Durmió al aire libre aquella noche y a la mañana siguiente se preparó para el viaje. Llenó las alforjas, hizo acopio de comida y agua y lo ató todo a las sillas de los tres caballos que habían dejado los hermanos Gresham. Luego montó uno de ellos y se alejó, tratando de decidir qué debía hacer.
Tardamos más de dos semanas en llegar hasta aquí. Hacía tiempo que las Navidades habían llegado y habían pasado y una semana después había terminado la década. Effing prestó escasa atención a estos hitos. Sus pensamientos estaban fijos en un tiempo anterior e iba excavando su historia con inagotable cuidado, sin omitir nada, retrocediendo para aportar detalles sin importancia, recreándose en los menores matices en un esfuerzo por recobrar su pasado. Después de algún tiempo, dejé de preguntarme si decía la verdad o no. Su relato había adquirido una cualidad fantasmagórica y había veces en que, más que recordando los hechos externos de su vida, parecía estar inventando una parábola para explicar su sentido interno. La cueva del ermitaño, las alforjas llenas de dinero, el tiroteo clásico del Salvaje Oeste, era todo muy rebuscado, y sin embargo la misma inverosimilitud de la historia era probablemente su elemento más convincente. No parecía posible que alguien se la inventase, y Effing la contaba tan bien, con tan palpable sinceridad, que simplemente me dejé llevar por ella, negándome a plantearme si estos hechos habían sucedido o no. Escuchaba, tomaba nota de lo que decía y no le interrumpía. A pesar de la repulsión que a veces me inspiraba, no podía por menos de considerarle un espíritu afín. Quizá eso comenzó cuando llegamos al episodio de la cueva. Después de todo, yo tenía mis propios recuerdos de la vida en una cueva, y cuando describía su sentimiento de soledad, me parecía que de alguna forma estaba describiendo cosas que yo había sentido. Mi propia historia era tan disparatada como la suya, pero yo sabia que si alguna vez decidía contársela, él creería cada palabra que yo dijera.
A medida que pasaban los días, el ambiente de la casa se iba haciendo cada vez más claustrofóbico. El tiempo era pésimo —una lluvia heladora, las calles cubiertas de hielo, un viento que te traspasaba—, por lo que tuvimos que suspender temporalmente nuestros paseos. Effing empezó a doblar las sesiones de su necrología. Se retiraba a su dormitorio después del almuerzo para dormir una breve siesta y a las dos y media o las tres volvía a salir, dispuesto a continuar hablando durante varias horas. No sé de dónde sacaba la energía para seguir a semejante ritmo, pero, lejos de tener que detenerse entre frases un poco más de lo habitual, la voz no parecía fallarle nunca. Comencé a vivir dentro de esa voz como si fuera una habitación, una habitación sin ventanas que se iba haciendo más pequeña cada día que pasaba. Ahora Effing llevaba los parches negros sobre los ojos casi constantemente y yo no tenía la posibilidad de engañarme pensando que había alguna comunicación entre nosotros. Él estaba solo con la historia que se desarrollaba en su cabeza y yo estaba solo con las palabras que salían de su boca como un torrente. Esas palabras llenaban cada centímetro del aire que me rodeaba y llegó un momento en que no podía respirar otra cosa. De no ser por Kitty, me habría asfixiado. Cuando terminaba mi jornada de trabajo con Effing, generalmente conseguía verla varias horas y pasar buena parte de la noche con ella. En más de una ocasión no regresé hasta la mañana siguiente. La señora Hume sabía lo que hacía, pero si Effing tenía idea de mis idas y venidas, nunca las mencionó. Lo único que le importaba era que desayunara con él a las ocho todas las mañanas y nunca dejé de sentarme a la mesa puntualmente.
Después de dejar la cueva, dijo Effing, viajó por el desierto varios días hasta encontrar el pueblo de Bluff. A partir de ahí, las cosas fueron más fáciles. Se dirigió hacia el norte, avanzando lentamente de pueblo en pueblo, y a finales de junio llegó a Salt Lake City, donde compró un billete de tren a San Francisco. Fue en California donde se inventó su nuevo nombre y se convirtió en Thomas Effing al firmar el registro del hotel la primera noche. Me dijo que quería que el Thomas fuese por Moran y que hasta que no dejó la pluma no cayó en la cuenta de que Tom era también el nombre del ermitaño, el nombre que le había pertenecido secretamente durante más de un año. Interpretó esta coincidencia como un buen augurio, como si reforzara su elección, convirtiéndola en algo inevitable. Respecto al apellido, me dijo, no juzgaba necesario darme una glosa. Ya me habla dicho que Effing era un juego de palabras y, a menos que le hubiera interpretado mal en algo esencial, yo creía saber de dónde habla salido. Al escribir la palabra
Thomas
, probablemente se había acordado de la expresión
doubting Thomas
. El gerundio habla dado paso a otro:
fucking Thomas
, que en aras de la convención se transformó en
f-ing
.
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De ahí Thomas Effing, el hombre que se había jodido la vida. Dado su gusto por las bromas crueles, me imaginé lo satisfecho que se habría sentido consigo mismo.
Casi desde el principio, yo esperaba siempre que me hablara de sus piernas. Las rocas de Utah me parecían un lugar muy apropiado para esa clase de accidente, pero el relato avanzaba cada día un poco más sin que hiciera mención a lo que le dejó inválido. El viaje con Scoresby y Byrne, el encuentro con George Boca Fea, el tiroteo con los hermanos Gresham: una tras otra, había salido ileso de estas situaciones. Ahora estaba en San Francisco, y yo empezaba a tener mis dudas de que llegásemos alguna vez a ese episodio. Pasó más de una semana describiendo lo que había hecho con el dinero, enumerando las inversiones, las transacciones financieras, los tremendos riesgos que había corrido en la bolsa. Al cabo de nueve meses volvía a ser rico, casi más rico que antes: poseía una casa en Russian Hill con varios criados, tenía todas las mujeres que quería, se movía en los círculos sociales más elegantes. Podía haber llevado permanentemente esta clase de vida (que era la misma que había conocido desde la infancia) de no ser por un incidente que tuvo lugar un año después de su llegada. Invitado a una cena de unos veinte comensales, se encontró de pronto con un personaje de su pasado, un hombre que había sido colega de su padre en Nueva York durante más de diez años. Alonzo Riddle era un anciano por entonces, pero cuando le presentaron a Effing y le estrechó la mano, no hubo duda de que le reconocía. Asombrado, Riddle llegó a comentar que Effing era la viva imagen de alguien que había conocido hacía tiempo. Effing restó importancia a la coincidencia y dijo bromeando que se suponía que todo el mundo tenía un doble exacto en alguna parte, pero Riddle estaba demasiado impresionado para dejarlo correr y se puso a contarle a Effing y a otros invitados la historia de la desaparición de Julian Barber. Fue un momento horrible para Effing y pasó el resto de la velada en un estado de pánico, incapaz de librarse de la mirada inquisitiva y suspicaz de Riddle.
A raíz de este suceso comprendió lo precaria que era su situación. Más tarde o más temprano, tropezaría con otra persona de su pasado y nada le garantizaba que fuese a tener la misma suerte que había tenido con Riddle. Esa persona podría estar más segura de si misma y ser más beligerante en sus acusaciones, y antes de que Effing quisiera darse cuenta, el asunto le estallaría en la cara. Como medida de precaución, dejó bruscamente de dar fiestas y de aceptar invitaciones, pero sabía que esto no iba a ayudarle a la larga. La gente acabaría notando que se había apartado de ellos y eso despertaría su curiosidad, lo cual a su vez daría paso a las habladurías, cosa que sólo podía traer problemas. Esto ocurría en noviembre de 1918. Acababa de firmarse el armisticio y Effing sabía que sus días en Estados Unidos estaban contados. A pesar de esa certeza, se sentía incapaz de hacer nada. Cayó en la inercia, no podía hacer planes ni pensar en las posibilidades que tenía. Abrumado por la culpa, horrorizado de lo que había hecho con su vida, se entregó a absurdas fantasías de volver a Long Island con una mentira colosal que justificase su desaparición. Eso era imposible, pero se aferraba a la idea como a un sueño de redención, inventaba tenazmente una falsa salida tras otra y no era capaz de actuar. Durante varios meses se aisló del mundo, pasaba los días durmiendo en su habitación oscurecida y por las noches se aventuraba a adentrarse en el barrio chino. Siempre era el barrio chino. No deseaba ir allí, pero nunca tenía el valor de no ir. En contra de su voluntad, empezó a frecuentar los burdeles, los fumaderos de opio y las casas de juego que se ocultaban en el laberinto de sus calles estrechas. Buscaba el olvido, me dijo, trataba de ahogarse en una degradación que igualase el odio que sentía por sí mismo. Sus noches se convirtieron en una miasma de ruedas de ruleta y humo, de mujeres chinas con la cara picada de viruela y desdentadas, de cuartos mal ventilados y náuseas. Sus pérdidas eran tan exageradas que en agosto había despilfarrado un tercio de su fortuna en estas noches de libertinaje. Habría continuado hasta el final, según me dijo, hasta que se hubiera matado o arruinado, si su destino no le hubiera partido en dos. Lo que le sucedió no podía haber sido más repentino ni más violento, pero, pese a todas las desdichas que desencadenó, la verdad era que sólo un desastre podía salvarle.
Effing me contó que aquella noche estaba lloviendo. Él acababa de pasar varias horas en el barrio chino y volvía a casa tambaleándose a causa de la droga que llevaba en el cuerpo, apenas consciente de dónde estaba. Eran las tres o las cuatro de la madrugada y había empezado a subir la empinada cuesta que conducía a su casa, parándose casi en cada farola para apoyarse un momento y recobrar el aliento. Al principio de su caminata había perdido el paraguas en alguna parte y cuando llegó a la última pendiente estaba calado hasta los huesos. Con el repicar de la lluvia en la acera y la cabeza obnubilada por el efecto del opio, no oyó al desconocido que se le acercó por la espalda. Iba subiendo trabajosamente la cuesta cuando de pronto sintió como si un edificio se le hubiera caído encima. No tenía ni idea de lo que fue: una porra, un ladrillo, la culata de un revólver, podía haber sido cualquier cosa. Lo único que notó fue la fuerza del golpe, un tremendo impacto en la base del cráneo, e inmediatamente se derrumbó sobre la acera. Debió de estar inconsciente solamente unos segundos, porque lo siguiente que recordaba era que abrió los ojos y el agua le salpicaba la cara. Iba lanzado cuesta abajo por la resbaladiza acera a una velocidad que no podía controlar: de cabeza, sobre el vientre, agitando brazos y piernas en un esfuerzo por agarrarse a algo que detuviera su descenso irrefrenable. Por mucho que lo intentara, no conseguía parar ni levantarse, no podía hacer nada más que deslizarse como un insecto herido. En algún momento debió de torcer el cuerpo de tal modo que su trayectoria le llevaba calle abajo en un ligero ángulo y de pronto vio que estaba a punto de salir disparado por encima del bordillo para ir a caer en la calzada. Se preparó para la sacudida, pero justo cuando llegó al borde, giró otros ochenta o noventa grados y fue a estrellarse contra una farola. Su espina dorsal chocó violentamente contra la base de hierro. En el mismo instante, oyó que algo se quebraba y luego sintió un dolor que no se parecía a nada que hubiera sentido antes, un dolor tan grotesco y tan fuerte que pensó que su cuerpo había estallado literalmente.
Nunca me dio detalles precisos respecto a la lesión. El pronóstico era lo que importaba y los médicos no tardaron en llegar a un veredicto unánime. Sus piernas estaban muertas y por más terapia que hiciera, no podría volver a andar nunca. Me dijo que, curiosamente, esta noticia casi supuso un alivio. Había sido castigado, y como el castigo era terrible, ya no estaba obligado a castigarse a sí mismo. Había pagado su crimen y de repente estaba vacío de nuevo: se acabaron las culpas, se acabaron los temores. Si la naturaleza del accidente hubiera sido distinta, tal vez no habría tenido el mismo efecto, pero como no había visto a su atacante, como nunca comprendió por qué le habían atacado, no pudo por menos de interpretarlo como una forma de justo castigo cósmico. Se había hecho la justicia más pura; un golpe anónimo y brutal había caído del cielo y le habla aplastado arbitrariamente, despiadadamente. No había tenido tiempo de defenderse ni de suplicar. Antes de que él supiera que había comenzado, el juicio había terminado, la sentencia se había dictado y el juez se había marchado de la sala.
Tardó nueve meses en recuperarse (hasta donde le era posible) y luego empezó a hacer los preparativos para marcharse del país. Vendió su casa, transfirió su capital a una cuenta numerada en un banco suizo y le compró un pasaporte falso a nombre de Thomas Effing a un hombre de filiación anarcosindicalista. Las redadas de Palmer estaban en pleno apogeo por entonces, a los Wobblies
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los linchaban, Sacco y Vanzetti habían sido detenidos y la mayoría de los miembros de los grupos izquierdistas hablan pasado a la clandestinidad. El falsificador de pasaportes era un inmigrante húngaro que trabajaba en un sótano abarrotado en Mission, y Effing recordaba haberle pagado mucho dinero por el documento. El hombre estaba al borde de un colapso nervioso, y como sospechaba que Effing era un agente encubierto que le detendría en el momento en que terminase el trabajo, retrasó la entrega del pasaporte durante varias semanas, dándole rebuscadas excusas cada vez que llegaba la fecha acordada. El precio también iba subiendo, pero como el dinero era la menor de las preocupaciones de Effing en aquel momento, finalmente rompió el círculo vicioso ofreciéndole al hombre el doble del precio más alto que había pedido hasta entonces si podía tener el pasaporte listo a las nueve en punto de la mañana siguiente. La oferta era demasiado tentadora —la suma ascendía ya a más de ochocientos dólares— y el húngaro decidió correr el riesgo. Cuando Effing le entregó el dinero en metálico a la mañana siguiente y no le detuvo, el anarquista se echó a llorar y se puso a besarle la mano histéricamente como muestra de gratitud. Ése fue el último contacto que Effing tuvo con nadie en Estados Unidos en veinte años y el recuerdo de aquel hombre destrozado no le abandonó nunca. El país se había ido a la mierda, pensó, y consiguió decirle adiós sin ninguna pena.
En septiembre de 1920 embarcó en el
Descartes
y partió hacia Francia vía Canal de Panamá. No había ninguna razón especial para ir a Francia, pero tampoco la había para no ir. Durante algún tiempo había considerado la posibilidad de trasladarse a algún remanso colonial —a Centroamérica, quizá, o a una isla del Pacifico—, pero la idea de pasar el resto de su vida en una selva, aunque fuese como reyezuelo entre inocentes y cariñosos nativos, no le apetecía. No buscaba el paraíso, simplemente quería un país donde no se aburriese. Inglaterra quedaba descartado (encontraba despreciables a los ingleses) y aunque los franceses no eran mucho mejores, tenía buenos recuerdos del año que pasó en París de joven. Italia también le tentó, pero el hecho de que el francés fuera el único idioma extranjero que hablaba con cierta fluidez inclinó la balanza en favor de Francia. Por lo menos allí comería bien y bebería buenos vinos. Ciertamente, París era la ciudad donde había más probabilidades de que se encontrase con algunos de sus antiguos amigos de Nueva York del mundo artístico, pero la perspectiva de esos encuentros ya no le asustaba. El accidente había cambiado todo eso. Julian Barber había muerto. Él ya no era un artista, no era nadie. Era Thomas Effing, un inválido expatriado confinado en una silla de ruedas, y si alguien ponía en tela de juicio su identidad, le mandaría a la mierda. Era así de sencillo. Ya no le importaba lo que pensara nadie, y si tenía que mentir de vez en cuando respecto a sí mismo, qué más daba, mentiría. Todo el asunto era una impostura en cualquier caso y daba igual lo que hiciera.