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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (51 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Tbubui encogió coquetamente un hombro desnudo, riendo.

—Me gusta, desde luego —admitió—, pues me obliga a comer menos y conservo así mi silueta.

«Un golpe para ti", se dijo la princesa, contemplando el cuerpo delgado e impecable de la mujer. Sonrió sin calor, con una sonrisa de cortesana, y luego, inclinando la cabeza a un lado, aguardó deliberadamente a que Tbubui continuara. Estaba decidida a no abordar el asunto de la boda. Durante un momento se produjo una situación de espera. "Yo sé jugar a esto mejor que tú", agregó Nubnofret para sus adentros. "Nací haciéndolo. Podría haberte perdonado tu belleza, pues no es obra tuya. Podría haberte perdonado por robarme el corazón de Khaemuast. Pero jamás podré perdonarte esos modales vulgares y baratos.»

Tal como esperaba, Tbubui fue la primera en ceder.

—Hemos sido amigas durante un tiempo, Alteza —dijo, rompiendo el silencio—, pero observo hoy una pequeña reserva por tu parte. —Dio un paso hacia Nubnofret, con las manos extendidas en un ademán de súplica—. Mis protestas de respeto y afecto son sinceras. No tengo intención alguna de interferir en asuntos que corresponden a tu autoridad.

La princesa enarcó las cejas.

—No veo cómo podrías interferir, aunque así lo desearas —dijo—. Hace muchos años que vivo con Khaemuast. Le conozco mucho más que tú. Más aún, la organización de la casa y la vida de otras esposas y concubinas corresponde a la esposa principal. Cualquier cambio debe ser efectuado por mi. En cuanto a tu respeto y afecto… bueno… —Hizo una pausa—. Si eres prudente, te esforzarás por obtener lo mismo de mí; de lo contrario, tu vida podría ser un poco incómoda. Debemos aprender a vivir juntas, Tbubui, y creo que debemos acordar una tregua cortés. Empecemos por ser sinceras.

Acentuó la última palabra. Tbubui la observaba con desconfianza. El barniz de coqueta timidez había desaparecido, y había sido reemplazado por una crítica frialdad. Su cara era como una máscara. Nubnofret cruzó los brazos.

—No creo que convengas a mi esposo —prosiguió, con una firme serenidad que, en verdad, no sentía—. Por tu causa ha descuidado su trabajo y a su familia y vive con la mente atormentada. No olvides que la violencia del enamoramiento puede convertirse muy rápidamente en disgusto. Por eso te aconsejo que pises con cuidado cerca de mí. Khaemuast no se interesa mucho por la administración de su finca, siempre ha dejado eso en mis manos y continuará haciéndolo así. Si tratas de entrometerte, si corres a él llevándole pequeñas quejas, empezarás por aburrirle y acabarás fastidiándole. Si cooperas, serás bien recibida aquí. Además, tengo cosas más importantes que hacer antes que preocuparme por tu comodidad. ¿Comprendes?

Tbubui había escuchado atentamente. Su piel había palidecido hasta adquirir tenso color amarillento, y su rostro se había convertido poco a poco en todo ojos y boca apretada. Pero cuando Nubnofret acabó de hablar, se adelantó dos pasos, de modo que su cara quedó a pocos centímetros de la de Nubnofret. Y cuando habló, su aliento fue frío y desagradable.

—Lo que tú no logras entender, Alteza, es la intensidad de la obsesión que provoco en tu esposo —dijo, con voz grave y poderosa—. No es enamoramiento, te lo aseguro. Soy yo quien está en sus órganos, no tú. Si tratas de desacreditarme, serás tú quien sufra. De ahora en adelante, nadie podrá hablarle mal de mi, pues cuento con su completa confianza. Es mío, en cuerpo, mente y ka. Tengo las manos entre sus piernas, princesa, justo donde él las quiere. Si le acaricio, él ronroneará. Si aprieto, gritará de angustia. Pero no te equivoques, es mío y puedo hacer con él mi voluntad.

Nubnofret estaba alelada por el horror. Rara vez en su vida había visto tanto veneno, ni escuchado semejantes palabras. Aquella mujer era algo salvaje, algo totalmente desprovisto de conciencia humana o decencia. Durante un segundo, la princesa se estremeció en una oleada de espanto, sabía que Tbubui decía la verdad. Luego reunió coraje.

—No creo que mi esposo te interese en absoluto —dijo, fríamente—. No eres sino una campesina codiciosa con corazón de ramera. Puedes retirarte.

Tbubui se alejó con una reverencia. Ahora sonreía, aunque su actitud era respetuosa.

—No es el corazón lo que tengo de ramera, princesa —comentó al retroceder—. Al parecer, te he ofendido. Me disculpo.

Wernuro se había levantado para abrirle la puerta. Con una última reverencia, Tbubui irguió la espalda y se perdió de vista.

CAPITULO 15

Hablo de un gran asunto

y causa que escucharás.

Te doy un pensamiento para la eternidad,

una regla de vida para vivir en la corrección

y pasar la existencia en felicidad

Honra al Rey, el Eterno…

Intimidado y preocupado, Ptah-Seankh partió hacia Coptos al día siguiente, armado con las instrucciones escritas de Khaemuast sobre el procedimiento a seguir, mientras la familia organizaba el período de duelo. La pérdida no los había unido. Muy al contrario, sin música, entretenimientos ni festines con huéspedes, empezaban a aparecer los huesos desnudos y crueles del distanciamiento. Nubnofret se aisló por completo de todos ellos. Hori se retiró también a un particular infierno donde ni siquiera Sheritra podía seguirle, aunque pasaban mucho tiempo juntos.

Khaemuast parecía ignorar todo aquello. Desaparecía casi todas las tardes sin que nadie lo notara, salvo Nubnofret, que no hacia comentarios, y volvía a la hora de comer, desconcertado y confuso, respondiendo con monosílabos. Su esposa sospechaba que pasaba aquellas horas en el diván de Tbubui y, aunque aborrecía aquella falta a las reglas del luto, no decía una palabra por orgullo. Khaemuast habría querido ordenar que continuara el trabajo en la ampliación, pero no se atrevía a quebrar aquella norma. Los obreros volvieron a sus aldeas y los muros, sin pintura y a medio terminar, permanecieron entre un revoltijo de ladrillos y hierba quemada por el sol del verano.

Sheritra había enviado una carta a Harmin, expresándole su amor y disculpándose… En respuesta recibió una breve nota: «Cuenta con mi más profunda devoción, Pequeño Sol", decía. "Ven a yerme cuando puedas.» Ella la llevó consigo durante varios días, metida en su cinturón y cuando la melancolía que predominaba ahora en la casa amenazada con abrumaría, la sacaba y la releía, llevándosela a los labios. En esos momentos sentía resurgir el enfado que la había sacudido la mañana en que, ignorante de todo, había vuelto a casa para ver a Hori.

Los setenta días de duelo se acercaban a su fin y Nubnofret inició los planes para el inminente viaje a Tebas. Permanecía encerrada en una frígida corrección y Khaemuast la dejaba en paz. Antes de que ella y el resto de la familia se dispusieran a subir por la rampa a la amplia barcaza, llegaron noticias desde Coptos. Ptah-Seankh hacia saber a Khaemuast que su trabajo avanzaba satisfactoriamente, que su padre estaba siendo embellecido con el debido respeto y que no vería demorado su regreso a Menfis con la información requerida por su amo. Para Khaemuast fue un alivio. Irracionalmente, había temido que Ptah-Seankh sufriera también algún desastre, como si estuviera condenado a no poder recibir jamás a Tbubui en su casa con todas las cláusulas del contrato cumplidas. Pero esta vez todo marchaba bien.

No obstante, vio alejarse los peldaños del embarcadero desde la cubierta de la barcaza con gran resentimiento. No quería viajar y le sorprendió oír aquellos mismos sentimientos expresados en voz alta por Sheritra, que se apoyaba a su lado contra la barandilla, pálida y de malhumor.

—Debería alegrarme de cumplir este último deber para con la abuela —dijo la muchacha—, pero lo detesto. ¡Lo detesto! Sólo quiero que todo termine y volver a casa otra vez.

No había en sus palabras vergúenza ni rastro de egoísmo en la inflexión de su voz. No hacía sino establecer un hecho. Khaemuast, sin responder, echó un vistazo a la barcaza que los seguía, ocupada por Si-Montu y Ben-Anath, de pie en la proa. Al verle volverse, los dos agitaron las manos y él les devolvió el saludo, a desgana. Si-Montu era ahora como un desconocido. Todos sus parientes eran como desconocidos. «¿Alguna vez he conocido a estas personas?", se preguntó, mientras el ribazo se deslizaba ante sus ciegos ojos. "Alguna vez los he saludado como a familiares, quizá como a amigos? ¿Cuándo fue la última vez que hablé con Si-Montu?" Entonces lo recordó, atacado por una sensación de ahogo. "La familia está deshecha", pensó. "Si-Montu, Ramsés, probablemente creen que no han recibido noticias mías porque estoy horriblemente ocupado. No saben que todo ha cambiado, que todo se ha roto. Que es imposible soldar otra vez los pedazos, porque yo mismo soy un fragmento, Nubnofret es un fragmento, Hori y Sheritra son fragmentos agudos, mellados, que rechinamos uno contra otro, porque no hay quien nos tome para ajustarnos de nuevo entre si. Y a mi, sencillamente, no me importa." Oyó a Hori lanzar un fuerte juramento contra uno de los marineros. Luego, el silencio volvió a descender sobre la cubierta. Sheritra suspiró a su lado y se dedicó a pellizcar una escama de pintura dorada de la barandilla. "No me importa", pensó Khaemuast, perezosamente. "No me importa.»

Aturdidos y en silencio, se instalaron en las atestadas habitaciones del palacio. La residencia real de Tebas era más pequeña, demasiado pequeña para albergar cómodamente a todos los habitantes de la poderosa ciudad dentro de una ciudad que era Pi-Ramsés que habían acudido para presentar sus respetos a Astnofert.

—Me siento como si me hubieran drogado —comentó Sheritra, mientras sus sandalias resonaban sobre el brillante pavimento.

Khaemuast vio que Bakmut la seguía. La puerta se cerró tras ellas.

—¡Qué tontería! —espetó Nubnofret, antes de desaparecer a su vez. Hori ya se había escabullido.

Khaemuast se detuvo un momento, escuchando el suspiro del viento desértico en las mangas. «Drogada", pensó. "Si, así es.»

El palacio vibraba a su alrededor con fragmentos de música, gritos de los soldados que cambiaban la guardia, agudas risas de las muchachas, aroma a comida y flores, el pulso de la vida. Por su parte, se sentía como si hubiera estado enfermo y se encontrara aún muy delicado. Sus desconcertados sentidos recibían tan intensamente el ataque de tanta vitalidad, de tanta despreocupada energía, que sintió un absurdo deseo de estallar en lágrimas. Pero apartó aquella debilidad y, tras enviar a un heraldo a informar a su padre de que él y su familia habían llegado, salió en busca de Si-Montu.

Pero no pudo hallar a su hermano. Ben-Anath le saludó con alegría, pero distraída. Estaba ya rodeada de sus amigas. Desconsolado, Khaemuast volvió a sus habitaciones entre multitudes que le reconocían y se abrían a su paso, haciéndole reverencias. Apenas reparaba en nadie. Como la cara de Tbubui no estaba entre ellos, no existían.

No le sorprendió encontrar una llamada de su padre esperándole en sus habitaciones. El faraón requería su presencia sin demora en el despacho privado, tras la sala del trono. Khaemuast había pensado muy poco en las actuales negociaciones matrimoniales de Ramsés, pero en aquel momento recordó sus tortuosos recodos. Mientras marchaba de mala gana por entre las sofocantes muchedumbres de cortesanos, otro recuerdo, igualmente sumergido, flotó a su mente, completo y desagradablemente vivo. Un anciano que tosía, cortésmente, aferrando con una mano disecada el amuleto de Thot que pendía sobre su marchito pecho, mientras con la otra extendía un rollo. Khaemuast recordó que era extrañamente pesado para tratarse de un papiro tan delgado. Se miró súbitamente la mano y sintió otra vez su quebradiza fragilidad. Lo había perdido. Eso también lo recordaba. En algún sitio, entre las fieras antorchas de la puerta norte del palacio y sus propias habitaciones en Pi-Ramsés, aquel condenado objeto había desaparecido. Sin ningún motivo aparente, sus pensamientos volvían, voluntariamente, al falso Pergamino de Thot, cosido una vez más con firmeza a la mano de un hombre desconocido que se marchitaba en su ataúd. Con una exclamación, Khaemuast se obligó a regresar al presente.

—¿Decías, príncipe? —preguntó Ib, con cortesia.

—Nada —replicó Khaemuast, brevemente—. No decía nada. Hemos llegado, Ib. Pide que pongan un banquillo junto a las puertas y espérame ahí.

El heraldo había dejado de anunciar sus títulos y le introducía en la habitación con un reverencia. Khaemuast se adelantó.

Allí donde el suelo parecía perderse en el deslumbrante infinito, su fluir se quebraba con la presencia de un imponente escritorio de cedro. Detrás de él se encontraba Ramsés, con los brazos cargados de oro y cruzados sobre el pecho, algo cóncavo e igualmente enjoyado. El casco de hilo, a rayas blancas y azules, enmarcaba el rostro levemente desdeñoso que Khaemuast conocía tan bien. La nariz aguileña, los ojos oscuros y brillantes de su padre, le habían hecho pensar siempre en un alerta Horus. Hoy, empero, su vigilancia de ave tenía una cualidad predatoria. Khaemuast dio la vuelta al escritorio para arrodillarse a besar los reales pies, pensando que la expresión de Ramsés tenía más en común con el buitre que le miraba desde la diadema, que con el halcón hijo de Osiris.

Tehuti-Emheb, el escriba real, había abandonado su almohadón detrás del monarca para hacerle una reverencia, junto con Ashahebsed, siempre arrugado y blandamente inescrutable, que mantenía en delicado equilibrio una bandeja de plata entre las manos. El príncipe les dirigió un ademán brusco y ellos se incorporaron, el escriba, para retomar su sitio; Ashahebsed, para verter un torrente de vino púrpura en la taza de oro que Ramsés tenía a su derecha. Su mirada se cruzó un instante con la de Khaemuast, que leyó en sus ojos viejos y acuosos la misma altanera antipatía que siempre se habían inspirado mutuamente.

Pero no tuvo tiempo de reaccionar, pues Ramsés había vuelto a sentarse y cruzaba lentamente las piernas, colocando un brazo en el respaldo de la silla con gracia desenvuelta, aunque estudiada. No invitó a su hijo a ocupar la silla que permanecía a su lado, vacante. En cambio, señaló grácilmente los rollos que se amontonaban a su izquierda. Sus labios pintados de rojo no sonreían.

—Te saludo, Khaemuast —dijo, con serenidad—. No creo haberte visto nunca con un aspecto tan poco saludable. —La nariz real se arrugó un poco. Los ojos reales no se apartaban de la cara de su hijo—. Estás amarillento y ojeroso —prosiguió el faraón, implacable—. Casi me siento inclinado a compadecerte, en vez de aplicarte la disciplina que mereces. —Su boca se curvó en una helada sonrisa—. Dije «casi». Todos estos rollos contienen quejas de los ministros a quienes debes tu atención. Cartas sin respuesta, cálculos sin aprobar, puestos vacantes en ministerios menores que continúan sin ser ocupados… Todo porque tú, príncipe, has estado descuidando vergonzosamente tus responsabilidades.

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