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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (20 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Una vez libre de la turba de curiosos y vecinos, Michael examinó las viviendas colindantes en busca de posibles indicios que sugiriesen a dónde podía haber huido la anciana que guardaba con ella el secreto que Seth y él apenas habían conseguido desentrañar. Los dos extremos de la calle se perdían en el amasijo de edificios, bazares y palacios de la ciudad negra. Aryami Bosé podía estar en cualquier lugar.

El joven consideró durante unos instantes varias posibilidades y finalmente se decidió por emprender rumbo hacia el Oeste, en dirección a las orillas del río Hooghly. Allí miles de peregrinos se sumergían en las aguas sagradas del delta del Ganges buscando la purificación del cielo y obteniendo la mayoría de las veces a cambio fiebres y enfermedades.

Sin volverse a contemplar las ruinas de la casa derribada por las llamas, Michael emprendió el camino a pleno sol, sorteando el gentío que poblaba las calles y las sumergía en una algarabía de mercaderes, riñas y rezos no escuchados. La voz de Calcuta. A su espalda, a una veintena de metros, una figura envuelta en un manto oscuro asomó entre los recodos de un callejón y empezó a seguirle entre la multitud.

Ian abrió los ojos a la luz del mediodía con la clara certeza de que su insomnio perenne no parecía estar dispuesto a concederle más que unas horas de tregua en honor a la fatiga que sentía tras los acontecimientos de las últimas horas. A juzgar por la consistencia de la luz que bañaba la habitación en la torre oeste de la casa del ingeniero Chandra, calculó que debían de estar cruzando el meridiano de media tarde. El apetito contumaz que le había asaltado al amanecer volvió a hacer rechinar sus dientes con toda su saña. Como solía bromear Ben, parodiando las palabras del maestro Tagore, cuyo castillo se encontraba a pocos metros de allí, cuando el estómago habla, el hombre sabio escucha.

Ian salió de la habitación con sigilo y comprobó que Sheere y Ben seguían disfrutando de un envidiable descanso en brazos de Morfeo. Y sospechó que, al despertar, incluso Sheere estaría dispuesta a dar cuenta del primer objeto comestible que se pusiera a tiro. Por lo que respectaba a Ben, no le cabía duda. En estos momentos su mejor amigo debía de estar soñando con una bandeja repleta de delicias culinarias y un suntuoso postre de dulces de Chandra, una mezcla de jugo de lima y leche hirviendo que enloquecía a los golosos bengalíes.

Consciente de que el sueño ya había sido más caritativo con él de lo que cabía esperar, decidió aventurarse al exterior en busca de provisiones con que aplacar su apetito y el de sus compañeros. Con algo de fortuna, pensó, estaría de vuelta antes de que ambos hubiesen tenido tiempo de bostezar.

Atravesó la sala de la gran maqueta y se dirigió hasta la escalera en espiral, comprobando satisfecho que a la luz del día el aspecto de la casa resultaba considerablemente menos inquietante. La primera planta permanecía imperturbable e Ian constató el hecho de que la casa aislaba el interior de la temperatura externa con prodigiosa efectividad. No le costaba imaginar el sofocante calor que debía de imponer su ley tras aquellos muros y, sin embargo, la casa del ingeniero se diría situada en el país de la eterna primavera. Cruzó varias galaxias a paso ligero sobre el mosaico a sus pies y abrió la puerta al exterior, confiando en no olvidar la combinación de la excéntrica cerradura que sellaba el santuario privado de Chandra Chatterohec.

El sol caía inmisericorde sobre el espeso jardín y la laguna que la noche anterior le había parecido una lámina de ébano pulido desprendía ahora intensos destellos sobre la fachada de la casa. Ian se dirigió a la boca de salida del túnel secreto bajo el puente de madera y por un momento se dejó llevar por la ilusión de que, a la luz de un día resplandeciente y abrasador de verano como aquél, las amenazas que durante la noche les habían atormentado parecían desvanecerse con la misma facilidad que una figura de hielo en el desierto.

Disfrutando de aquel paréntesis de tranquilidad, se introdujo en el pasillo y, antes de que el hedor acre de su interior invadiese sus pulmones, salió de nuevo por la brecha que conducía a la calle. Una vez allí, lanzó mentalmente una moneda al aire, y decidió emprender su búsqueda alimentaria hacia el Oeste.

Mientras se alejaba canturreando por la calle desierta, poco podía imaginar que los cuatro círculos concéntricos de la cerradura de la casa habían empezado a girar de nuevo con infinita lentitud y que esta vez la palabra de cuatro letras que compondrían al fijarse en la vertical no era el nombre de Dido, sino el de otra diosa mucho más próxima: Kali.

Ben creyó escuchar un estruendo en sueños y despertó a la oscuridad absoluta de la habitación en que había estado descansando. Su primera impresión, en el aturdimiento de los segundos que siguen al brusco despertar de un largo y profundo sueño, fue de perplejidad al comprobar que ya había anochecido y que debían de haber dormido durante más de doce horas. Un instante después, al escuchar de nuevo el impacto seco que creía haber oído en su sueño, comprendió que no era la noche lo que impedía que la luz del día penetrase en la habitación. Algo estaba sucediendo en la casa. Los postigos se estaban cerrando con fuerza, como las compuertas de una esclusa, herméticamente. Ben saltó de la cama y corrió hacia la puerta en busca de sus amigos.

—¡Ben! —escuchó gritar a Sheere.

Corrió hasta la puerta de su habitación y la abrió. Su hermana, inmóvil, estaba al otro lado de la puerta, temblando. La abrazó y la sacó de la estancia mientras contemplaba aterrado cómo, uno a uno, los ventanales de la casa se cerraban al igual que párpados de piedra.

—Ben —gimió Sheere—. Algo ha entrado en la habitación mientras dormía y me ha tocado.

Ben sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y condujo a Sheere hasta el centro de la sala de la maqueta de la ciudad. En un segundo, se hizo la oscuridad absoluta en torno a ellos. Ben rodeó a Sheere con sus brazos y le susurró que guardase silencio mientras trataba de escrutar en la oscuridad algún signo de movimiento. Sus ojos no consiguieron discernir forma alguna entre las sombras, pero ambos pudieron oír aquel rumor que parecía invadir los muros de la casa y hacía pensar en cientos de pequeños animales correteando bajo el suelo y entre las paredes.

—¿Qué es eso, Ben? —susurró Sheere.

Ben trataba de encontrar una respuesta cuando un nuevo acontecimiento le robó las palabras. Las luces de la maqueta de la ciudad se estaban encendiendo lentamente y los dos muchachos asistieron al nacimiento de una Calcuta nocturna frente a ellos. Ben tragó saliva y sintió que Sheere se aferraba con fuerza a él. En el centro de la maqueta, el pequeño tren prendió sus faroles y sus ruedas empezaron a girar lentamente.

—Salgamos de aquí —murmuró Ben conduciendo a tientas a su hermana en dirección a la escalera que descendía al piso inferior—. Ahora.

Antes de que pudieran recorrer unos pasos en dirección a la escalinata, Ben y Sheere vieron que un círculo de fuego abría un orificio en la puerta de la habitación que había ocupado la muchacha y, en menos de un segundo, la consumía como una brasa que atravesase una hoja de papel. Ben sintió que sus pies se clavaban al suelo y observó unas pisadas de llamas que se acercaban a grandes zancadas desde el umbral de la puerta.

—¡Corre abajo! —gritó Ben empujando a su hermana hacia el pie de las escaleras—. ¡Hazlo!

Sheere se precipitó escaleras abajo presa de pánico y Ben permaneció inmóvil en la trayectoria de aquellas huellas llameantes que se abrían camino hacia él a toda velocidad. Una bocanada de aire caliente e impregnado de un hedor a queroseno quemado le escupió en el rostro al tiempo que una pisada de llamas caía a dos palmos de sus pies. Dos pupilas rojas como hierro candente se encendieron en la oscuridad y Ben sintió que una garra de fuego se cerraba sobre su brazo derecho. Al instante notó que aquella tenaza pulverizaba la tela de su camisa hasta quemar su piel.

—Todavía no ha llegado la hora de nuestro encuentro —murmuró una voz metálica y cavernosa frente a él—, apártate.

Antes de que pudiera reaccionar, la férrea mano que le asía le impulsó con fuerza a un lado y le derribó en el suelo. Ben cayó sobre un costado y se palpó el brazo herido. Entonces logró ver a un espectro incandescente que descendía por la escalera de caracol destruyéndola a su paso.

Los alaridos de terror de Sheere en el piso inferior le proporcionaron las fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Corrió hacia aquella escalera que apenas era ya un esqueleto de barras de metal vestidas de llamas y comprobó que los escalones habían desaparecido. Se lanzó por el hueco de la escalerilla. Su cuerpo impactó contra el mosaico de la primera planta y una sacudida de dolor le recorrió el brazo lacerado por el fuego.

—¡Ben! —gritó Sheere—. ¡Por favor!

Ben alzó la mirada y contempló cómo Sheere era arrastrada sobre el suelo de estrellas encendidas envuelta en un manto de llamas traslúcido, como la crisálida de una mariposa infernal. Se incorporó y corrió tras ella, siguiendo el rastro que su raptor dejaba en dirección a la parte trasera de la casa y tratando de esquivar el impacto furioso de los cientos de libros de la biblioteca circular que salían despedidos ardiendo desde los estantes y se descomponían en una lluvia de páginas en combustión. Uno de los impactos le derribó de nuevo, cayó de bruces y se golpeó en la cabeza.

Su visión se nubló lentamente mientras observaba al visitante ígneo que se detenía y se volvía a contemplarle. Sheere aullaba de pánico, pero sus gritos ya no eran audibles. Ben luchó por arrastrarse unos centímetros por el suelo cubierto de brasas y trató de no ceder a aquel impulso de dejarse vencer por el sueño y abandonar la resistencia. Una sonrisa cruel y canina se dibujó frente a él, y entre la masa borrosa que convertía su campo de visión en un cuadro de acuarelas frescas, reconoció al hombre que había visto en la locomotora de aquel tren fantasmal cruzando la noche. Jawahal.

—Cuando estés listo, ven a por mí —le susurró el espíritu de fuego—. Ya sabes dónde estoy…

Un instante después, Jawahal asió de nuevo a Sheere y atravesó con ella la pared trasera de la casa como si fuese una cortina de humo. Antes de perder el sentido, Ben escuchó el eco del tren alejándose en la distancia.

—Está volviendo en sí —murmuró una voz a cientos de kilómetros de allí.

Ben trató de dilucidar las manchas borrosas que se agitaban frente a su rostro y pronto reconoció algunos rasgos familiares. Unas manos le acomodaron suavemente y colocaron un objeto blando y confortable bajo su cabeza. Ben parpadeó repetidamente. Los ojos de Ian, enrojecidos y desesperados, le observaban ansiosos. Junto a él estaban Seth y Roshan.

—¡Ben!, ¿puedes oírnos? —preguntó Seth, cuyo rostro parecía sugerir que no había dormido en una semana.

Ben recordó súbitamente y quiso incorporarse bruscamente. Las manos de los tres muchachos le devolvieron a su posición de reposo.

—¿Dónde está Sheere? —consiguió articular.

Ian, Seth y Roshan intercambiaron una mirada sombría.

—No está aquí, Ben —contestó Ian, finalmente.

Ben sintió que el cielo se desprendía a trozos sobre él y cerró los ojos.

—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó finalmente, más sereno.

—Me desperté antes que vosotros —explicó Ian— y decidí salir a buscar algo para comer. Por el camino me encontré a Seth, que venía hacia la casa. De vuelta vimos que todas las ventanas estaban cerradas y que salía humo del interior. Vinimos corriendo y te encontramos sin sentido. Sheere ya no estaba.

—Jawahal se la ha llevado.

Ian y Seth se miraron de refilón.

—¿Qué pasa? ¿Qué has averiguado?

Seth se llevó las manos a su espesa mata de pelo y lo apartó de su frente. Sus ojos le delataban.

—No estoy seguro de que ese Jawahal exista, Ben —afirmó el robusto muchacho—. Creo que Aryami nos mintió.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Ben—. ¿Por qué iba a mentirnos?

Seth resumió sus averiguaciones en el museo con Mr. De Rozio y explicó que no existía mención alguna a Jawahal en toda la documentación del juicio excepto en una misiva particular firmada por el coronel Hewelyn, encubridor del asunto por oscuras razones, dirigida al ingeniero. Ben escuchó las revelaciones con incredulidad.

—Eso no prueba nada —objetó—. Jawahal fue condenado y encarcelado. Se fugó hace dieciséis años y entonces empezaron sus crímenes.

Seth suspiró, negando de nuevo.

—Estuve en la prisión de Curzon Fort, Ben —dijo con tristeza—. No hubo ninguna fuga ni ningún incendio hace dieciséis años. La penitenciaría ardió en 1857. Jawahal nunca pudo haber estado allí ni fugarse de una prisión que ya no existía desde décadas antes de que se celebrase su juicio. Un juicio donde ni se le menciona. Nada encaja.

Ben le miró boquiabierto.

—Nos mintió, Ben —dijo Seth—. Tu abuela nos mintió.

—¿Dónde está ella ahora?

—Michael está buscándola —aclaró Ian—. Cuando la encuentre, la traerá aquí.

—¿Y dónde están los demás? —Inquirió de nuevo Ben.

Roshan miró con indecisión a Ian. Éste asintió gravemente.

—Díselo —dijo.

Michael se detuvo a contemplar la bruma crepuscular que cubría la orilla oeste del Hooghly.

Decenas de siluetas envueltas parcialmente en sus mantos blancos y raídos se sumergían en las aguas del río y la suma de sus voces se perdía en el murmullo de la corriente. El sonido de las palomas que batían sus alas al viento elevándose en la jungla de palacios y cúpulas descoloridas y alineadas frente a la lámina de luz del Hooghly recordaba una Venecia de las tinieblas.

—¿Eres tú quien me busca? —dijo la anciana, que yacía sentada a unos metros de él, su rostro oculto en un velo.

Michael la miró y la anciana alzó su velo. Los ojos tristes y profundos de Aryami Bosé palidecieron al crepúsculo.

—No tenemos mucho tiempo, señora —dijo Michael—. Ya no.

Aryami asintió y se incorporó lentamente. Michael le ofreció su brazo y ambos partieron rumbo a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee al amparo del ocaso.

Los cinco muchachos se reunieron en silencio en torno a Aryami Bosé. Esperaron pacientemente a que la anciana se acomodase y encontrara el instante oportuno en que saldar la deuda que había contraído con ellos al ocultarles la verdad. Ninguno osó pronunciar palabra antes que ella. La angustiosa urgencia que les consumía interiormente se transformó momentáneamente en una tensa calma, una sombra de incertidumbre ante la sospecha de que el secreto que la dama había guardado con tanto celo supusiera un desafío insalvable.

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