El Palacio de la Luna (25 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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A medida que avanzaba la tarde, Effing iba juntando algunos datos sobre el auténtico Tom. Los prolijos e incoherentes relatos de George Boca Fea empezaron a volver sobre sí mismos con cierta frecuencia, cruzándose en suficientes puntos como para formar la estructura de una historia más amplia y unitaria. Repetía incidentes, omitía aspectos cruciales, no contaba los sucesos desde el principio hasta el final, pero, a pesar de todo, acabó dándole suficiente información como para que Effing llegase a la conclusión de que el ermitaño habla estado implicado en actividades delictivas de algún tipo con una banda de forajidos conocida como los hermanos Gresham. No estaba seguro de si el ermitaño había sido un participante activo o si simplemente había dejado que los bandidos utilizaran su cueva como escondite, pero, fuese como fuese, esto parecía explicar el asesinato y las abundantes provisiones que él había encontrado allí el primer día. Temeroso de revelar su ignorancia, Effing no le pidió detalles a George, pero, por lo que dijo el indio, parecía probable que los Gresham volvieran pronto, quizá al final de la primavera. George estaba demasiado distraído para acordarse de dónde estaba la banda ahora y no paraba de levantarse de la silla para pasear por la cueva y examinar las pinturas, moviendo la cabeza con sincera admiración. No sabía que Tom pintase, dijo, repitiendo el comentario varias docenas de veces en el curso de la tarde. Eran las cosas más bellísimas que había visto en su vida, las cosas más bellísimas que había en el mundo entero. Si se portaba bien, dijo, a lo mejor Tom le enseñaba algún día a pintar, y Effing le miró a los ojos y le dijo que sí, que a lo mejor algún día. Effing lamentaba que alguien hubiese visto los cuadros, pero al mismo tiempo se alegraba de que tuvieran una acogida tan entusiasta, dándose cuenta de que probablemente era la única acogida que tendrían aquellas obras.

Después de la visita de George Boca Fea, ya nada fue igual para Effing. Había trabajado constantemente durante los últimos siete meses en forjar su soledad, esforzándose en convertirla en algo sustancial, una fortaleza que delimitara las fronteras de su vida, pero ahora que alguien había estado con él en la cueva, comprendió lo artificial que era su situación. La gente sabía dónde encontrarle, y ahora que había sucedido, no había razón para que no volviese a suceder. Tenía que estar en guardia, constantemente alerta, y las exigencias de esta vigilancia se cobraron su precio, desgastándole hasta que la armonía de su mundo quedó destrozada. No podía hacer nada por evitarlo. Tenía que pasarse los días vigilando y esperando, tenía que prepararse para las cosas que iban a ocurrir. Al principio, estuvo esperando que George volviera, pero a medida que pasaban las semanas y el grandullón no aparecía, empezó a concentrar su atención en los hermanos Gresham. Lo lógico hubiera sido, llegado a ese punto, renunciar, recoger sus cosas y dejar la cueva para siempre, pero algo en él se resistía a ceder tan fácilmente a la amenaza. Sabía que era una locura no marcharse, un gesto sin sentido que casi con certeza le llevaría a la muerte, pero la cueva era lo único que tenía ahora y no podía decidirse a huir.

Lo esencial era no permitir que le cogieran por sorpresa. Si llegaban mientras estaba dormido, no tendría la menor posibilidad, le matarían antes de que pudiera levantarse de la cama. Ya lo habían hecho una vez y no les importaría volver a hacerlo. Por otra parte, si se las ingeniaba para montar algún tipo de alarma que le advirtiera de que se aproximaban, probablemente eso no le daría más que unos momentos de ventaja. El tiempo suficiente para despertarse y coger el rifle, quizá, pero si los tres hermanos venían juntos, seguía llevando las de perder. Podría ganar tiempo si se atrincheraba dentro de la cueva, cerrando la entrada con piedras y ramas, pero entonces renunciaría a la única ventaja que tenía sobre sus atacantes: el hecho de que ellos no sabían que estaba allí. Tan pronto vieran la barricada sabrían que alguien vivía allí y actuarían en consecuencia. Effing pasaba casi todas sus horas de vigilia pensando en estos problemas, sopesando las distintas estrategias posibles, tratando de encontrar un plan que no fuera suicida. Al final, acabó por no dormir en la cueva, y colocó sus mantas y su almohada en un saliente a mitad de la ladera opuesta de la montaña. George Boca Fea había hablado de que los hermanos Gresham eran muy aficionados al whisky y Effing suponía que seria natural que se pusieran a beber en cuanto se instalaran en la cueva. Se aburrirían allí en el desierto y si llegaban a emborracharse, el alcohol seria su mejor aliado. Hizo lo que pudo por eliminar toda huella viviente de su presencia en la cueva; almacenó sus cuadros y sus cuadernos en la parte oscura que había al fondo y dejó de usar la estufa. No podía hacer nada para ocultar las pinturas de los muebles y la pared, pero si la estufa no estaba caliente cuando entraran, tal vez los Gresham supondrían que la persona que había pintado aquello se había ido. No era en absoluto seguro que pensaran eso, pero Effing no veía ninguna otra forma de evitar el callejón sin salida. Necesitaba que supieran que alguien había estado allí, porque si la cueva diese la impresión de haber estado vacía desde su visita anterior, no tendría explicación que el cadáver del ermitaño hubiera desaparecido. Los Gresham se extrañarían de esa desaparición, pero una vez que comprendieran que alguien había vivido allí quizá dejaran de preguntarse qué había pasado. Por lo menos, ésa era la esperanza de Effing. Dada la infinidad de imponderables que había en la situación, no se atrevía a esperar demasiado.

Pasó otro mes infernal y luego, al fin, se presentaron allí. Fue a mediados de mayo, algo más de un año después de su partida de Nueva York en compañía de Byrne. Los Gresham llegaron cabalgando al atardecer, anunciando su presencia por el ruido que hacía eco en las rocas: voces fuertes, risas, unas estrofas cantadas con voz ronca. Effing tuvo tiempo sobrado de prepararse, pero eso no impidió que los latidos de su corazón se acelerasen desacompasadamente. A pesar de las muchas advertencias que se había hecho de conservar la calma, se dio cuenta de que tendría que poner fin al asunto aquella misma noche. No le sería posible soportarlo más tiempo.

Se agazapó en el estrecho saliente que había detrás de la cueva, esperando a que llegase su momento mientras caía la noche. Oyó acercarse a los Gresham, escuchó unos cuantos comentarios sueltos sobre cosas que no entendía y luego oyó que uno de ellos decía:

—Supongo que tendremos que airear esto después de deshacernos del viejo Tom.

Los otros dos se rieron e inmediatamente después las voces cesaron. Eso quería decir que habían entrado en la cueva. Media hora más tarde empezó a salir humo por el tubo metálico que sobresalía del tejado y al poco rato notó el olor de la carne guisada. Durante las dos horas siguientes no sucedió nada. Oyó que los caballos bufaban y pateaban en un pedazo de terreno que había debajo de la cueva, y poco a poco el azul oscuro del anochecer se volvió negro. No había luna aquella noche y en el cielo brillaban las estrellas. De vez en cuando le llegaba una risa ahogada, pero eso era todo. Luego, periódicamente, los Gresham empezaron a salir de la cueva de uno en uno para orinar contra las rocas. Effing esperó que eso significara que estaban jugando a las cartas y emborrachándose, pero era imposible estar seguro de nada. Decidió esperar hasta que el último hubiese vaciado su vejiga y luego les daría una hora u hora y media más. Para entonces probablemente estarían dormidos y no le oirían entrar en la cueva. Mientras tanto, se preguntó cómo iba a usar el rifle con una sola mano. Si no había luz en la cueva, tendría que llevar una vela para ver a sus blancos y nunca había practicado el tiro con una sola mano. Era un rifle de repetición Winchester que era preciso volver a amartillar después de cada disparo y siempre lo había hecho con la mano izquierda. Podía sostener la vela con la boca, naturalmente, pero seria peligroso tener la llama tan cerca de los ojos, por no hablar de lo que sucedería si llegaba a rozarle la barba. Tendría que sostener la vela como si fuera un puro, metiéndola entre el dedo índice y el dedo corazón, y confiar en poder sujetar el cañón del arma con los otros tres dedos al mismo tiempo. Si apoyaba la culata en su estómago en lugar de hacerlo en el hombro, tal vez conseguiría volver a amartillar el rifle lo bastante rápido con la mano derecha después de apretar el gatillo. Pero tampoco podía estar seguro de ello. Hizo unos cálculos desesperados, de último minuto, mientras esperaba en la oscuridad, y se maldijo por su negligencia, asombrado de su estupidez.

Resultó que la luz no era problema. Cuando salió de su escondite y se arrastró hasta la cueva, descubrió que aún había una vela encendida en el interior. Se detuvo a un lado de la entrada y contuvo el aliento, escuchando, dispuesto a volver rápidamente a su saliente silos Gresham estaban todavía despiertos. Después de unos momentos oyó algo que le pareció un ronquido, pero fue inmediatamente seguido por una serie de sonidos que al parecer venían de las proximidades de la mesa: un suspiro, un silencio, y luego un ruido como el de un vaso al ponerlo sobre una superficie. Por lo menos uno de ellos estaba aún despierto, pensó, pero ¿cómo podía estar seguro de que era solamente uno? Entonces oyó el barajar de naipes, siete golpes secos sobre la mesa y luego una breve pausa. Después seis golpes y otra pausa. Luego cinco. Cuatro, tres, dos, uno. Un solitario, pensó Effing, un solitario, sin la menor duda. Uno de ellos estaba levantado y los otros dos dormidos. Tenía que ser eso, de lo contrario el jugador estaría hablando con uno de los otros. Pero no estaba hablando y eso sólo podía significar que no tenía con quien hablar.

Effing puso el rifle en posición de disparar y avanzó hacia la entrada de la cueva. Descubrió que no era difícil sostener la vela con la mano izquierda, su pánico no estaba justificado. El hombre que estaba sentado a la mesa levantó la cabeza bruscamente cuando Effing apareció, luego se le quedó mirando horrorizado.

—Jesús —murmuró—. Pero si tenías que estar muerto.

—Sospecho que estás equivocado —le respondió Effing—. El que está muerto eres tú, no yo.

Apretó el gatillo y un instante después el hombre cayó hacia atrás con su silla, lanzando un grito cuando la bala le dio en el pecho, y luego, de pronto, quedó en silencio. Effing volvió a amartillar el rifle y apuntó al segundo hermano, que estaba tratando precipitadamente de salir de su saco de dormir colocado en el suelo. Effing le mató también de un solo disparo, dándole de lleno en la cara con una bala que le desgarró la parte posterior de la cabeza y lanzó al otro lado de la habitación una masa de sesos y huesos. Pero las cosas no fueron tan fáciles con el tercer Gresham. Ése estaba acostado en la cama, al fondo de la cueva, y para cuando Effing terminó con los dos primeros, el tercero había cogido su revólver y estaba listo para disparar. Una bala pasó junto a la cabeza de Effing y rebotó en la estufa de hierro a su espalda. Amartilló el rifle otra vez y de un salto se puso detrás de la mesa para cubrirse. Al hacerlo apagó accidentalmente las dos velas. La cueva se quedó en la negra oscuridad y el hombre que estaba al fondo empezó de repente a sollozar histéricamente, balbuceando un montón de tonterías acerca del ermitaño muerto y disparando en dirección a Effing. Éste conocía de memoria los contornos de la cueva y aun en la oscuridad sabia exactamente dónde estaba el hombre. Contó seis disparos, comprendió que el enloquecido tercer hermano no podría volver a cargar su revólver sin luz, y entonces se levantó y se dirigió hacia la cama. Apretó el gatillo, oyó chillar al hombre cuando la bala penetró en su cuerpo, luego amartilló de nuevo el rifle y disparó otra vez. Se hizo el silencio en la cueva. Effing percibió el olor de la pólvora que flotaba en el aire y de pronto notó que su cuerpo temblaba. Salió tambaleándose y una vez fuera cayó de rodillas; un momento después, vomitó.

Durmió allí mismo en la boca de la cueva. Cuando despertó a la mañana siguiente, se dispuso inmediatamente a deshacerse de los cadáveres. Le sorprendió descubrir que no sentía el menor remordimiento, que podía mirar a los hombres que había matado sin que la conciencia le remordiera en absoluto. Uno a uno, los fue sacando de la cueva y arrastrándolos hasta la parte de atrás para enterrarlos debajo del chopo, al lado del ermitaño. A primera hora de la tarde acabó con el último cadáver. Agotado por el esfuerzo, volvió a la cueva para comer algo y fue entonces, justo cuando se sentó a la mesa y empezó a servirse un vaso de whisky de los hermanos Gresham, cuando vio las alforjas tiradas debajo de la cama. Según me contó Effing, fue en ese preciso momento cuando todo cambió otra vez para él, cuando su vida viró súbitamente en una nueva dirección. Había seis grandes alforjas en total y al vaciar el contenido de la primera sobre la mesa supo que su estancia en la cueva había terminado; así, con la fuerza y la rapidez de un libro que se cierra de golpe. Había dinero sobre la mesa, y cada vez que vaciaba otra alforja, el montón iba creciendo. Cuando finalmente lo contó, sólo en metálico había más de veinte mil dólares. Mezclados con el dinero, encontró varios relojes, pulseras y collares, y en la última alforja habla tres apretados fajos de bonos al portador que representaban otros diez mil dólares en inversiones tales como una mina de plata en Colorado, la compañía Westinghouse y la Ford Motors. En aquellos tiempos eso era una suma increíble, me dijo Effing, una verdadera fortuna. Si lo administraba correctamente, tendría suficiente para vivir el resto de su vida.

Nunca se planteó devolver el dinero robado, me aseguró, ni pensó en ir a las autoridades e informar de lo ocurrido. No era que temiese ser descubierto cuando contara la historia, era, sencillamente, que quería quedarse con el dinero. Este impulso era tan fuerte que ni siquiera se molestó en reflexionar sobre sus actos. Cogió el dinero porque estaba allí, porque en cierto modo sentía que le pertenecía, y eso fue todo. La cuestión del bien y el mal no se le pasó por la cabeza. Había matado a tres hombres a sangre fría y ahora estaba más allá de las sutilezas de tales consideraciones. Además, dudaba que hubiera mucha gente que llorase la pérdida de los hermanos Gresham. Habían desaparecido y el mundo no tardaría mucho en acostumbrarse a su ausencia. El mundo se acostumbraría, lo mismo que se había acostumbrado a vivir sin Julian Barber.

Pasó todo el día siguiente preparándose para partir. Colocó bien los muebles, lavó todas las manchas de sangre que encontró y guardó cuidadosamente sus cuadernos en el armario. Lamentaba tener que despedirse de sus cuadros, pero no le quedaba otro remedio, así que los apiló cuidadosamente a los pies de la cama y de cara a la pared. No tardó más de un par de horas en hacer esto, pero pasó el resto de la mañana y toda la tarde recogiendo piedras y ramas bajo el ardiente sol para tapar la boca de la cueva. Le parecía dudoso que alguna vez volviera allí, pero de todas formas quería que el lugar permaneciese oculto. Era su monumento particular, la tumba en la cual había enterrado su pasado, y cada vez que pensara en ella en el futuro, deseaba saber que todavía estaba exactamente como él la habla dejado. De esa manera continuarla sirviéndole de refugio mental, aunque nunca volviera a poner el pie allí.

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