El palacio de los sueños (8 page)

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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El palacio de los sueños
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—Es como Los Nibelungos, eso es lo que me dijo —insistió Kurt con aire pensativo—. Todos estos días no he parado de hacerme esa pregunta que con tanta frecuencia se ha formulado en nuestra casa. ¿Por qué han compuesto los eslavos una epopeya en nuestro honor, mientras nuestros compatriotas, los albaneses, guardan silencio al respecto en las suyas?

—Eso es bien sencillo —respondió uno de los primos—. Callan porque esperaban algo de nosotros y quedaron defraudados en sus esperanzas.

—Según tú se trata de una especie de reproche.

—Tómalo como quieras.

—Para mí es perfectamente comprensible —intervino el otro primo—. Es un viejo malentendido entre nuestra familia y los albaneses. A ellos les resulta difícil concebir las dimensiones imperiales de nuestra familia o, para expresarme con mayor precisión, no parecen tener para ellos el menor valor. Se muestran despectivos con lo que han hecho y continúan haciendo los Qyprilli a lo largo del Imperio, en el seno del cual Albania no es más que una ínfima porción. Lo único que les interesa es que lo hagamos por esa pequeña porción, por Albania. Han estado siempre esperando de nosotros alguna intervención trascendental.

Abrió los brazos como hacen quienes intentan expresar: «Bueno, así son las cosas».

—Algunos consideran a Albania presa de la desgracia, otros, en cambio la ven protegida por una buena estrella —dijo el otro primo—. Pero yo creo que su suerte desborda ese dilema. En cierto modo se parece a nuestra familia. Ha visto cómo caían sobre ella tanto los favores como los rigores del Sultán.

—¿Y cuáles han sido más numerosos? —preguntó Kurt—. ¿Los favores o los rigores?

—Resulta difícil decirlo —le respondió el primo—. No se me olvida algo que me dijo un judío: «Cuando los turcos se abalanzaban sobre vosotros, blandiendo sus lanzas y sus espadas, vosotros, los albaneses, pensasteis con toda razón que venían a conquistaros, pero en realidad no hacían más que ofreceros como presente un Imperio entero».

—Ja, ja —estalló Kurt.

Los ojos separados del primo parecieron emitir su último brillo.

—Pero como todo regalo de un loco, fue entregado con brutalidad, con sangre incluso —añadió.

—Ja, ja, ja —volvió a reír Kurt, esta vez con más fuerza.

—¿De qué te ríes? —se interpuso el hermano mayor, el gobernador—. El judío estaba en lo cierto. Los turcos se repartieron el poder con nosotros, tú lo sabes tan bien como yo.

—Naturalmente —dijo Kurt—, los cinco primeros ministros pertenecientes a nuestra familia bastan para confirmarlo.

—Eso no fue más que el principio —dijo el hermano mayor—. Más tarde los siguieron centenares de altos funcionarios.

—Yo no me reía de eso.

—Se te ha consentido demasiado —dijo el gobernador en tono airado.

Los ojos de Kurt se inflamaron en su interior.

—Los turcos nos aportaron a los albaneses —prosiguió el primo para atraer la atención sobre él— aquello de que carecíamos: grandes extensiones.

Pero también grandes complicaciones —dijo Kurt—. La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder, pero eso no tiene parangón con el drama de un pueblo entero prisionero de ese mecanismo.

—¿Qué significa eso?

—¿No acabáis de decir que los turcos se repartieron el poder con nosotros? Pero repartirse el poder no significa sólo apropiarse de la parte correspondiente de los galones y los tapices. Yo diría que eso sólo llega después. ¡Repartirse el poder significa antes que nada repartirse los crímenes!

—Kurt, no se puede hablar así.

—En todo caso fueron los turcos quienes nos proporcionaron nuestras verdaderas dimensiones —continuó el primo—. Y nosotros se lo agradecimos maldiciéndolos.

—Nosotros no; ellos —intervino el gobernador.

—Sí, perdón, ellos, los albaneses de entonces.

Se produjo un silencio tenso, en medio del cual Loke sirvió los dulces.

—Un día conquistarán verdaderamente la independencia, pero entonces perderán todas esas enormes posibilidades —continuó el primo—. Perderán esta extensión gigantesca sobre la que pueden volar como el viento, se encerrarán en ese estrecho territorio suyo, sus alas se trabarán y chocarán con una u otra montaña, como las aves cuando les falta espacio para remontar el vuelo: se marchitarán, se anquilosarán y al fin se preguntarán ¿qué hemos ganado? Levantarán entonces los ojos en busca de lo que perdieron, pero ¿acaso podrán volver a encontrarlo?

La esposa del gobernador suspiró profundamente. Nadie tocaba los dulces.

—No obstante, por el momento guardan silencio sobre nosotros —objetó Kurt.

—Algún día nos comprenderán —dijo el gobernador.

—También nosotros deberíamos escucharlos a ellos —respondió Kurt.

—¡Pero si tú mismo has dicho que guardan silencio sobre nosotros!

—Escuchemos su silencio.

El gobernador soltó una carcajada.

—Estás hecho un excéntrico —afirmó entre las risas—. Ya te lo dije, la vida de la capital te está echando a perder. Un año de servicio en alguna provincia lejana no te sentaría nada mal.

—Dios no lo quiera —murmuró entre dientes la madre de Mark-Alem.

La risa del gobernador disipó el leve encono que había planeado durante unos instantes sobre la mesa y todos extendieron los tenedores hacia las fuentes con dulces.

—Si he invitado a unos rapsodas albaneses —dijo Kurt—, es porque quería saber de qué trata la epopeya albanesa. El cónsul austriaco, que ha leído parte de ella, me ha dicho que la había encontrado mucho más hermosa que lo que conoce de la bosnia.

—¿De verdad?

—Sí —dijo Kurt. Sus ojos parpadearon como heridos por el resplandor del sol en la nieve—. Evocan terribles persecuciones a través de las cumbres, combates singulares, secuestros de muchachas, cortejos nupciales que viajan hacia bodas cargadas de peligros, kruq
[3]
helados en la nieve y petrificados por haber cometido faltas durante el camino, caballos ebrios de vino, caballeros cegados arteramente sobre monturas también cegadas que erran por las montañas como en una pesadilla, cuclillos que anuncian la desgracia, golpes en la noche a la puerta de posadas sorprendentes, un macabro reto a un muerto para batirse en duelo con un vivo que da vueltas a la tumba acompañado por doscientos mastines, los lamentos del muerto que no consigue alzarse de la tumba para enfrentarse a su enemigo, hombres y divinidades mezclados que disputan, se golpean, se casan unos con otros, alaridos, combates, maldiciones estremecedoras y, sobre todo ello, un sol frío que más ilumina que calienta…

Mark-Alem escuchaba fascinado. Una añoranza desconocida y sorprendente de aquella lejana nieve invernal, donde él nunca había estado, invadió todo su ser.

—Pues ésa es la epopeya albanesa de la que nosotros estamos ausentes —dijo Kurt.

—Oh, si es tal como nos la has descrito, resultaría verdaderamente difícil imaginar que nosotros apareciéramos en ella —dijo uno de los primos—. Sería lo más parecido a un delirio trágico.

—Pues en la epopeya eslava sí aparecemos —dijo Kurt.

—¿Y no es eso suficiente? —replicó el primo de mirada apagada—. Tú mismo has dicho que somos la única familia viva de Europa y quizá del mundo, que forma parte de la canción de gesta de un pueblo. ¿No te basta con eso? ¿Pretendes que aparezcamos en la de dos pueblos?

—Tú me preguntas si me basta con eso, y yo te respondo: en absoluto.

Los dos primos sacudieron las cabezas indulgentemente. Su hermano mayor sonrió.

—Desde luego eres sorprendente —dijo—, siempre serás el mismo.

—Cuando vengan los rapsodas —insistió Kurt—, os invitaré a todos a escucharlos. Entre otras cosas, cantarán la vieja
Balada del puente de tres arcos
, de donde deriva el nombre de nuestra familia…

Mark-Alem escuchaba boquiabierto.

—Cantarán esa famosa balada —prosiguió Kurt, mas esta vez en su versión albanesa—. Aún no le he dicho nada al Visir, pero confío en que no habrá ningún inconveniente para que los alojemos. Habrán de recorrer un largo camino, con la dificultad adicional de que deberán llevar escondidos sus instrumentos musicales. Pero merece la pena…

Continuó hablando con pasión. Volvió a referirse al vínculo existente entre su familia
aquí
con la epopeya balcánica
allí
, así como a las relaciones entre la administración y el arte, entre lo efímero y lo eterno, entre la carne y el espíritu.

—De todos modos, digas lo que digas entre estas paredes, guárdate de repetirlo ante cualquier otro —le recomendó su hermano mayor, cuyo rostro estaba nuevamente sombrío.

En torno a la mesa se impuso unos instantes el silencio, que los últimos tintineos de los tenedores sobre la porcelana de los platos tornaba aún más tenso.

Con el propósito de relajar la tirantez, el gobernador se dirigió a Mark-Alem en tono jovial:

—Y tú, sobrino, dime, en los últimos tiempos no te animas a participar en ninguna conversación. Según parece estás metido de pies a cabeza en el mundo de los sueños.

Mark-Alem se sintió enrojecer. La atención de todos estaba nuevamente concentrada en él.

—Trabajas en Selección, ¿no es así? —prosiguió—. El Visir preguntó ayer por ti. Decía que en el Palacio de los Sueños la verdadera carrera empieza en Interpretación, pues sólo allí se lleva a cabo un trabajo realmente creativo que permita la manifestación de las capacidades personales de cada uno. ¿No te parece?

Mark-Alem se encogió de hombros, como queriendo expresar que él no había intervenido en la elección del departamento en que trabajaba. Pero en la mirada del mayor de sus tíos le pareció atrapar un fulgor oculto.

Aunque el gobernador bajó rápidamente los ojos sobre el plato, a la madre de Mark-Alem tampoco se le había escapado aquel brillo inusual. Con interés y alarma comenzó a prestar atención a lo que se decía sobre el Tabir Saray, donde participaban todos, a excepción de su hijo.

A excepción de él…, que era justo quien se encontraba dentro del Tabir. Su cerebro trabajaba febrilmente. ¿Acaso había estado velando por su hijo para terminar arrojándolo a un cubil de fieras, que tras una atrayente denominación no ocultaba sino un mecanismo ciego, fatal e implacable, tal como lo acababan de definir?

Con el rabillo del ojo observaba el perfil demacrado de su hijo. ¿Cómo lograría orientarse su Mark-Alem en aquel caos de sueños, entre aquellas madejas de brumas oníricas, entre el delirio y los confines de la muerte? ¿Cómo había consentido ella que se metiera en semejante infierno?

A su alrededor proseguía la conversación sobre el Tabir Saray pero él se sentía demasiado cansado para prestar atención. Kurt y uno de sus primos discutían si el restablecimiento del poder del Palacio de los Sueños era un índice de la crisis actual del superestado Otomano o se trataba simplemente de una casualidad, mientras el gobernador no cesaba de murmurar: «Bueno, bueno, dejad de una vez ese tema».

Por fin los invitados se levantaron para tomar el café en el salón. Se marcharon tarde, hacia la medianoche. Mark-Alem subió con paso lento a su habitación, en el primer piso. No tenía sueño, pero eso no le inquietaba en absoluto. Le habían dicho que todos los nuevos funcionarios del Tabir Saray padecían habitualmente de insomnio durante las dos primeras semanas de trabajo. Después el sueño se recuperaba.

Se tendió en el lecho y mantuvo los ojos abiertos largo rato. Se sentía poseído por una gran serenidad. Era un insomnio sin padecimiento, regular y frío. Y no era sólo su insomnio lo que había cambiado. Todo lo relativo a su persona había experimentado una transformación. El gran reloj de la esquina dio las dos. Se dijo que como mucho allá hacia las tres o las tres y media lograría conciliar el sueño. Pero aun en el caso de que lo lograra ¿de qué cartapacio habría de escoger los sueños para aquella noche?

Éste fue su último pensamiento antes de que el sopor se apoderara de él.

La Interpretación

Mucho antes de lo que esperaba, antes de que la primavera hubiera dado señal alguna de su proximidad (él creía que al menos aquella primavera e incluso el verano, debería pasarlos en Selección), mucho antes, pues, de que se dejara sentir la nueva estación, Mark-Alem fue transferido a Interpretación.

Un día, cuando todavía no había sonado la campana del descanso matinal, le comunicaron que debía presentarse en las oficinas de la Dirección General. Pero, ¿por qué?, preguntó él y al instante se arrepintió: le pareció distinguir una sonrisa irónica en las comisuras de los labios del mensajero. Era evidente que en el Tabir Saray no se preguntaba jamás ese género de cosas.

Mientras caminaba por el pasillo, toda suerte de dudas y sospechas se agolpaban en su cerebro. ¿Habría cometido algún error en su trabajo? ¿Acaso alguien surgido del último confín del Imperio andaba llamando a las puertas, de oficina en oficina, de visir en visir, en busca de su sueño arrojado injustamente a la papelera? Se esforzó en recordar los sueños que había descartado los últimos días sin estar muy convencido de su decisión, pero ninguno de ellos acudía a su memoria. Aunque quizás no se tratara de eso. Puede que lo llamaran por algo completamente distinto. Por lo demás, así sucedía siempre: cuando lo requerían, era sin excepción por causa de algo que nunca habría imaginado. ¿Violación del secreto? ¡Pero si apenas se había reunido con sus amigos desde su ingreso en el Tabir Saray! A medida que preguntaba por los pasillos para encontrar el camino iba adquiriendo la creciente certeza de que ya había estado alguna vez en aquella ala del palacio. Pensó que quizá era sólo una impresión, producida por el hecho de que todos los pasillos del edificio eran muy semejantes pero, cuando por fin se halló en la habitación del brasero y vio que tras una mesa de madera se sentaba el hombre del rostro alargado, cuyos ojos miraban continuamente a la puerta, se cercioró de que las oficinas de la Dirección General eran precisamente aquéllas a las que había llamado el día de su llegada al Tabir Saray. Absorto en su trabajo, había olvidado por completo su existencia, ni siquiera en ese momento conocía la función que realizaba en el Palacio de los Sueños aquel hombre de rostro alargado que lo había recibido entonces. ¿Sería uno de los numerosos subdirectores o se trataría del director general en persona?

De pie ante él, completamente paralizado por la angustia, Mark-Alem esperaba a que el otro le dirigiera la palabra. Pero los ojos del funcionario continuaban mirando la puerta, a la altura del picaporte y, aunque Mark-Alem ya conocía su costumbre, por un instante creyó que esperaba a alguien más antes de notificarle por qué lo había mandado llamar. Pero el funcionario apartó por fin los ojos de la puerta.

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