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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (56 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—¿En qué puedo ayudarte, Khaemuast? —preguntó ella, extendiendo los brazos para que le quitaran los brazaletes de lapislázuli—. ¿Tienes alguna preocupación?

—En realidad, no —mintió él—. Últimamente no hemos conversado mucho y hoy te he echado de menos.

Ella clavó en él una astuta mirada.

—¿Es por el capricho de Sheritra con ese joven?

Khaemuast suspiró interiormente.

—No, aunque supongo que pronto será necesario decidir qué vamos a hacer con ella. ¿Tienes noticias de tus administradores, Nubnofret? ¿Se ha iniciado la cosecha en tus propiedades del Delta?

Ella se sentó ante el tocador y cogió un espejo.

—Tengo los labios secos —dijo a la maquilladora—. No vuelvas a teñírmelos con alheña, úntalos con un poco de aceite de castor. Ayer recibí un rollo que hablaba sobre mis pocos viñedos —agregó, en respuesta a la pregunta del príncipe—. Creo que este año voy a hacer secar y almacenar las uvas. El año pasado nos quedamos sin pasas y no necesitamos reservar más vino.

Él se mostró de acuerdo. Durante un rato conversaron ociosamente. Nubnofret perdió en parte su rigidez y, cuando él se quejó de que los pájaros trataban de robar el alimento para los peces del estanque, empezó a sonreír con algo de su antigua alegría. Pero volvió a encerrarse velozmente en sí misma cuando Khaemuast, por fin, se atrevió a decir:

—Creo que Tbubui echa de menos a sus sirvientes, querida. No me lo ha dicho directamente, pero ha de serle difícil, no sólo tratar de adaptarse a una casa extraña, sino también de ajustarse a un servicio diferente. ¿Por qué no le sugieres que despida a los suyos y mande traer algunas caras familiares?

Nubnofret se quedó inmóvil. Luego despidió a su maquilladora con un gesto salvaje e imperioso y se levantó.

—Detesto en lo que te has convertido, príncipe —dijo, fría y lentamente—. Tan manso y dócil, tan ansioso por complacer, aficionado a engaños tan mezquinos y reprensibles… en otros tiempos habrías venido a mi con majestuosa confianza y me habrías dicho: «Tbubui quiere saber por qué has rechazado su solicitud, y yo también quiero saberlo». Te estás ganando rápidamente mi desprecio, esposo mío.

Khaemuast se levantó de la banqueta.

—No sabía que ella hubiera hablado contigo —mintió acaloradamente, con desesperación.

Ella rió con aire desdeñoso.

—¿Ah, no? Pues ahora lo sabes. Ella quiere a sus servidores. Mis sirvientes no son bastante para ella. Me he negado.

—Pero ¿por qué? —preguntó él, deteniéndose ante sus ojos fieros, su nariz blanca y dilatada—. Lo que pedía era razonable, Nubnofret. Nada te hubiera costado acceder. ¿Tan crueles son tus celos?

—No —le espetó ella—, aunque no me creas, Khaemuast, no estoy celosa de Tbubui. Me desagrada profundamente porque es una mujer tosca y vulgar, sin una pizca de la moralidad que ha hecho de Egipto una gran nación, al mantener a sus gobernantes y sus nobles libres de los excesos y las desastrosas debilidades de los reinos extranjeros. Esa mujer es una estafa. Tus hijos lo perciben, me parece, pero tú estás ciego. No puedo reprocharte eso. —Sonrió sin calor—. Lo que te reprocho es que le permitas cobrar ascendencia sobre ti, poco a poco.

Una oleada de ira se elevó en Khaemuast con tanta brusquedad que sintió que le ardía la cara y la garganta se le tornaba amarga antes de que ella hubiera acabado siquiera la mitad de su discurso. Cruzó fuertemente las manos a la espalda para no zarandearla.

—El asunto de los sirvientes —le recordó, apretando los dientes.

Ella le volvió la espalda para sentarse otra vez en la silla y la maquilladora empezó a trenzarle el cabello.

—No me gustan —replicó Nubnofret, en voz baja—. Me ponen nerviosa y no soporto que estén permanentemente en mi casa. El capitán de su barcaza, la criada personal que está siempre con ella, los que antes acompañaban a esa mujer y a Sisenet cuando venían…, hay algo amenazador en sus movimientos, en su absoluto silencio, en su aparente falta de ojos… —De pronto apartó la cabeza de las manos de la muchacha—. ¡Es como si nunca te mirasen, Khaemuast! Y cuando están en una habitación contigo no sólo parecen invisibles: ¡es como si no estuvieran siquiera allí!

Agarró la tela azul que le cubría las rodillas y empezó a tirar de ella, sin darse cuenta. Khaemuast observó, atónito, que estaba al borde de las lágrimas.

—Los sirvientes están siempre contigo. Cuando haces algo, cuando piensas algo, cuando tienes una necesidad, sabes que Ib está de pie junto a la puerta y Kasa, sentado en el rincón. Lo sabes, Khaemuast. Pero tratándose de los sirvientes de Tbubui, no sólo olvidas que están allí, sino que es como si de verdad no estuvieran. En Sisenet siento esa misma manera extraña de no ser. ¡No los quiero aquí, Khaemuast! Es prerrogativa mía rechazar la solicitud de Tbubui, y lo hago por mi propia paz mental. ¡No los quiero aquí!

El príncipe no se había dado cuenta, no había querido darse cuenta, de lo profundamente afectada que estaba Nubnofret por ese segundo casamiento. Parecía peligrosamente cerca de perder totalmente el dominio de sí, cosa que para Nubnofret equivalía al peor de los fracasos. Corrió hacia ella, le cogió la cabeza y la apoyó sobre su vientre, acariciándola con suavidad.

—¡Oh, Nubnofret! —murmuró—. ¡Oh, pobre hermana mía! Los sirvientes de Tbubui son extraños, es cierto, y ella los ha adiestrado para que satisfagan unas necesidades algo peculiares, pero incluso así son sólo sirvientes.

Ella le tiró de la falda.

—¡Prométeme que no pasarás por encima de esta decisión mía! —exclamó—. ¡Prométemelo, Khaemuast!

Él se sentó en cuclillas y, cogiendo su húmeda cara entre sus manos, la besó con suavidad, abrumado por la preocupación.

—Te lo prometo —dijo—. Di a Tbubui que puede elegir los sirvientes que prefiera de entre los de la casa. Tal vez cuando te sientas mejor cambies de idea, pero te juro que no te forzaré en este aspecto.

Ella irguió la espalda, recuperando ya la compostura.

—Gracias, Alteza —dijo, serenamente—. Tal vez sea una tontería por mi parte, pero éste es mi hogar y no quiero sentirme una intrusa en él.

Había elegido unas curiosas esposas. Al cabo de un rato, Khaemuast cambió de tema y los dos conversaron amistosamente, mientras la maquilladora continuaba trenzándole el pelo. Pero la idea de que pronto debería enfrentarse a Tbubui y apoyar ante ella a Nubnofret le producía una oculta sensación de intranquilidad. Poco después se despidió, se retiró a sus habitaciones y pidió vino. Tendido sobre su diván, bebió silenciosamente hasta que el alcohol le hizo efecto. Entonces, dejó caer la copa al suelo y se quedó dormido.

En una breve vuelta a su decidida personalidad anterior, al día siguiente indicó a Tbubui que había acordado con Nubnofret respetar su decisión. Tbubui apenas reaccionó. Le miró durante largo rato, frunciendo la boca y luego empezó a hablar de la cosecha que había empezado en la finca de Sisenet. Khaemuast la escuchaba con alivio. Las mujeres de una casa grande (y en mayor medida en un gran harén) tenían misteriosos métodos propios de resolver los problemas de supremacía. Hay lágrimas y gestos hoscos. Hay sutiles manipulaciones, engaños y pruebas, hasta que surgen las más fuertes y ocupan los puestos de poder e importancia. De vez en cuando, en los harenes de la realeza, donde cientos de mujeres de todos los países rivalizaban por las atenciones del faraón y, con frecuencia, de los hombres que tenían autoridad sobre ellas, se llegaba a la violencia física y hasta al asesinato. Khaemuast no ignoraba aquellos he chos pero su casa había estado siempre libre de tales turbulencias.

«Esto es un pálido reflejo del caos que se puede desencadenar en los harenes», se dijo, mientras estudiaba la actitud de Tbubui, exteriormente flemática. La idea le tranquilizó, en realidad, casi le halagaba. Tbubui no era una debilucha, pero tampoco lo era Nubnofret, a su modo. Lucharían hasta alcanzar un acuerdo, tal vez una posición de respeto mutuo y probablemente no haría falta que él volviera a intervenir. Tbubui se sentiría menos insegura cuando ocupara el lugar que le correspondía en la casa y Nubnofret comprendería los lamentables resultados de intimidar disimuladamente a los habitantes de la casa y aprendería a morderse la lengua. Khaemuast estaba convencido de que la pequeña tormenta pasaría sin más.

Pero se estaba gestando otra peor. Durante una semana todo marchó bien. Tbubui despidió a los sirvientes que Nubnofret le había asignado y seleccionó otros de los del personal de la casa, más para salvar su orgullo (supuso Khaemuast) que para su comodidad. Volvió dos veces a su antiguo hogar y trajo de él joyas y adornos que se habían olvidado en la mudanza. Pasaba varias horas con los artesanos y los artistas, dando órdenes para la decoración de su nueva casa. Pero Khaemuast no estaba preparado para la noticia con la que le recibió una noche, en los últimos días de Pakhons.

Había ido a verla ya tarde, regocijado por haber recibido mensaje de que su cosecha había concluido y era abundante. Quería compartir con ella su felicidad y hacerle el amor. Esperaba encontrarla en el diván, pero no durmiendo. Había tomado la costumbre de visitarla a la misma hora cada dos o tres noches. Entraría en el cuarto, donde fluían los suaves parpadeos de los cuatro veladores, impregnado de su perfume recién aplicado, y mezclándose ya con el de las flores que ella habría hecho poner sobre las paredes. Ella estaría reclinada sobre el diván, envuelta flojamente en los lienzos, con la piel reluciente de aceites y la cara recién pintada. Pero aquella noche no estaba en el diván. La encontró encorvada en una banqueta junto a la pared, intranquila, con el pelo revuelto y la vista perdida en una oscuridad que sólo aliviaba una lámpara de alabastro.

Desilusionado y afligido, Khaemuast se acercó de inmediato a ella.

—¡Tbubui! —exclamó, cogiéndole la fría mano—. ¿Qué ocurre?

Ella levantó la vista y le dedicó una descolorida sonrisa. Khaemuast notó con alarma que estaba amarillenta y tenía los ojos hinchados. Por primera vez detectó unas diminutas arrugas alrededor de su la boca y abriéndose en abanico sobre las sienes. No se había pintado.

—Perdóname, Khaemuast —dijo, con cansancio—. Hace mucho calor y hasta el agua sabe a lodo a estas alturas del año. Esta tarde no he podido dormir. —Se encogió de hombros—. Esta noche no me siento del todo bien, pero eso es todo.

Él la besó con ternura.

—Entonces, nos sentaremos a conversar tranquilamente y jugaremos a «perros y chacales». ¿Te gustaría?

Mandó a una criada en busca del tablero y condujo a Tbubui al diván, haciéndola sentarse sobre los almohadones, que acomodó rápidamente. Luego se dejó caer ante ella, cruzando las piernas. Tbubui guardó silencio hasta que la muchacha volvió a retirarse, después de dejar el tablero entre los dos. Khaemuast tenía la impresión de que Tbubui vacilaba entre decir o callar algo. De pronto, cogía aire, le miraba y volvía a apartar la vista.

—Necesitamos más luz —dijo, sacando las piezas de marfil del juego.

Pero ella sacudió la cabeza con brusquedad y él se limitó a inclinarse hacia el diván para acercar el velador. Su espasmódico parpadeo arrojó unas fluidas sombras sobre la cara de la mujer, privándola de vida. Khaemuast pensó que en aquel momento representaba los años que tenía, la vio envejecida y muy cansada. Hasta entonces Tbubui había pulsado casi todas las emociones que él era capaz de sentir, pero aquella noche tocó una sobre la que él no le conocía dominio: le envolvió la piedad. Ella no intentaba situar sus «perros» en el juego, sino que se limitaba a hacer rodar una pieza entre sus dedos, con la cabeza inclinada.

—Esta noche traigo muchas buenas noticias —explicó él, por fin—. Mis cosechas están recogidas y a salvo. Soy un poco más rico que el año pasado, pero Tbubui, yo…

Ella le interrumpió con una amarga sonrisa.

—Yo también tengo noticias similares —dijo, con voz ronda—. Has sembrado algo diferente, esposo mío. Rezaré porque esta cosecha te dé iguales alegrías.

El la miró un momento sin comprender y luego surgió en él una naciente felicidad. Extendió las manos hacia sus hombros.

—¡Tbubui! ¡Estás embarazada! ¡Tan pronto!

Ella apartó los hombros.

—No es tan pronto —respondió, irónicamente—. En los dos últimos meses hemos hecho el amor con frecuencia, Khaemuast. No deberías sorprenderte.

El príncipe dejó caer las manos en el regazo.

—¡Pero esto es maravilloso! —insistió—. Me siento muy feliz, de verdad. ¿Por qué no eres feliz tú también? ¿Tienes miedo? ¿No sabes que soy el mejor médico de Egipto?

Una vez más, aquella cínica sonrisa jugó en su boca.

—No, no tengo miedo. No… es decir…

La alegría de Khaemuast empezaba a desaparecer.

—Creo que harías mejor confiándote a mi —dijo, con gravedad.

Ella se levantó del diván sin responder y pasó por su lado rozándole. La llama de la lámpara bailó salvajemente a su paso, haciendo bailar las sombras en los muros. Él torció el cuerpo para observarla.

—En esta casa no se me quiere bien —dijo Tbubui, con lentitud—. No, en absoluto. Nubnofret sólo me demuestra desprecio y Hori no me dirige la palabra. Me fulmina con los ojos cuando cree que no le veo y su mirada fija me provoca escalofríos. Sheritra aceptó alegremente mis consejos y mi amistad… hasta que vine aquí. Ahora, me evita. —Se volvió para enfrentarse a él. Era una figura fantasmagórica en la penumbra del cuarto, con los ojos muy abiertos e hinchados, y los labios estremecidos—. Aquí estoy sola —susurró—. Sólo tu buena voluntad se interpone entre mí y la enemistad de tu familia.

Él se sintió espantado.

—¡Pero Tbubui, creo que exageras! —protestó—. Recuerda lo estable y tranquila que ha sido nuestra vida en esta casa. Hay que darles tiempo para que se adapten a tu llegada. ¡Debes darles tiempo!

La mujer dio un paso hacia él. Su pelo revuelto parecía fundirse con la oscuridad y sus ojos tenían la misma tonalidad.

—No es cuestión de tiempo. He hecho todo lo posible, Khaemuast, pero hay una profunda animosidad tras esa superficial cortesía. A ti te la ocultan, desde luego, pero son como buitres, están a la espera de que yo me quede sin protección para lanzarse a matar.

Khaemuast abrió la boca para objetar algo acaloradamente, pero recordó las crueles palabras de Nubnofret y guardó silencio. Observó atentamente a Tbubui.

—No puedo imaginar a ningún miembro de mi familia haciéndote daño. Hablas de personas generosas e insignes, no de bandidos del desierto, poco más que animales.

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