El Palestino (20 page)

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Authors: Antonio Salas

BOOK: El Palestino
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(...) ¿Quién es el terrorista?

¡
Tú eres el terrorista!

Te has quedado con todo lo que tenía,

Aunque yo viva en mi propia patria

¿
Por qué terrorista?

Porque mi sangre no está tranquila

¡
Está hirviendo
!

Como llevo mi patria en el corazón

Asesinaste a quienes amaba

Ahora estoy solo

Mis padres expulsados

Pero continuaré gritando

No estoy contra la paz

La paz está contra mí (...)
.

Según mis notas, el viaje duró exactamente veinte minutos. Hasta Birzeit, una ciudad orgullosa de su universidad, donde palestinos y musulmanes comparten de manera pacífica la humillación constante de los
checkpoints
israelíes. En cuanto llegamos al control militar, que cortaba la carretera para revisar todos los ve hículos, se produjo una situación inesperada. En la larga y tediosa fila de coches que esperaban su turno para cruzar el
checkpoint
, mi taxi se colocó detrás de un vehículo amarillo, cuyo modelo no supe identificar. En él viajaba un hombre con tres mujeres. Todas llevaba
hiyab
, así que no resultaba difícil concluir que eran palestinos. Por su aspecto deduje que se trataba de un matrimonio con sus dos hijas. Un soldado israelí, muy joven pero armado hasta los dientes, les había pedido la documentación a todos los viajeros y ahora los hacía salir del coche. A un metro detrás de él, otro soldado igual de joven contemplaba la escena con una sonrisa pícara que no presagiaba nada bueno. Un antiguo proverbio árabe dice: «Un caballero no puede pegarle a una mujer ni siquiera con una flor».

En mi taxi, el conductor apretaba con fuerza el volante y mascullaba algo entre dientes:
(«¡Malditos judíos!»). Fuera, el conductor del coche amarillo discutía con los soldados israelíes. No entendí la conversación, solo palabras sueltas, pero por los gestos de sus manos, que pasaban de juntarse sobre el pecho en actitud de súplica, para luego señalar a las jóvenes que le acompañaban, deduje que estaba rogando a los soldados que le dejasen pasar por algún asunto grave. Sí entendí la palabra
aryu
(«te lo ruego»), pero los jóvenes soldados no parecían ablandarse. Y entonces uno de ellos, el primero, se acercó a una de las jóvenes palestinas e hizo el ademán de abrirle el abrigo para registrarla. Yo no soy ningún experto en cultura árabe y no sabía hasta qué punto resultaba humillante para una mujer musulmana ser cacheada por un soldado judío. Pero sí tengo mucha experiencia con los hombres que no aman a las mujeres, y la mirada de aquel soldado judío era la misma que había visto miles de veces en los burdeles europeos, durante mi infiltración en las mafias de la trata de blancas. Es la mirada del hombre embriagado por su situación de superioridad sobre una mujer. Es el reflejo de la excitación del poder. El afrodisíaco más peligroso. Y no había que ser muy inteligente para deducir lo que iba a pasar a continuación. Y como yo no soy demasiado inteligente, como siempre, me dejé llevar por el instinto. Pudo haber sido un error fatal.

En cuanto mi chófer escuchó que abría mi puerta para salir del taxi, los ojos se le abrieron como platos. Solo pude ver con el rabillo del ojo cómo giraba su cabeza y alargaba su mano hacia mí intentando sujetarme mientras repetía:
(«No, no, no...»). Pero yo ya había puesto un pie en el asfalto del
checkpoint
, y mi cuerpo asomaba por encima de la puerta del taxi. No me dio tiempo a más. Como activados por un resorte instantáneo, los soldados israelíes se giraron hacia mí levantando sus fusiles de asalto al unísono. Y la mirada de deseo se había convertido en una mirada de terror.

Me sorprendió. Habría esperado una mirada de reproche, de odio. Como las que había recibido tantas veces, al incordiar al putero que empezaba a ponerse pesado con alguna de mis amigas prostitutas en los burdeles europeos. Pero no fue así. Lo que había en aquella mirada era más miedo que rencor. Mi poblada barba y el moreno de mi piel sin duda les hizo pensar, en ese primer segundo, que estaban ante un árabe. Y un árabe suicida, porque solo un suicida saldría precipitadamente del taxi en un
checkpoint
, interrumpiendo su cacheo a las adolescentes palestinas.

Cuando vi sus armas apuntándome, a mí también me paralizó el miedo. Pero creo que cuando ellos vieron la pequeña mochila en mis manos también se paralizaron de terror. Y aproveché ese instante de parálisis para improvisar. No sé por qué en ese segundo recordé algo que me dijo en una ocasión Fernando Sánchez Dragó, cuando dedicó un programa a mi libro
Diario de un skin
: «La sonrisa es el mejor chaleco antibalas en cualquier parte del mundo». Y sonreí, dibujé mi mejor sonrisa mientras les gritaba a los soldados:

—Ey, no problema, men! I am Spanish. Please, is there any bathroom in here?

—Do you speak Arabic? —me gritó uno sin dejar de apuntarme a la cabeza.

—No, no. I am Spanish —repetí tartamudeando.
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Lo lógico es que me hubiesen pegado dos tiros «preventivos» allí mismo. Pero el atroz acento latino de mi inglés debió de relajar la tensión porque se miraron entre ellos un segundo y en sus ojos ya no había miedo, sino alivio. Parece que el barbudo que había salido violentamente del taxi no era un terrorista suicida, sino un inoportuno turista que les había estropeado la diversión. Y me lo iban a hacer pagar.

Tras revisar mi pasaporte europeo despidieron al taxista, que no tendría permiso para continuar por esa carretera y debería volverse a Ramallah. Y yo recibiría una regañina por mi imprudente actitud. Los
checkpoints
, decían, no son áreas de descanso para que los turistas europeos se paren a buscar un cuarto de baño. Así que tendría que buscarme otro taxi y seguir mi viaje. No fue difícil. Conocedores de esa actitud, los taxis palestinos suelen rondar cerca de los
checkpoints
para relevar al compañero al que los israelíes no dan permiso para cruzar y recoger a su pasajero. Tomé otro taxi, pero cuando salía del control de Birzeit pude ver, a través de la ventanilla, a las adolescentes palestinas que ya estaban acomodadas de nuevo en el asiento trasero del coche amarillo. Me sonreían con complicidad. Juraría que se habían dado cuenta de lo que acababa de ocurrir, y en sus ojos había gratitud.

Aquella anécdota, que no grabé por creer que un sencillo viaje en coche por Palestina es solo eso, me demostró que tenía que ir más atento y con la cámara dispuesta para registrar lo que ocurriese durante el trayecto. De otra forma nunca se me habría ocurrido conectar la cámara oculta dentro de un taxi, en un rutinario desplazamiento entre dos ciudades, y no habría grabado lo que ocurrió a continuación.

El siguiente taxi, según mis notas, me duró exactamente cinco minutos. Hasta el siguiente
checkpoint
. Y allí la misma rutina. Otro soldado que me mira y me pregunta «Do you speak Arabic?»; yo que vuelvo a negarlo, y el taxista palestino que no tiene permiso para cruzar el control.

Cambio de taxi y continúo viaje. Hasta Jahuara. De nuevo control militar. De nuevo me preguntan si hablo árabe. Y de nuevo cambio de taxi. Este me aguantó veinticinco minutos de trayecto, hasta el siguiente
checkpoint
. De nuevo el taxista palestino no tiene permiso para continuar. Otra vez me preguntan si hablo árabe. Y de nuevo tengo que cambiar de taxi. Y así una y otra vez.

En uno de los
checkpoints
no había taxis. Así que me quedé literalmente tirado. Por suerte, un buen samaritano, es decir, un nativo de la región de Samaria, en la margen occidental del Jordán, se apiadó de mí y accedió a llevarme hasta donde Dios o el próximo soldado israelí decidiese. Que sería el control de Anapta. Los veinticinco minutos que duró ese fragmento del viaje hacia Yinín apenas me dieron tiempo para charlar con el buen samaritano, que resultó ser un médico voluntario de la ONG Save the Children. En el breve trayecto me dibujó un panorama siniestro y terrible de la situación en Palestina. No me habló de la humillación constante que suponen los
checkpoints
, los controles, los cacheos y la sumisión absoluta a los militares israelíes, eso ya lo estaba viendo yo mismo. Tampoco me habló de las detenciones preventivas y los terribles interrogatorios que implican, ni de los bombardeos, ni de los árboles arrancados, los pozos de agua confiscados, ni de las casas derribadas, los terrenos embargados o el siniestro muro que los israelíes están construyendo para aislar totalmente las poblaciones palestinas. El doctor Khayri, que así se llamaba, me habló del efecto psicológico que la ocupación estaba provocando en los niños palestinos. Y no se refería solo al evidente rencor que acumularían durante años para con los ocupantes israelíes. Sino de los problemas de convivencia, de violencia escolar y familiar, miedos y fobias, trastornos del sueño, etcétera, que sufren la mayor parte de los niños palestinos.

Antes de despedirnos engrosó mi lista de contactos con un teléfono y una dirección en Yinín. Un lugar que, según él, debía visitar si quería conocer la esencia del conflicto árabe-israelí en Palestina y la vocación suicida de la resistencia. Un lugar llamado TRC, en la calle Abu Baker de Yinín, donde debía preguntar por su colega Malek Muhammad Hassan...

En el siguiente trayecto de aquel interminable viaje, que debería haber durado una hora y que ya iba casi por la cuarta, se produjo otra anécdota muy gráfica. Cada vez que conseguía un taxi, este era el cuarto, intentaba practicar un poco mi escaso y mal árabe charlando con el taxista palestino. Todos eran muy amables, y resultaba evidente que disfrutaban al ver mis esfuerzos por comunicarme con ellos en su lengua. Todos menos el malnacido que me recogió en Anapta y me llevó hasta Marj Sanour. Cuando llegamos al siguiente
checkpoint
, de nuevo el soldado se acercó a la ventanilla y en cuanto me vio preguntó «Do you speak Arabic?». Pero esta vez el taxista, no sé si por miedo a posibles represalias futuras o por ser un colaborador de los israelíes (que suele ser lo mismo), me delató. Antes de que pudiese reaccionar, respondió por mí:

—Yes, he speaks a little Arabic.

Mi cámara oculta, que estaba grabando, registró el incidente y la alarma del soldado israelí que inmediatamente se apartó del coche y avisó a su superior, pero no grabó mi cara de sorpresa y de indignación ante lo que consideré una traición del taxista. Tuve solo unos segundos para pensar, exactamente los que tardó en presentarse el oficial superior, ignoro su graduación, que parecía sacado de una película americana. Con más pinta de sheriff del desierto que de un miembro del afamado ejército israelí, se acercó al taxi caminando como un pistolero americano. Llevaba la gorra demasiado ladeada para un uniforme, el cuello de la camisa subido, como si fuese un cantante de rock de los años sesenta, y mascaba chicle. Quizás, por un momento, había pensado que esa mañana se ganaría una felicitación por haber interceptado a un espía de Hamas o a un simpatizante extranjero de la resistencia. Me pidió el pasaporte mientras volvía a preguntarme «Do you speak Arabic?». Después de la traición del taxista, negarlo habría sido inútil, así que solo se me ocurrió escapar hacia delante. Volví a dibujar mi mejor sonrisa mientras le entregaba mi pasaporte y le respondí, poniendo esa cara de imbécil que por naturaleza me sale tan bien y pronunciando especialmente mal:

—Of course, man! Suckram... habibi... Osama Ben Laden...! —Sin dejar de sonreír mientras ponía cara de pardillo.
13

El oficial miró al soldado y luego al taxista, como diciendo «¿Y para esta tontería me molestáis?». Probablemente todo el mundo que haya viajado alguna vez a algún país árabe conoce esas palabras básicas. Y el oficial debió de pensar que yo me había hecho el listillo con el taxista y que este a su vez había querido ganar puntos a mi costa con los soldados del control. Pero era evidente que mis conocimientos de árabe no suponían un peligro para la seguridad nacional. Así que el «sheriff» me devolvió el pasaporte y, sin molestarse siquiera en despedirse, me dejó continuar hasta Marj Sanour, donde tomaría el último taxi del viaje, con el que entraría en Yinín veinticinco minutos después.

Aquel sencillo trayecto de poco más de cien kilómetros, que en cualquier país del mundo habría supuesto un monótono viaje de poco más de una hora, en Palestina se había convertido en toda una aventura, cambiando seis veces de coche, siendo encañonado una vez, y a punto de ser detenido dos... Al final había perdido medio día en el camino. Si esto le ocurre a un europeo, no es difícil imaginar que para los palestinos todo es mucho más complicado todavía. No iba a tardar en descubrirlo.

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