—Deberíamos separarnos en grupos de dos para esta búsqueda. El lugar es inmenso —indicó Ben.
—No creo que sea una buena idea —replicó Seth, que no podía borrar de su mente la imagen del puente derrumbándose sobre las aguas.
—Aunque lo hiciéramos así, solamente somos cinco —apuntó Ian—. ¿Quién irá solo?
—Yo —repuso Ben.
Los demás le observaron con una mezcla de alivio y preocupación.
—Sigue sin parecerme una buena idea —repitió Seth.
—Ben tiene razón —apoyó Michael—. Por lo que hemos visto hasta ahora, poco importa si somos cinco o cincuenta.
—Hombre de pocas palabras, pero siempre llenas de ánimo —comentó Roshan.
—Michael —sugirió Ben—, tú y Roshan podéis registrar los niveles. Ian y Seth se ocuparán de este nivel.
Nadie parecía dispuesto a discutir el reparto de destinos. Tan poco apetecible parecía uno como otro.
—Y tú, ¿dónde piensas buscar? —preguntó Ian, intuyendo la respuesta.
—En los túneles.
—Con una condición —indicó Seth, tratando de imponer el sentido común.
Ben asintió.
—Sin heroísmos ni estupideces —explicó Seth—. El primero que vea un indicio de algo se para, marca el lugar y vuelve a buscar al resto.
—Suena razonable —convino Ian.
Michael y Roshan asintieron de buen grado.
—¿Ben? —solicitó Ian.
—De acuerdo —murmuró Ben.
—No lo hemos oído —insistió Seth.
—Prometido —dijo Ben—. Nos encontraremos aquí en media hora.
—El cielo te oiga —dijo Seth.
En la memoria de Sheere las últimas horas se transformaron en apenas unos segundos, durante los que su mente parecía haber sucumbido a los efectos de una poderosa droga que había nublado sus sentidos y la había precipitado a un abismo sin fondo. Recordaba vagamente sus esfuerzos vanos por zafarse de la presión implacable de aquella silueta ígnea que la había arrastrado a través de una interminable retícula de conductos, más oscuros que la noche cerrada. Recordaba también, como una escena extraída de un episodio lejano y confuso, el rostro de Ben debatiéndose en el suelo de una casa cuyos contornos le resultaban familiares, aunque ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez una hora, una semana o un mes.
Cuando recobró la consciencia de su propio cuerpo y de las magulladuras que la lucha había dejado en él, Sheere comprendió que llevaba ya despierta unos segundos y que el escenario que la rodeaba no formaba parte de su pesadilla. Se encontraba en el interior de una estancia larga y profunda, flanqueada por dos hileras de ventanales a través de los cuales se aventuraba cierta claridad lejana que permitía adivinar los restos de lo que parecía, un estrecho salón. Los esqueletos destrozados de tres pequeñas lámparas de cristal pendían del techo igual que arbustos secos. Los restos de un espejo astillado brillaban en la penumbra tras un mostrador que sugería el aspecto de un bar de lujo. Un bar de lujo, sin embargo, devorado por una furia incendiaria inmisericorde.
Trató de incorporarse y, al tiempo que comprobaba que la cadena que le sujetaba las muñecas a la espalda estaba trabada en una estrecha tubería, comprendió instintivamente dónde se hallaba: en el interior de un tren varado en las galerías subterráneas de Jheeter's Gate. La oscura certidumbre de su paradero dejó caer sobre ella una lluvia de agua helada que la despertó del sopor y el aturdimiento que pesaban sobre su mente.
Forzó la vista y trató de encontrar, entre la masa oscura de mesas caídas y restos del incendio, alguna herramienta que pudiera servirle para liberarse de sus ataduras. El interior del vagón devastado no parecía contener más que vestigios carbonizados e inservibles que habían sobrevivido milagrosamente. Forcejeó exasperada sin obtener más resultado que un endurecimiento en las ataduras que la retenían.
Dos metros frente a ella, una masa negra que había tomado desde el principio por una pila de escombros se volvió repentinamente, con la celeridad de un gran felino que hubiera permanecido inmóvil. Una sonrisa luminosa se encendió sobre un rostro invisible en la sombra. Su corazón dio un vuelco y la figura se acercó hasta un palmo escaso de su rostro. Los ojos de Jawahal resplandecieron como brasas al viento y Sheere percibió el hedor ácido y penetrante de la gasolina quemada.
—Bienvenida a lo que queda de mi hogar, Sheere —murmuró Jawahal fríamente—. ¿Es así como te llamas, no?
Sheere asintió, paralizada por el terror que le inspiraba aquella presencia.
—No debes temer nada de mí —dijo Jawahal.
Sheere reprimió las lágrimas que pugnaban por escapar a su control; no pensaba rendirse tan pronto. Cerró los ojos con fuerza y respiró entrecortadamente.
—Mírame cuando te hablo —dijo Jawahal en un tono que le heló la sangre.
Sheere abrió los ojos lentamente y comprobó con horror que la mano de Jawahal se acercaba a su rostro. Sus largos dedos, protegidos por un guante negro, acariciaron su mejilla y le apartaron los mechones de cabello que caían sobre su frente con suma delicadeza. Los ojos de su secuestrador parecieron palidecer por un segundo.
—Te pareces tanto a ella… —susurró Jawahal.
Repentinamente, la mano se retiró al igual que un animal asustado, y Jawahal se incorporó. Sheere notó que las ligaduras a su espalda cedían y sus manos quedaban libres.
—Levántate y sígueme —ordenó.
Sheere obedeció dócilmente y dejó que Jawahal abriera el paso. En cuanto la oscura silueta se hubo adelantado un par de metros entre los escombros del vagón, echó a correr en dirección opuesta tan rápidamente como sus músculos entumecidos se lo permitieron. La muchacha atravesó el vagón atropelladamente y se lanzó contra la puerta que separaba los coches del convoy y los conectaba a través de una pequeña plataforma al aire libre. Posó su mano sobre la manilla de acero ennegrecido y presionó con fuerza. El metal cedió como arcilla de moldear y Sheere contempló atónita cómo se convertía en cinco afilados dedos que la asieron por la muñeca. Lentamente, la lámina de la puerta se dobló sobre sí misma y adquirió la forma de una estatua brillante de cuyo rostro liso emergieron los rasgos de Jawahal. Sus rodillas flaquearon y cayó postrada frente a él. Jawahal la alzó en el aire y la muchacha leyó la ira contenida en sus ojos.
—No trates de huir de mí, Sheere. Muy pronto, tú y yo seremos un solo ser. Yo no soy tu enemigo. Soy tu futuro. Cruza a mi lado o, de lo contrario, esto es lo que sucederá contigo.
Jawahal tomó del suelo los restos de una copa de cristal rota, los rodeó con sus dedos y presionó con fuerza. El cristal se fundió bajo su puño y derramó entre los dedos gruesas gotas de vidrio líquido que cayeron sobre la superficie del vagón formando un espejo de llamas entre los escombros. Jawahal soltó a Sheere y la dejó caer a escasos centímetros del cristal humeante.
—Ahora, haz lo que te he dicho.
Seth se arrodilló frente a lo que parecía una lámina brillante sobre el suelo en la sección central de la estación y la palpó con la yema de los dedos. El líquido estaba tibio, era espeso y tenía la textura del aceite derramado.
—Ian, ven a ver esto —llamó Seth.
El joven se acercó y se arrodilló junto a él. Seth le mostró sus dedos impregnados en aquella sustancia viscosa. Ian humedeció la punta de su dedo índice y, tras comprobar la consistencia frotándola con el pulgar, olfateó la sustancia.
—Es sangre —dictaminó el aspirante a médico.
Seth palideció súbitamente y se limpió los dedos en la pernera del pantalón con impaciencia.
—¿Isobel? —preguntó Seth apartándose del charco y reprimiendo las náuseas que ascendían desde la boca de su estómago.
—No lo sé —respondió Ian desconcertado—. Es reciente o eso parece.
Ian se incorporó y miró alrededor de la amplia mancha oscura.
—No hay marcas alrededor. Ni huellas —murmuró.
Seth le miró, sin comprender el alcance de aquella apreciación.
—Quien quiera que haya perdido toda esa sangre no podría ir muy lejos sin dejar un rastro —explicó Ian—, aunque lo hubiesen arrastrado. No tiene sentido.
Seth sopesó la teoría de su amigo y rodeó los restos de sangre, corroborando la observación de que no había marcas o señales que partiesen de él en varios metros a la redonda. Ambos amigos se reunieron de nuevo e intercambiaron una mirada de extrañeza. Repentinamente, una sombra de incertidumbre asomó en los ojos de Ian y Seth cazó al vuelo la idea que acababa de cruzar la mente de su amigo. Despacio, ambos alzaron la cabeza y miraron en dirección a la bóveda que se elevaba en la oscuridad.
Ian y Seth escrutaron las sombras superiores de la gran sala y su mirada se detuvo sobre la estructura de una gran araña de cristal que pendía de su centro. Desde uno de los extremos, una soga blanca sujetaba un cuerpo envuelto en un manto brillante que se balanceaba lentamente en el vacío. Ambos tragaron saliva.
—¿Está muerto? —preguntó tímidamente Seth.
Ian mantuvo la mirada fija en el macabro hallazgo y se encogió de hombros.
—¿No deberíamos avisar a los demás? —apuntó Seth nerviosamente.
—Tan pronto como averigüemos quién es —replicó Ian—. Si la sangre es suya, y todo parece indicar que así es, puede que aún viva. Vamos a descolgarlo.
Seth entornó los ojos. Había esperado que algo semejante sucediese tan pronto como habían cruzado el puente, pero el constatar que su predicción era cierta reforzó la náusea que le bailaba en la garganta. El muchacho respiró profundamente y optó por no meditar más al respecto.
—De acuerdo —convino Seth, resignado—. ¿Cómo?
Ian examinó la parte superior de la sala y advirtió que existía una plataforma metálica que rodeaba su perímetro a unos quince metros de altura. Desde allí partía un estrecho conducto hasta la araña de cristal, apenas una pasarela, probablemente destinada al mantenimiento y limpieza de la estructura.
—Subiremos hasta ese pasillo y lo descolgaremos —señaló Ian.
—Uno de nosotros tendría que quedarse aquí para atenderlo —precisó Seth—, y creo que tendrías que ser tú.
Ian observó detenidamente a su compañero.
—¿Estás seguro de que quieres subir solo?
—Me muero de ganas… —replicó Seth—. Espera aquí. Y no te muevas.
Ian asintió y vio partir a Seth en dirección a las escalinatas que ascendían al nivel superior de Jheeter's Gate. Tan pronto como las sombras engulleron a su compañero y el sonido de sus pasos se alejó escaleras arriba, examinó la oscuridad a su alrededor.
Las brisas que escapaban de los túneles siseaban en sus oídos y arrastraban pequeños fragmentos de escombros sobre el suelo. Ian alzó de nuevo la vista y trató de reconocer aquella figura que giraba suspendida sin conseguirlo. La sola idea de que pudiera tratarse de Isobel, Siraj o Sheere no osaba insinuarse en su mente. De súbito, un reflejo fugaz pareció iluminar la superficie del charco a sus pies, pero cuando Ian bajó la mirada, ya no había nada.
Jawahal arrastró a Sheere a través del pasadizo fantasmal que formaba aquel tren detenido en el túnel hasta el vagón de cabeza, que precedía a la locomotora. Una intensa lumbre anaranjada asomaba bajo las compuertas del vagón y el rumor furioso de una caldera rugía en su interior. Sheere sintió que la temperatura crecía vertiginosamente a su alrededor y que todos los poros de su piel se abrían al contacto del aire ardiente y abrasador que exhalaba aquel lugar.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Sheere, alarmada.
Jawahal cerró sus dedos sobre su brazo como un grillete y tiró de ella con fuerza.
—La máquina del fuego —respondió Jawahal abriendo la puerta y empujando a la muchacha al interior—. Ésta es mi casa y mi cárcel. Pero muy pronto todo eso cambiará gracias a ti, Sheere. Después de todos estos años, nos hemos reunido de nuevo. ¿No es eso lo que siempre has deseado?
Sheere se protegió el rostro de la bocanada de calor mordiente que le asaltó súbitamente y observó entre sus dedos el interior de aquel vagón. Una gigantesca maquinaria formada por grandes calderas metálicas unidas a un interminable alambique de tuberías y válvulas rugía frente a ella amenazando con estallar por los aires. De entre las junturas de aquel monstruoso ingenio exhalaban furiosos escapes de vapor y gas, que adquirían el intenso tinte cobrizo que revestía las paredes del vagón. Sobre una plancha de metal que sostenía todo un juego de llaves de presión y manómetros, Sheere reconoció una figura labrada en el hierro que representaba un águila alzándose majestuosamente de entre las llamas. Bajo la efigie del ave Sheere advirtió unas palabras grabadas en un alfabeto que desconocía.
—El Pájaro de Fuego —dijo Jawahal junto a ella— «mi alter ego».
—Mi padre construyó esta máquina… —murmuró Sheere—. Usted no tiene ningún derecho a utilizarla. No es más que un ladrón y un asesino.
Jawahal la observó pensativo y se relamió los labios.
—¿Qué mundo hemos construido donde ya ni los ignorantes pueden ser felices? —preguntó Jawahal—. Despierta, Sheere.
Sheere se volvió a contemplar con desprecio a Jawahal.
—Usted le mató… —dijo dirigiéndole una intensa mirada de odio.
Los labios de Jawahal se encogieron en una mueca silenciosa y grotesca. Segundos más tarde, Sheere comprendió que se estaba riendo. Mientras lo hacía, Jawahal la empujó suavemente contra la pared ardiente del vagón y la señaló con un dedo acusador.
—Quédate ahí y no te muevas —ordenó.
Sheere observó a Jawahal acercarse a la palpitante maquinaria del Pájaro de Fuego y vio que posaba las palmas de las manos sobre el metal ardiente de las calderas. Sus manos se adhirieron a la plancha y Sheere pudo oler el hedor a piel chamuscada entre el espeluznante sonido que producía la carne al quemarse. Jawahal entreabrió lentamente los labios y las nubes de vapor que flotaban en el vagón parecieron adentrarse en sus entrañas. Luego se volvió y sonrió ante el rostro horrorizado de la joven.
—¿Te asusta jugar con fuego? Entonces jugaremos a otra cosa. No podemos decepcionar a tus amigos.
Sin esperar réplica, Jawahal se apartó de las calderas y se dirigió hasta el extremo del vagón, donde cogió un gran cesto de mimbre con el que se acercó a Sheere sosteniendo una inquietante sonrisa en los labios.
—¿Sabes cuál es el animal que más se parece al hombre? —preguntó amablemente Jawahal.
Sheere negó.
—Veo que la educación que te ha proporcionado tu abuela es más pobre de lo que cabría suponer. La ausencia de un padre es irreparable…