabra desde que salíamos hasta que volvíamos; se abandonaba al movimiento de la silla de ruedas, con la cara levantada hacia el sol, gimiendo suavemente para sí en un éxtasis de placer físico. Le encantaba sentir el aire en la piel, se regodeaba en la luz invisible que caía sobre él y los días en que yo conseguía mantener un ritmo constante, sincronizando mis pasos con el girar de las ruedas, notaba que él sucumbía. gradualmente a esta música, adormilándose como un bebé en un cochecito.
A finales de marzo y principios de abril empezamos a dar paseos más largos, dejando atrás la parte alta de Broadway y adentrándonos por otros barrios. A pesar de que las temperaturas eran más altas, Effing continuaba envolviéndose en pesadas prendas de abrigo e incluso en los días más templados se negaba a salir sin ponerse su abrigo y taparse las piernas con una manta escocesa. Esta sensibilidad al frío era tan pronunciada que era como si temiera que sus mismas entrañas quedaran expuestas a los elementos si él no tomaba drásticas medidas para protegerlas. Pero si estaba bien abrigado, le agradaba el contacto con el aire y no había nada como un buen vientecillo para animarle. Cuando el viento le daba en la cara, invariablemente se reía y empezaba a maldecir, armando mucho jaleo y amenazando con su bastón a los elementos. Aun en invierno, su lugar preferido era Riverside Park, y pasaba muchas horas sentado allí en silencio, sin adormecerse, como yo pensaba que le ocurriría, sino escuchando, tratando de seguir lo que sucedía a su alrededor: los pájaros y las ardillas que agitaban las hojas y las ramitas, el viento que soplaba entre las ramas, los sonidos del tráfico de la autopista. Empecé a llevar conmigo una guía de botánica cuando íbamos al parque, para poder buscar los nombres de las plantas y los arbustos cuando él me preguntaba qué eran. De esta forma aprendí a identificar docenas de plantas, con un interés que nunca había sentido antes por esas cosas. Una vez, cuando Effing estaba de un humor especialmente receptivo, le pregunté por qué no vivía en el campo. Era bastante al principio, creo, a finales de noviembre o primeros de diciembre, y todavía no le había cogido miedo a hacer preguntas. Le dije que parecía disfrutar tanto del parque que era una pena que no pudiera estar siempre rodeado por la naturaleza. Tardó un momento en contestarme, tanto que pensé que no había oído la pregunta.
—Ya lo he hecho —dijo al fin—. Lo he hecho y ahora está todo en mi cabeza. Estuve completamente solo en medio de la naturaleza, viviendo en un lugar muy apartado durante meses y meses..., toda una vida. Cuando has hecho eso, muchacho, no lo olvidas nunca. No necesito ir a ninguna parte. En el momento en que me pongo a pensar en ello es como si estuviera allí. Es donde paso la mayor parte del tiempo hoy en día, en medio de la naturaleza.
A mediados de diciembre, Effing perdió repentinamente su interés por los libros de viajes. Ya habíamos leído cerca de una docena y estábamos leyendo esforzadamente
Un viaje por el cañón
de Frederick S. Dellenbaugh (un relato de la segunda expedición de Powell por el río Colorado) cuando me interrumpió en mitad de una frase y anunció:
—Creo que ya hemos tenido suficiente, señor Fogg. Se está volviendo bastante aburrido y no tenemos tiempo que perder. Hay cosas que hacer, asuntos de los que ocuparse.
Yo no tenía ni idea de a qué asuntos se refería, pero volví a poner el libro en la estantería con gusto y esperé instrucciones. Éstas fueron un tanto decepcionantes.
—Baje a la esquina y compre el New
York Times
—me dijo—. La señora Hume le dará el dinero.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Y vaya rápido. Ya no hay tiempo para holgazanear.
Hasta entonces Effing no habla mostrado el menor interés por seguir las noticias. La señora Hume y yo las comentábamos a veces durante las comidas, pero el viejo nunca había intervenido en la conversación, ni siquiera con un comentario. Pero ahora era lo único que deseaba oír, y las dos semanas siguientes pasé las mañanas leyéndole artículos del
New York Times
. Predominaban las crónicas sobre la guerra de Vietnam, pero también me pedía que le leyera otras muchas cosas: debates del congreso, incendios en Brooklyn, navajazos en el Bronx, cotizaciones de bolsa, crítica de libros, resultados de los partidos de béisbol, terremotos. Nada de esto parecía concordar con el tono de urgencia que empleó el primer día que me mandó a comprar el periódico. Era evidente que Effing estaba tramando algo, pero me costaba imaginar qué era. Se iba acercando a ello oblicuamente, dando vueltas alrededor de sus intenciones en un lento juego del ratón y el gato. Sin duda trataba de confundirme, pero al mismo tiempo sus estrategias eran tan transparentes que era como si me advirtiera de que estuviera en guardia.
Siempre acabábamos nuestras sesiones matinales de lectura de prensa con un concienzudo repaso a las páginas necrológicas. Éstas parecían mantener la atención de Eífing más que los otros artículos y a veces me asombraba ver con qué concentración escuchaba la insulsa prosa de estos textos. Capitanes de industria, políticos, inventores, deportistas, estrellas del cine mudo: todos despertaban su curiosidad en igual medida. Pasaban los días y poco a poco empezamos a dedicar más tiempo de cada sesión a las necrologías. Algunas de ellas me las hacia leer dos o tres veces, y los días en que había pocas muertes me pedía que le leyera las esquelas pagadas que aparecían en letra pequeña al final de la página. Fulano de Tal, de sesenta y nueve años, esposo y padre muy amado, llorado por su familia y amigos, será enterrado esta tarde a la una en el Cementerio de Nuestra Señora de los Dolores. Effing no parecía cansarse de estos aburridos recitados. Por último, después de casi dos semanas de dejarlas para el final, abandonó todo fingimiento de querer enterarse de las noticias y me pidió que fuera directamente a la página de necrologías. No comenté nada respecto a este cambio en el orden, pero una vez que estudiamos todas las muertes, no me pidió que leyera nada más, y entonces comprendí que al fin habíamos llegado al momento crucial.
—Ahora ya sabemos lo que dicen, ¿verdad, muchacho? —me preguntó.
—Supongo que sí —contesté—. Desde luego hemos leído suficientes como para formarnos una idea general.
—Es deprimente, lo reconozco. Pero me pareció que nos hacía falta un poco de investigación antes de comenzar nuestro proyecto.
—¿Nuestro proyecto?
—Ha llegado mi turno. Cualquier idiota se daría cuenta.
—No es que yo espere que viva usted eternamente, señor. Pero ya ha sobrevivido a la mayoría de las personas de su generación y no hay motivo para pensar que no vaya a continuar haciéndolo durante mucho tiempo.
—Quizá. Pero si no me equivoco, sería la primera vez en mi vida.
—Me está diciendo que lo sabe.
—Exactamente, lo sé. Cien pequeños indicios me lo han revelado. No me queda mucho tiempo y tenemos que ponernos a ello antes de que sea demasiado tarde.
—Sigo sin entenderle.
—Mi necrología. Tenemos que empezar a redactarla ya.
—Nunca he sabido de nadie que escribiera su propia necrología. Lo suelen hacer otros... después de que uno se muera.
—Cuando tienen los datos sí. Pero ¿qué pasa si no hay nada en el archivo?
—Ya entiendo. Quiere usted reunir la información básica.
—Exacto.
—Pero ¿qué le hace pensar que querrán publicarla?
—La publicaron hace cincuenta y dos años. No veo por qué no iban a aprovechar la oportunidad de volver a hacerlo.
—No le sigo.
—Había muerto. No publican necrologías de los vivos, ¿verdad? Yo había muerto, o por lo menos creyeron que había muerto.
—¿Y usted no dijo nada?
—No me interesaba. Me gustaba estar muerto, y después de que la noticia saliera en los periódicos, pude seguir muerto.
—Debía de ser alguien importante.
—Era muy importante.
—Entonces, ¿por qué no he oído hablar de usted?
—Tenía otro nombre. Me lo cambié después de morir.
—¿Qué nombre era?
—Un nombre de mariquita. Julian Barber. Siempre lo detesté.
—Tampoco he oído hablar de Julian Barber.
—Hace demasiado tiempo para que nadie se acuerde. Estoy hablando de hace más de cincuenta años, Fogg. De mil novecientos dieciséis o diecisiete. Caí en el olvido, como se suele decir, y nunca reaparecí.
—¿Qué hacia usted cuando era Julian Barber?
—Era pintor. Un gran pintor norteamericano. Si hubiera seguido en ello, es probable que se me reconociera como el pintor más importante de mi tiempo.
—Una afirmación llena de modestia, sin duda.
—Sencillamente le estoy dando los datos objetivos. Mi carrera fue demasiado corta y no produje suficiente obra.
—¿Dónde están sus cuadros ahora?
—No tengo la menor idea. Se habrán perdido todos, supongo, habrán desaparecido. Eso ya no me preocupa.
—Entonces, ¿por qué quiere escribir su necrología?
—Porque me voy a morir pronto, y entonces ya no importará guardar el secreto. La primera vez hicieron una chapuza. Puede que lo hagan bien cuando sea de verdad.
—Comprendo —dije, sin comprender absolutamente nada.
—Mis piernas tienen mucho que ver en todo esto, claro está —continuó—. Sin duda se habrá usted preguntado qué les pasó. Todo el mundo se lo pregunta, es natural. Mis piernas. Mis piernas atrofiadas e inútiles. Yo no nací inválido, ¿sabe? Más vale que aclaremos eso desde el principio. Yo era un chico lleno de vitalidad en mi juventud, travieso y bullicioso, corría y jugaba con todos los demás. Eso era en Long Island, en la casa grande donde pasábamos los veranos. Ahora allí no hay más que casitas de folleto publicitario y aparcamientos, pero entonces era un paraíso, sólo prados y costa, un pequeño cielo en la tierra. Cuando me fui a París en 1920, no había necesidad de darle a nadie los datos. No me importaba lo que pensaran. Mientras yo fuera convincente, ¿qué más daba lo que hubiera pasado en realidad? Inventé varias historias, cada una de las cuales mejoraba a la anterior. Las contaba según las circunstancias y mi estado de ánimo, cambiándolas ligeramente sobre la marcha, adornando un incidente aquí, perfeccionando un detalle allá, retocándolas a lo largo de los años hasta que quedaron redondas. Probablemente las mejores eran las historias de guerra, ésas se me daban realmente bien. Estoy hablando de la Gran Guerra, la que desgarró el corazón del mundo, la que iba a poner fin a todas las guerras. Tendría que haberme oído hablar de las trincheras y del barro. Era elocuente, inspirado. Sabia explicar el miedo como nadie, los cañones que atronaban por la noche, los soldados de infantería con cara de imbécil que se cagaban en los pantalones. Metralla, decía, más de seiscientos fragmentos de metralla se me clavaron en las piernas, eso fue lo que me ocurrió. Los franceses no se cansaban de escucharme. Tenía otra historia sobre la Escuadrilla Lafayette. El vivido y espeluznante relato de cómo me abatió un boche. Esa era muy buena, créame, siempre les dejaba pidiendo más. El problema era recordar qué historia había contado en cada ocasión. Lo conservé todo claro en la cabeza durante años, asegurándome de no contarle a nadie una versión diferente cuando volvía a verle. Eso le añadía cierta emoción al asunto, saber que podían pillarme en cualquier momento, que alguien podía levantarse inesperadamente y empezar a llamarme mentiroso. Si uno está dispuesto a mentir, más vale hacerlo de manera peligrosa.
—¿Y en todos esos años nunca le contó a nadie la verdadera historia?
—Ni a un alma.
—¿Ni siquiera a Pavel Shum?
—A Pavel Shum menos que a nadie. Él era la discreción personificada. Nunca me preguntó nada y nunca le conté nada.
—¿Y ahora está dispuesto a contarla?
—A su debido tiempo, muchacho, a su debido tiempo. Tenga paciencia.
—Pero ¿por qué me lo va a contar a mí? Sólo hace un par de meses que nos conocemos.
—Porque no tengo elección. Mi amigo ruso ha muerto y la señora Hume no es la persona indicada para estas cosas. ¿A quién más podría contárselo? Le guste o no le guste, usted es el único oyente que tengo, Fogg.
Yo esperaba que volviera al tema a la mañana siguiente, que lo retomara donde lo había dejado. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, eso habría sido lo lógico, pero ya debería haber aprendido a no esperar nada lógico de Effing. En vez de decir algo sobre nuestra conversación del día anterior, inició inmediatamente un discurso enmarañado y confuso acerca de un hombre a quien al parecer había conocido en otros tiempos, saltando sin ton ni son de una cosa a otra, creando un torbellino de recuerdos fragmentarios que no tenía sentido para mí. Hice todo lo que pude por seguirle, pero era como si hubiera empezado sin mí y cuando llegué, ya era demasiado tarde para alcanzarle.