El Palacio de la Luna (3 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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—Ahora viene lo difícil —dijo—. Los finales, las despedidas, las famosas últimas palabras. Arrancar las estacas, creo que le llaman en las películas del Oeste. Aunque no tengas noticias mías a menudo, Phileas, recuerda que siempre pienso en ti. Ojalá pudiera decirte dónde voy a estar, pero nuevos mundos nos reclaman de repente a los dos y dudo que tengamos muchas ocasiones de escribirnos. —El tío Victor hizo una pausa para encender otro cigarrillo y vi que le temblaba la mano que sostenía la cerilla—. Nadie sabe cuánto durará esto —continuó—, pero Howie es muy optimista. Tenemos ya muchos contratos y sin duda habrá más. Colorado, Arizona, Nevada, California. Pondremos rumbo al Oeste, internándonos en las tierras salvajes. Creo que será interesante, independientemente de lo que salga de ello. Una panda de tipos urbanos en la tierra de los vaqueros y los indios. Pero me atrae la idea de esos espacios abiertos, la idea de tocar mi música bajo el cielo del desierto. ¿Quién sabe si no se me revelará allí una verdad nueva?

El tío Victor se rió, como para disimular la seriedad de ese pensamiento.

—La cuestión es —resumió— que con tanta distancia que recorrer tengo que viajar ligero de equipaje. Tendré que desechar cosas, regalarlas, tirarlas a la basura. Como me duele pensar en perderlas para siempre, he decidido dártelas a ti. ¿En quién más puedo confiar, después de todo? ¿Quién más puede seguir la tradición? Empezaré por los libros. Sí, sí, todos. Por lo que a mí respecta, no podría haber ocurrido en mejor momento. Cuando los conté esta tarde, había mil cuatrocientos noventa y dos volúmenes. Un número propicio, creo, porque evoca el recuerdo del descubrimiento de América, y la universidad a la que vas lleva ese nombre en honor de Colón. Algunos de estos libros son grandes, otros pequeños, unos son gordos, otros delgados, pero todos contienen palabras. Si lees esas palabras, puede que te ayuden en tu educación. No, no, ni hablar de eso. Ni una palabra de protesta. En cuanto estés instalado en Nueva York, te los mandaré. Me quedaré con un ejemplar de Dante, pero todos los demás son para ti. Además, está el ajedrez de madera. Yo me quedaré con el magnético, pero el de madera tienes que llevártelo tú. Luego está la caja de puros con los autógrafos de jugadores de béisbol. Tenemos casi todos los de los Cubs de las dos últimas décadas, algunas estrellas y numerosas luminarias menores de la liga. Matt Batts, Memo Luna, Rip Repulski, Putsy Caballero, Dick Drott. La oscuridad de esos nombres solos debería hacerlos inmortales. Después vienen diversas baratijas y chucherías. Mis ceniceros de recuerdo de Nueva York y El Alamo, las grabaciones de Haydn y de Mozart que hice con la Orquesta de Cleveland, el álbum de fotos de la familia, la placa que gané de niño por acabar el primero en el concurso musical del estado. Eso fue en 1924, aunque cueste creerlo, hace mucho, mucho tiempo. Por último, quiero que te quedes con el traje de tweed que compré en Loop hace unos cuantos inviernos. A mí no me hará falta en los sitios adonde voy, y está hecho de la mejor lana escocesa. Sólo me lo he puesto dos veces y si se lo doy al Ejército de Salvación, acabará en las espaldas de algún desgraciado alcohólico de Skid Row. Es mucho mejor que lo uses tú. Te dará cierta distinción, y no es ningún crimen tener el mejor aspecto posible, ¿verdad? Mañana temprano iremos al sastre para que te lo arregle.

»Bien, creo que eso es todo. Los libros, el ajedrez, la miscelánea, el traje... Ahora que he dispuesto de mi reino, me siento satisfecho. No hace falta que me mires de ese modo. Sé lo que hago y me alegro de haberlo hecho. Eres un buen chico, Phileas, y siempre estarás conmigo, esté donde esté. Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de manos de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos.

Cada una o dos semanas, el tío Victor me enviaba una postal. Generalmente eran tarjetas turísticas de colores chillones: imágenes de puestas de sol en las Montañas Rocosas, fotos publicitarias de moteles de carretera, cactus, rodeos, ranchos para turistas, pueblos fantasma, panorámicas del desierto. A veces había frases de saludo impresas dentro de un lazo pintado y en una incluso hablaba una mula por medio de un bocadillo de tebeo que aparecía sobre su cabeza: Recuerdos desde Silver Gulch. Los mensajes de la parte de atrás eran breves y crípticos garabatos, pero lo que yo ansiaba no eran tanto noticias como señales de vida. El verdadero placer estaba en las propias postales, y cuanto más ordinarias y absurdas fueran, más feliz me hacía el recibirlas. Cada vez que encontraba una en mi buzón, me parecía que compartíamos una broma privada, y las mejores (una fotografía de un restaurante vacío en Reno, una mujer gorda a caballo en Cheyenne) incluso las pegué en la pared encima de mi cama. Mi compañero de cuarto entendió lo del restaurante vacío, pero la amazona le desconcertó. Le expliqué que tenía un extraordinario parecido con la ex mujer de mi tío, Dora. Teniendo en cuenta las cosas que pasan en el mundo, dije, era muy posible que la mujer fuese la mismísima Dora.

Como Victor no se quedaba mucho tiempo en ninguna parte, me era difícil contestarle. A finales de octubre le escribí una carta de nueve páginas contándole el apagón de Nueva York (me había quedado atrapado en un ascensor con dos amigos), pero no la eché al correo hasta enero, cuando los Hombres de la Luna comenzaban un contrato de tres semanas en Tahoe. Aunque no podía escribirle con frecuencia, conseguía mantenerme en contacto espiritual con él llevando su traje. No se puede decir que los trajes estuvieran precisamente de moda entre los estudiantes por entonces, pero me sentía como en casa dentro de él y puesto que a todos los efectos prácticos no tenía otra casa, continué poniéndomelo diariamente desde el principio del curso hasta el final. En momentos de tensión y tristeza, constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa de mi tío, y hubo veces en que imaginé que el traje me mantenía entero, que si no lo llevara puesto, mi cuerpo volarla en pedazos. Cumplía la función de una membrana protectora, una segunda piel que me escudaba de los golpes de la vida. Recordándolo ahora, me doy cuenta de la pinta tan curiosa que debía de tener: un muchacho flaco, despeinado, serio, claramente en desacuerdo con el resto del mundo. Pero la verdad era que yo no tenía el menor deseo de adaptarme. Si mis compañeros me colocaban la etiqueta de bicho raro, ése era su problema. Yo era el intelectual sublime, el futuro genio arisco y obstinado, el rebelde inconformista que se mantiene apartado de la manada. Casi me ruborizo al recordar las ridículas poses que adoptaba en aquella época. Era una grotesca amalgama de timidez y arrogancia, y alternaba largos e incómodos silencios con furiosos ataques de verborrea. Cuando me daba la vena, pasaba noches enteras en los bares, fumando y bebiendo como si quisiera matarme, citando versos de poetas menores del siglo XVI y oscuras frases en latín de filósofos medievales, y haciendo todo lo posible por impresionar a mis amigos. Los dieciocho años es una edad terrible, y aunque yo iba por ahí convencido de que en cierto modo era más maduro que mis compañeros de clase, la verdad era que únicamente había encontrado una manera diferente de ser joven. Más que nada, el traje era una divisa de mi identidad, el emblema de la forma en que yo deseaba que me vieran los demás. Objetivamente considerado, el traje no tenía nada de malo. Era un tweed oscuro, de un tono verdoso, a cuadritos y con solapas estrechas, una prenda sólida y bien hecha, pero después de varios meses de uso constante empezó a dar una impresión azarosa; colgaba de mi descarnada osamenta como una ocurrencia tardía, un torbellino de lana deformada. Lo que mis amigos no sabían, claro está, era que lo llevaba por razones sentimentales. Bajo mi postura inconformista, satisfacía también el deseo de tener a mi tío cerca de mí, y el corte de la prenda no tenía casi nada que ver en el asunto. Si Victor me hubiese dado un traje morado de petimetre, sin duda lo habría llevado con el mismo espíritu con que usaba el de tweed.

Cuando en primavera se acabaron las clases, rechacé la proposición de mi compañero de cuarto de que compartiéramos un piso el curso siguiente. Zimmer me agradaba bastante (de hecho, era mi mejor amigo), pero después de cuatro años de compañeros de cuarto y dormitorios escolares, no podía resistir la tentación de vivir solo. Encontré el apartamento de la calle 112 Oeste y me trasladé allí el 15 de junio; llegué con mis maletas justo momentos antes de que dos tipos fornidos trajeran las setenta y seis cajas de cartón con los libros del tío Victor, que habían estado en un almacén durante los últimos nueve meses. Era un apartamento estudio en el quinto piso de un edificio grande con ascensor: una habitación de tamaño mediano con una cocinita en el lado sureste, un armario empotrado, un cuarto de baño y un par de ventanas que daban a un patio. Las palomas aleteaban y arrullaban en el alféizar y abajo había seis cubos de basura abollados. Dentro, la luz era escasa, teñida de gris, e incluso en los días más soleados no entraba más que un miserable resplandor. Al principio sentí algunas punzadas, ligeros golpecitos de miedo ante la idea de vivir solo, pero luego hice un descubrimiento singular que me ayudó a cogerle gusto al sitio y a instalarme en él. En mi segunda o tercera noche allí, por casualidad, me encontré de pie entre las dos ventanas, situado en un ángulo oblicuo con respecto a la de la izquierda. Moví los ojos ligeramente en esa dirección y de repente vi una rendija de aire entre los dos edificios que había detrás. Veía Broadway, una pequeñísima, diminuta, porción de Broadway, y lo extraordinario era que todo el pedazo que vela estaba ocupado por un letrero de neón, una luminosa antorcha de letras rosas y azules que componían las palabras PALACIO DE LA LUNA. Reconocí el letrero del restaurante chino que había en la misma manzana, pero la fuerza con que me asaltaron aquellas palabras ahogó cualquier referencia o asociación práctica. Eran letras mágicas que colgaban en la oscuridad como un mensaje del cielo. PALACIO DE LA LUNA. Inmediatamente pensé en el tío Victor y en su grupo, y en aquel primer momento irracional los temores dejaron de hacer presa en mí. Nunca había experimentado nada tan súbito y absoluto. Una habitación desnuda y mugrienta se había transformado en un lugar de espiritualidad, un punto de intersección de extraños presagios y sucesos misteriosos y arbitrarios. Seguí mirando el letrero del Palacio de la Luna y, poco a poco, comprendí que habla venido al sitio adecuado, que este pequeño apartamento era exactamente donde debía vivir.

Pasé el verano trabajando media jornada en una librería, yendo al cine y enamorándome y desenamorándome de una chica que se llamaba Cynthia. cuyo rostro hace mucho tiempo que se desvaneció de mi memoria. Me sentía cada vez más a gusto en mi nuevo apartamento, y cuando se reanudaron las clases aquel otoño me lancé a una frenética ronda de copas hasta altas horas de la noche con Zimmer y mis amigos, de persecuciones amorosas y de largas y silenciosas borracheras de lectura y estudio. Mucho más adelante, cuando pensé en esas cosas desde la distancia de los años, comprendí lo fértil que aquella época resultó para mí.

Luego cumplí veinte años, y pocas semanas después recibí una larga carta del tío Victor, casi incomprensible, escrita a lápiz en la parte de atrás de unas hojas amarillas de pedido de la Enciclopedia Humboldt. Por lo que pude deducir, corrían tiempos duros para los Hombres de la Luna y, después de una larga racha de mala suerte (contratos incumplidos, pinchazos, un borracho que le había partido la nariz al saxofonista), el grupo había acabado disolviéndose. Desde noviembre, el tío Victor vivía en Boise, Idaho, donde había encontrado un trabajo temporal vendiendo enciclopedias de puerta en puerta. Pero las cosas no le habían salido bien, y por primera vez desde que le conocí, distinguí una nota de derrota en las palabras de Victor. “Mi clarinete está empeñado —decía la carta—, el saldo de mi cuenta es cero y los residentes de Boise no tienen ningún interés en las enciclopedias.”

Le mandé un giro a mi tío, seguido de un telegrama en el que le apremiaba a venir a Nueva York. Victor contestó unos días más tarde agradeciéndome la invitación. Tendría arreglados sus asuntos al final de la semana, decía, y entonces cogerla el primer autobús que saliera. Calculé que llegaría el martes, el miércoles a más tardar. Pero el miércoles llegó y pasó, y Victor no apareció. Envié otro telegrama, pero no recibí contestación. Las posibilidades de desastre me parecían infinitas. Imaginé todas las cosas que podían sucederle a un hombre entre Boise y Nueva York y de pronto todo el continente americano se transformó en una inmensa zona de peligro, una terrible pesadilla de trampas y laberintos. Traté de localizar al dueño de la pensión de Victor, no conseguí nada por ese lado, y entonces, como último recurso, llamé a la policía de Boise. Le expliqué cuidadosamente mi problema al sargento que estaba al otro extremo de la línea, un hombre llamado Neil Armstrong. Al día siguiente el sargento Armstrong me llamó para darme la noticia. Habían encontrado al tío Victor muerto en su habitación de la calle Doce Norte, derrumbado en una silla con el abrigo puesto y un clarinete a medio montar entre los dedos de su mano derecha. Había dos maletas llenas junto a la puerta. La habitación fue registrada, pero las autoridades no encontraron nada que pareciera sospechoso. Según el informe preliminar del forense, la causa probable de la muerte era un ataque cardíaco.

—Mala suerte, muchacho —añadió el sargento—. Lo siento de veras.

Volé al Oeste a la mañana siguiente para resolver los trámites. Identifiqué el cuerpo de Victor en el depósito de cadáveres, pagué sus deudas, firmé papeles e impresos y lo arreglé todo para que mandaran sus restos a Chicago. El hombre de la funeraria de Boise estaba preocupado por el estado en que se encontraba el cuerpo. Después de descomponerse en su habitación casi una semana, no se podía hacer mucho con él.

—Yo en su lugar —me dijo— no esperaría milagros.

Organicé el entierro por teléfono, me puse en contacto con unos cuantos amigos de Victor (Howie Dunn, el saxofonista de la nariz rota, algunos de sus antiguos alumnos), hice un débil intento de localizar a Dora (no pude encontrarla) y luego acompañé el ataúd hasta Chicago. Victor fue enterrado junto a mi madre y el cielo nos obsequió con un diluvio mientras estábamos allí viendo desaparecer a nuestro amigo bajo la tierra. Luego fuimos a casa de los Dunn, en North Side, donde la señora Dunn había preparado un modesto almuerzo de fiambres y sopa caliente. Yo llevaba cuatro horas llorando sin parar, y me bebí en poco rato cinco o seis bourbons dobles con la comida. Me animaron considerablemente, y al cabo de una hora o cosa así empecé a cantar en voz alta. Howie me acompañó al piano y durante un rato la reunión se hizo bastante estridente. Luego vomité en el suelo y se rompió el hechizo. A las seis me despedí de todos y salí vacilante a la lluvia. Vagué ciegamente durante dos o tres horas, vomité otra vez en el escalón de una puerta y luego me encontré a una prostituta delgada y de ojos grises que se llamaba Agnes y estaba parada debajo de un paraguas en una calle iluminada por las luces de neón. La acompañé a una habitación del Hotel Eldorado, le di una breve conferencia sobre los poemas de sir Walter Raleigh y luego le canté nanas mientras ella se desnudaba y abría las piernas. Me llamó lunático, pero le di cien dólares y aceptó pasar la noche conmigo. Sin embargo, dormí mal, y a las cuatro de la madrugada me levanté silenciosamente, me puse mi ropa mojada y cogí un taxi para ir al aeropuerto. Estaba en Nueva York a las diez de la mañana.

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