Se sintió revivir. Antes de que se enfriara su entusiasmo, cogió uno tras otro cuatro sueños que ya había leído varias veces y, en un abrir y cerrar de ojos, escribió la correspondiente interpretación en cada hoja. Estaba satisfecho y se disponía a ocuparse de la hoja del quinto sueño, cuando un impulso inexplicable lo llevó a buscar nuevamente el primero y a leer la interpretación que había escrito al pie. La duda se apoderó al instante de él. ¿No me estaré confundiendo, no tendrá este sueño una interpretación distinta?, se repetía. Poco más tarde le pareció tener la completa seguridad de que la interpretación era equivocada. Un sudor frío le inundó la frente y con ojos mortecinos miraba aquellos renglones que su mano había garabateado poco antes con tanta celeridad y que ahora le parecían ajenos, hostiles. ¿Qué debía hacer? Al pronto se dijo: al diablo, ¿quién le va a prestar tanta atención a este sueño entre las decenas de miles que pasan por aquí?, y se aprestaba a dejar la hoja tal cual estaba, pero a último momento su mano volvió a retirarlo. ¿Y si alguien descubría el error? Con mayor motivo tratándose de un sueño que delataba a funcionarios del Estado. Además aquello podía llegar a saberse por algún medio en los círculos oficiales, y lo peor es que alguien podía tomarlo como una acusación contra sí mismo o contra su propio círculo. Investigarían quién había sido el autor de aquella interpretación y si llegaban a enterarse dirían: «Mira, mira, un advenedizo recién entrado en el Tabir Saray, un tal Mark-Alem, con el primer sueño que interpreta pretende cubrir de fango a los altos servidores del Estado. No perdáis de vista a esa serpiente venenosa.»
Cogió la hoja de la mesa con tanto arrebato como si temiera que alguien pudiera ver lo que estaba escrito en ella. Debía hacer algo para enmendar aquel desatino antes de que fuera tarde. Pero, ¿qué? Por su cabeza pasó la idea de hacer desaparecer el sueño sin más, pero enseguida recordó que cada expediente llevaba anotado en la cubierta el número de sueños que contenía. Sólo eso le faltaba, ir a parar a la cárcel como un malhechor. Otra cosa, se dijo, otra solución. Era preciso encontrar otra salida. Ah, si no se hubiera apresurado, si no se hubiera lanzado sobre la pluma como un insensato, ahora podría darle al sueño una explicación completamente distinta. Un impulso diabólico lo había empujado a teñir de negro aquella hoja para su propia desgracia. Y ahora todo estaba perdido. Pero, espera, se dijo sin apartar los ojos de su escritura que ya le resultaba odiosa, espera un poco, quizá no todo esté perdido. Cuando hubo leído la hoja por tercera vez, le sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes. Un alivio inesperado se extendió desde sus sienes descendiendo por la garganta hasta los pulmones. A fin de cuentas, las correcciones eran una cosa muy habitual sobre un texto. Lo haría de tal modo que no llamara la atención, que pareciera un mero intento de precisar la frase, como mucho una corrección de estilo. Bastaba con añadir otro verbo. Leyó quién sabe cuántas veces más la frase: «Un grupo de funcionarios, cometida una acción lesiva contra el Estado…», y por fin, con mano temblorosa, tras la palabra «cometida» añadió «impedida» y corrigió el tiempo del verbo. La frase resultó con un sentido completamente opuesto: «Un grupo de funcionarios, tras haber impedido que se cometiera una acción lesiva contra el Estado…». Lo volvió a leer una vez, dos veces más y todo le pareció en regla. La corrección no saltaba demasiado a la vista. Y aunque lo hiciera, podía tomarse por un simple descuido en el curso de la escritura, enmendado por su autor al releerla. Tomó aliento aliviado. Bueno, finalmente, ya estaba hecho… (Mark-Alem, después de cometer una acción contra el Estado…). Miró en torno con terror. ¿Y si alguien hubiese advertido sus manejos? Qué locura, se dijo. El empleado más próximo, que trabajaba en su misma mesa, se encontraba tan lejos que no podría distinguir ni el título del expediente, mucho menos lo que él escribía. Qué suerte tener una caligrafía tan menuda, pensó luego y de nuevo suspiró con alivio. Ahora, superada aquella conmoción, podía descansar un poco. ¡Un trabajo diabólico aquél!
Echo un vistazo de soslayo a la sala. Los funcionarios trabajaban sosegadamente, sumergidos en sus cartapacios. Ni el rasgar de las plumas se oía. Aquí y allá, alguno dejaba su asiento y con paso precavido, esforzándose por hacer el menor ruido posible, trasponía la puerta. Sin duda descendía al Archivo, para consultar interpretaciones de sueños semejantes a los que tenían entre manos, hechas con anterioridad, algunas de épocas pasadas, por descifradores ilustres. Gran Dios, suspiró Mark-Alem observando esas decenas de cabezas inclinadas sobre sus expedientes.
En los cartapacios se encontraba el sueño del mundo, ese océano de pavor sobre cuya superficie se afanaban en vislumbrar algunos signos perdidos, algunas señales. ¡Infortunados de nosotros!, gimió.
Se impuso la lectura de algunas hojas más, pero su cerebro estaba embotado. Sus ojos leían el texto de los sueños, pero él estaba ausente. Soldados con el rostro velado. Miles de zapatos en una plaza y sobre ella una cuerda tendida atravesándola. De nuevo la nieve, pero esta vez en el interior de grandes arcones, junto con la dote de… un hombre. ¡Vaya un cerebro trastornado!, pensó Mark-Alem y, repentinamente, con un sentimiento extraño semejante a la nostalgia, recordó su primer sueño en el interior de aquel Palacio. Tres zorros blancos sobre el minarete de la mezquita de la subprefectura. Un hermoso sueño, transparente, diáfano. ¿Dónde podría encontrarse ahora, entre aquel océano pavoroso? Vaya, exclamó y atrajo hacia sí una de las hojas. Debía descifrar al menos un par de ellos antes del descanso: pero la campanilla sonó cuando aún no se lo esperaba, interrumpiendo el trabajo, de modo que cerró el legajo.
En el sótano donde se tomaba el café y el salep imperaba la animación acostumbrada. Era el único lugar donde Mark-Alem tenía la oportunidad de sostener alguna charla, ya fuera con gente conocida o desconocida. En Selección había permanecido poco tiempo, por tanto no eran muchos sus conocidos de ese departamento, y aun más escasos los que llegaba a encontrar en el café. Además, aun cuando se topaba con ellos le producían una extraña sensación; le resultaban distantes, pertenecientes a una fase remota de su vida. Prefería entablar conversación con algún desconocido. En Selección no se había sentido ni un solo día satisfecho y puede que ésta fuera la razón de que eludiera el encuentro con sus empleados. En Interpretación los días habían transcurrido igualmente aburridos y sombríos, a excepción del presente en que por fin había logrado hacer algo. Quizá fuera ésta la causa de que, a diferencia de otras ocasiones, en que acostumbraba a bajar con el espíritu amargado, ese día se encontraba de mejor talante.
—¿Dónde trabajas? —le preguntó como al descuido al hombre frente al cual había encontrado un espacio libre en la mesa cubierta de tazas vacías. El aludido se envaró de inmediato igual que ante un superior.
—En la Copistería, señor.
Mark-Alem no se había equivocado. Saltaba a la vista que era un funcionario recién admitido, igual que él mismo lo era un mes atrás.
—¿No estarás enfermo? —le preguntó después de sorber el café, asombrándose a sí mismo de su seguridad.— Estás muy pálido.
—No, señor —respondió el otro, depositando al instante el tazón de salep sobre la mesa.— Pero… tenemos mucho trabajo y…
—Sí, por supuesto —lo atajó Mark-Alem con el mismo tono trivial, sin que él mismo alcanzara a comprender de dónde procedía.— Sin duda nos encontramos en un período de afluencia de sueños.
—Sí, sí —confirmó su interlocutor cabeceando con tanta energía que Mark-Alem tuvo la impresión de que unos cuantos cabeceos más bastarían para que su endeble cuello se quebrara.— ¿Y usted? —le preguntó, un tanto apocado.
—En Interpretación.
Los ojos del hombre se iluminaron por dentro, con esa suerte de sonrisa que parece significar: ya decía yo…
—Tómate el salep, se va a enfriar —dijo Mark-Alem al advertir que no se atrevía a alzar el tazón de la mesa.
—Es la primera vez que tengo la oportunidad de encontrarme con un señor de Interpretación. ¡Me siento tan honrado! ¡Y conmovido!
Dos o tres veces cogió el tazón y otras tantas lo volvió a dejar donde estaba, sin atreverse a acercárselo a los labios.
—¿Hace mucho que trabajas en el Palacio?
—Dos meses, señor.
Pues en dos meses has conseguido quedarte en los huesos, pensó Mark-Alem. ¿Cómo quedaría él al cabo de ese tiempo?
—Hemos tenido mucho, mucho trabajo últimamente —afirmó el de Copistería sorbiendo finalmente el salep.— Hemos estado haciendo horas extras todos los días.
—Salta a la vista.
El otro sonrió como diciendo: «¿Acaso es culpa mía?»
—Resulta que las cámaras de incomunicación están junto a nuestra oficina y, cuando necesitan copistas durante los interrogatorios, nos mandan llamar a nosotros.
—¿Cámaras de incomunicación? —lo interpeló Mark-Alem.— ¿Qué es eso?
—¿Acaso no lo sabe? —se extrañó y Mark-Alem se arrepintió al instante de su pregunta.
—Nunca he tenido nada que ver con ello —murmuró—, aunque algo he oído decir.
—Están prácticamente pegadas a nuestro departamento.
—¿No serán las que se encuentran en esa ala del Palacio vigilada por centinelas?
—Justamente —respondió el hombre con satisfacción.— Los centinelas están justo a la entrada. ¿De modo que ha estado allí?
—Sí, he pasado, pero por otros asuntos.
—Dos pasos más allá están nuestras oficinas, por eso cuando tienen necesidad de copistas acuden a nosotros. ¡Oh, este trabajo es verdaderamente infernal! En este momento hay uno allí sometido a interrogatorio permanente desde hace cuarenta días.
—¿Qué ha hecho? —indagó Mark-Alem, acompañando a su pregunta de un bostezo para darle un aire menos premeditado.
—¿Cómo que qué ha hecho? Está bien claro lo que ha hecho —y miró con insistencia a Mark-Alem.— Es el autor de un sueño.
—El autor de un sueño, ¿y qué?
—En esas salas, como puede que sepa, se encierra a los autores de sueños que el Tabir Saray juzga necesario convocar para pedirles explicaciones adicionales en torno al sueño que han enviado.
—Ah, sí, algo creo haber oído —respondió Mark-Alem y a punto estuvo de volver a bostezar, pero entretanto distinguió por primera vez cómo se enfriaba el ardor en los ojos del copista.
—Quizá no debiera haber hablado de algo que se considera secreto, como todo aquí, pero ya que usted, tal como dijo, trabaja en Interpretación, imaginé que estaba al tanto de estas cosas.
Mark-Alem rió.
—¿Te arrepientes de haber hablado? En efecto, trabajo en Interpretación y conozco secretos mucho más importantes que los que has mencionado.
—Naturalmente, naturalmente —concedió el otro, cuya expresión recuperaba el entusiasmo anterior.
—Aparte de eso —añadió Mark-Alem bajando la voz— yo pertenezco a la familia Qyprilli, de modo que no temas que…
—Oh, señor, me lo decía el corazón… Oh, gran Dios, qué suerte que se haya dignado a cambiar unas palabras conmigo.
—¿Y cómo va el asunto de ese hombre encerrado en la cámara de incomunicación? —lo interrumpió Mark-Alem.— ¿Progresa?, tú eres el copista, ¿no es así?
—Sí, señor, allí he estado trabajando todos estos días. De allí vengo ahora. ¿Qué cómo va ese asunto? Pues, cómo le diría… Han llenado ya cientos de páginas con su declaración. Es comprensible que esté derrumbado, pero no es culpa suya. Es un hombre anodino, de una subprefectura perdida del extremo oriental. Ni se le había pasado por la cabeza que vendría a parar al Tabir por mandar aquel sueño suyo.
—¿Y qué tiene ese sueño para ser tan importante?
El otro se encogió de hombros.
—Ni yo mismo lo sé. A primera vista parece sencillo, pero algo debe de tener para que le den tanta importancia. Dicen que Interpretación lo ha devuelto para un esclarecimiento complementario. Y ahí lo tiene, lleva ya qué sé yo el tiempo y sigue sin aclararse nada, cada vez se embrolla más el asunto.
—No lo comprendo, ¿qué es lo que se le puede pedir al autor de un sueño?
—Es difícil decirlo, señor. Yo tampoco lo entiendo muy bien. Lo que le reclaman son unas precisiones minuciosas, sorprendentes. Es comprensible que no esté en condiciones de darlas. Ha pasado tanto tiempo desde que tuvo el sueño… Por otro lado, después de tantos días aquí encerrado, no sabe ni dónde está. Lógicamente, a estas alturas, en su memoria no queda ni rastro del sueño.
—¿Es frecuente que venga gente así? —preguntó Mark-Alem.
—No creo. Dos o tres al año, no más. De lo contrario la gente se asustaría y lo pensarían antes de enviar sus sueños.
—Claro. ¿Y qué se va a hacer con él ahora?
—Continuará el interrogatorio hasta, hasta… —el copista extendió los brazos—, no tengo ni idea hasta cuándo.
—Vaya. Resulta sorprendente —comentó Mark-Alem.— De modo que no es ninguna trivialidad enviar sueños al Tabir Saray. Un buen día puede llegarte una citación para que te presentes.
Quizás el hombre habría dicho aún algo más, pero en ese momento sonó la campana y los dos, después de saludarse, se separaron.
Mientras subía las escaleras, Mark-Alem no lograba apartar de su memoria cuanto había escuchado del copista. ¿Qué sentido tenían aquellas cámaras de incomunicación? En apariencia eran algo demencial, absolutamente inexplicable, pero no debía de ser así. Sin lugar a dudas era una especie de encarcelamiento. Pero ¿por qué? Lógicamente, a estas alturas no queda ni rastro del sueño en su memoria, había dicho el copista. Ésa debía de ser la verdadera razón del confinamiento del infeliz: hacerle olvidar su sueño. Interrogatorios agotadores día y noche, declaraciones interminables, reclamación de supuestas precisiones acerca de unas imágenes que, por su propia naturaleza, jamás pueden ser precisas, hasta que el sueño se descompusiera y se perdiera definitivamente en la memoria de su autor. En una palabra, un lavado de cerebro, pensó Mark-Alem. O un «desueño», si pudiera utilizarse una palabra así, lo mismo que se dice descolocar por lo contrario de colocar, o demente como opuesto a mente. Cuanto más lo pensaba más se convencía de que ésa era la única explicación. Eran, al parecer, chisporroteos de ideas peligrosas que el Estado, por una u otra razón, debía aislar, lo mismo que se aísla el microbio de la peste hasta neutralizarlo.
Había llegado a lo alto de las escaleras y caminaba ahora por el largo corredor en compañía de decenas de funcionarios, que eran sucesivamente engullidos por las puertas abiertas a ambos lados. A medida que se aproximaba a la sala de Interpretación sentía que lo abandonaba la pasajera seguridad experimentada en la cafetería, igual que toda seguridad fundada en la sumisión de otro. En su lugar comenzó a sentir nuevamente la opresión de la angustia, lenta, rítmica, a la par que él recuperaba su verdadera condición de funcionario anónimo, perdido en el gigantesco mecanismo.