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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (46 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Sheritra pensó primero rechazar su deseo, pues viajar de pie en un carruaje podía ser peligroso y los caballos nunca le habían gustado. Además, al faraón no le alegraría que una nieta suya se hiriera o incluso muriera por una tonta temeridad.

Pero Sheritra era como un adicto a una sola droga: la presencia de Harmin. Y le acompañó, de pie en el vehículo, que se tambaleaba entre él y el guardia, mientras el caballo forcejeaba para arrastrarlos por la arena cegadora y el perro amarillo corría junto a ellos, con la lengua fuera.

Harmin no perdía la esperanza de divisar y derribar un león. Volvía con frecuencia a casa con las manos vacias, pero en varias ocasiones logró hacer una presa. Una vez fue una gacela, que brincaba desde un picacho de rocas e intentó huir sacudiendo sus finas y elegantes patas. Harmin corrió tras ella, con la espada en alto, levantando nubes de arena con los talones al correr. La derribó antes de que Sheritra hubiera recobrado el aliento y se irguió junto al contorsionado cadáver, triunfalmente.

El lascivo goce que parecía sentir con su afición era a la vez repulsivo e hipnótico. Mostraba un aspecto de él que ella no había sospechado y le costaba reconciliar al civilizado joven de buenos modales, capaz de leer con tanta facilidad sus pensamientos más íntimos, con aquel Harmin que aullaba obscenidades al escapársele la presa o gritaba su salvaje victoria al derribar a un animal, atravesándole el flanco con la espada.

Por la noche, cuando había matado una presa, hacía el amor con fuerza, con una pasión algo brutal, como si ella también fuera una presa a la que acechar, vencer y alcanzar. Pero su propia respuesta le parecía aún más extraña. Algo primitivo en su interior respondía a aquel leve salvajismo con igual abandono. Por eso contemplaba con asombro sus días de virginidad, aún tan cercanos. «¿Sabe mi madre las cosas que yo sé?", se preguntaba. "¿Exige mi padre de ella los actos que Harmin exige de mí? Y si él los desea, ¿responde ella?» Pero al pensar en su padre sentía vergúenza y desechaba sus pensamientos de inmediato.

Una tarde se había citado con Harmin más allá del recinto de los sirvientes y del muro que separaba la pequeña finca del desierto. Se había retrasado por dictar una carta más a Hori, aunque no la merecía, y decidió atajar el camino pasando por el portón trasero a través de la zona de los sirvientes. El amplio patio estaba desierto. Los gorriones brincaban por la tierra dura y picoteaban los restos de comida de la casa que se llevaban a la pared opuesta, para arrojarlos luego al desierto. Ella y su guardia cruzaron rápidamente el portón y Sheritra pasó mientras él lo retenía abierto.

Observó los montículos de desperdicios que se acumulaban a cada lado del sendero y en los que no había reparado nunca. No permanecían allí mucho tiempo. El calor purificador del sol consumía pronto los olores, y los chacales y los perros del desierto se llevaban todo lo comestible. Pero descubrió un extraño destello en la arena y se detuvo a mirarlo mejor. La luz se reflejaba en un estuche de estilos roto. Sheritra lo recogió. El borde, mellado, se había enredado en un trozo de tela tosca, que se desenrolló al tirar ella, dejando caer a sus pies muchos trozos de vasija rota. Pero algo más permanecía oculto entre los pliegues. Con una mueca de disgusto, sacudió el lienzo y lo dejó caer sobre los desperdicios.

Era una estatuilla de cera, de hechura tosca, pero con cierto vigor primitivo en los hombros cuadrados y el grueso cuello. Se habían quebrado los dos brazos y le faltaba un pie, pero la princesa advirtió, con inquietud, que la cabeza había sido perforada varias veces. Sentía bajo el pulgar los diminutos agujeros, llenos de arena. También la zona del corazón estaba sembrada de perforaciones. En la blanda cera de abejas se veían unos bastos jeroglíficos que miró con más atención, intentando descifrarlos, pues su inquietud aumentaba poco a poco convirtiéndose en una punzada de miedo. Por ser hija de un mago, sabía bien lo que era aquello: un muñeco de brujo. Alguien lo había hecho, lo había tallado con el nombre de un enemigo y luego había hundido alfileres de cobre en la cabeza y el corazón, murmurando encantamientos y maldiciones. Pero otros desperdicios lo habían estropeado, deformándolo tanto que no se reconocían las letras.

—¡No lo toques, Altéza! —advirtió su guardia.

Al oír su voz, ella arrojó el objeto con un grito. El estuche de estilos era una fina obra de arte adornada con delicados motivos de oro granulado e incrustaciones azules que representaban la cabeza de ibis de Thot, el dios de los escribas. Sheritra lo examinó un momento, frunciendo el ceño. Tenía la impresión de haberlo visto antes, pero por mucho que se esforzó no pudo recordar cuándo ni dónde.

Por fin lo depositó con reverencia en la arena, junto al montón de desechos. En cuclillas, hurgó después con un dedo entre los afilados fragmentos de algo que, obviamente, había sido un gran cuenco de arcilla y cuyo uso reconoció también. Incluso pudo distinguir algunas palabras inconexas del hechizo mortal que se había escrito con tinta en toda la superficie, antes de que una mano cargada de odio hiciera descender el martillo: «Su corazón… estallar… dagas… dolor…, ni de día… terror…».

«Alguien alberga un odio espantoso en esta casa", pensó. "El hechizo ha sido pronunciado, el rito cumplido, y las herramientas utilizadas para la destrucción de ese desconocido han sido lanzadas a la basura. Me gustaría saber si la maldición ha dado resultado o si la víctima, al enterarse, pudo contrarrestar el hechizo a tiempo.» Se estremeció. De pronto lanzó un grito al ver una sombra cernirse sobre ella.

—¿Qué haces, Alteza?

Sheritra se puso de pie y encontró a Harmin detrás de ella. Señaló su hallazgo.

—Un destello del sol en ese estuche de estilos me llamó la atención —explicó, temblando por dentro—. Alguien ha tratado de matar así a otra persona, Harmin.

Él se encogió de hombros.

—Los sirvientes riñen continuamente, están llenos de rencor y de celos caprichosos —replicó—. En todas partes sucede igual, ¿no? Este hechizo deben de haberlo confeccionado ellos.

—¿O sea que tus sirvientes tienen voz? —bromeó ella, provocándole ligeramente. Él gruñó.

—Supongo que son bastante parlanchines cuando están a solas. No te preocupes más por eso, princesa. ¿Te gustaría manejar las riendas, esta vez?

Ella asintió con aire distraído y los dos se dirigieron juntos hacia el carruaje. Pero la sensación de familiaridad que la había invadido al coger aquel estuche no la abandonaba. En los días siguientes regresó con frecuencia al lugar, para revivir de nuevo la sensación con la presencia directa del objeto de recuerdo. A veces se preguntaba si no habría sido el mismo Sisenet, aquel diligente erudito, quien había hecho la estatuilla de cera. Otras veces pensaba en Tbubui, que husmeaba en la medicina y quizá también en la magia. Pero no lograba imaginar a ninguno de los dos encerrado en la oscuridad, coaccionando a los demonios para que satisficieran su voluntad.

Tbubui ya no iba a la casa de baños por la mañana para examinar la piel de la princesa. «Supongo que las visitas cumplieron ya su finalidad», pensaba Sheritra. Pero saberlo no la afligía. Era como si ella y Harmin hubieran firmado un contrato matrimonial sin que ella, por alguna extraña alquimia, lograra recordar la ocasión. Pero ya eran marido y mujer, y ella constituía parte permanente y legítima de aquel hogar.

Todavía pasaban las mañanas juntos. Cruzaban el río con frecuencia para pasear por las atestadas calles de Menfis, pasatiempo al que no se dedicaban antes de que Harmin se convirtiera en su amante. La muchedumbre, el ruido y hasta los olores desconcertaban a la muchacha cada vez más y siempre le aliviaba abordar de nuevo la barcaza para que la trasladaran otra vez a la aislada casa, tan segura y silenciosa.

Un día se sentó ante el tocador de Tbubui, con una bata larga y el rostro ya maquilado, aunque con su larga cabellera aún sin pintar. Ella y Tbubui estaban examinando juntas las joyas de su anfitriona como si fueran hermanas o como si compartieran un puesto similar en la jerarquía social de Egipto. A veces esto irritaba a Sheritra, pero sentía demasiado respeto por la mentora en que se había convertido su amiga como para protestar y arriesgarse a ofenderla. Admiraba esa colección de alhajas, que contenía muchas piezas pesadas y sencillas, de artesanía antigua, de un tipo ya difícil de conseguir.

—Mi madre tenía unos gustos muy tradicionales —explicaba Tbubui, mientras los dedos de Sheritra revolvían anillos, ajorcas, amuletos y pectorales—. Poseían muchas joyas pertenecientes a sus antepasados que consideraba sagradas para la familia, destinadas a pasar de generación en generación. Yo también lo creo así. Mi esposo me regaló algunas maravillosas, pero casi todos los días me pongo las alhajas de mi madre. —Colocó en el cuello de Sheritra un colgante de plata con un Ojo de Horus hecho de ónix—. Éste es ligero y alegre. Te queda muy bien, Alteza —dijo, con aprobación—. También es una poderosa protección contra el mal. ¿Te gusta?

Sheritra iba a expresar su agrado cuando su vista captó un destello de turquesa, en el fondo del cofre de ébano. Tbubui tenía muchas turquesas, pero algo en la forma del objeto despertó su curiosidad y le hizo apartar los otros adornos para sacarlo. Las manos de Tbubui se habían inmovilizado sobre sus hombros. La muchacha sacó un pendiente de oro y turquesa y lo mostró en alto, balanceándose suavemente entre sus dedos. Tbubui lo observó, mordiéndose el labio.

—¡Tbubui! —exclamó luego—. ¡Es el pendiente que Hori encontró en el túnel que salía de la tumba! Lo reconocería en cualquier parte. —Lo apretó en la mano y se volvió en la banqueta—. ¿Qué hace en tu poder? ¡Oh, no me digas que Hori profanó la sepultura de esa mujer para regalártelo!

—Serénate, Alteza —recomendó Tbubui, sonriendo—. Tu hermano es una persona honrada, incapaz de hacer semejante cosa.

—¡Pero está enamorado de ti! —barbotó la muchacha—. Pudo haber perdido la razón. A veces, el amor nos lleva a hacer cosas cuestionables… —Su voz se apagó y por primera vez en varias semanas, volvió a ruborizarse—. Sé que vas a casarte con mi padre —concluyó, desolada—. Perdona mi falta de tacto, Tbubui.

—Estás perdonada, querida Sheritra —repuso la mujer, con voz ligera—. Sé del capricho que he inspirado en Hori, pero no temas, he sido bondadosa con él y se le pasará. En cuanto al pendiente… —Alargó la mano y lo recogió diestramente de los dedos de la princesa—. Hori me mostró el original y, como adoro las turquesas, decidí hacerlo copiar. En cuanto Hori se fue, lo dibujé y mi joyero favorito me hizo un par.

—¡Ah…! —Sheritra estaba profundamente confusa—. Pero ¿dónde está su pareja?

Tbubui suspiró.

—Lo he perdido. El cierre no era muy seguro y no quise esperar a que lo arreglaran. Tenía muchos deseos de ponérmelo y, como yo no me decidía a separarme de él, el pendiente se separó de mi. Los sirvientes han registrado la casa y los terrenos, hasta el esquife y la barcaza, pero debí de perderlo en la ciudad. Algún día encargaré otro. —Lo dejó caer descuidadamente en el cofre—. ¿Quieres, Alteza, vino con especias? ¿Una merienda?

La explicación de Tbubui era perfectamente razonable, pero la intuición advertía a Sheritra que no había oído la verdad. En otros tiempos, Hori no habría pensado jamás profanar una tumba y regalar un objeto de propiedad ajena, pero entonces él era un joven libre y honrado. ¿Y si el Hori malhumorado e irritable, atrapado en las garras de un amor no correspondido, fuera en verdad capaz de hacer algo así? Parecía posible. Hacer una joya fina llevaba tiempo, y la que Sheritra había observado no parecía nueva. El oro presentaba diminutas rayas y muescas, aquí y allá. Algunos artesanos solían envejecer deliberadamente joyas o muebles, pero la turquesa de Tbubui tenía el lechoso verdor de la antigüedad auténtica y el oro, el tono oscuro, veteado de púrpura. Por otra parte, Tbubui podía haber aprovechado una turquesa que poseyera para dar forma a una piedra en forma de pera, como el original. También era posible que su joyero dispusiera del tiempo necesario para reproducir el oro púrpura de Mittanni, pero Sheritra tenía la inquietante sensación de que ninguna de aquellas suposiciones era correcta. Hori había dejado aquel bello objeto en manos de la mujer por la que se inflamaba de amor, sin que ella lo rechazara.

A la princesa se le ocurrió otra molesta suposición. El ritual del hechizo… ¿no podía haber sido conjurado por Tbubui, en un esfuerzo por evitar la cólera celosa de una difunta? «Sin embargo, eran los restos de una maldición, estoy segura", se decía, insomne en su diván, paseando por el jardín o mientras esperaba a que Bakmut le pintara con alheña la planta de los pies. "No se evita la ira de un ka antiguo insultándole de nuevo. Debo ir a casa uno o dos días. No puedo retrasarlo más.»

Aquella noche se lo dijo a Harmin, cuando yacían abrazados. Él le acarició la mejilla con los labios y le dijo:

—Te dejaré ir, siempre que prometas regresar dentro de dos días. Me traes suerte en las cacerías, Pequeño Sol. Además, has convertido esta casa en un lugar feliz.

Más tarde, Tbubui se mostró de acuerdo, apresuradamente, con la decisión de Sheritra.

—Entiendo tu preocupación —dijo, comprensivamente—. Regaña a ese hermano tuyo por olvidarnos a las dos e invitale a cenar aquí cuando regreses. Da mis saludos a tu ilustre madre.

Sheritra hizo empaquetar las pocas cosas que necesitaba y se despidió sin algaraza de Harmin y su madre. No había necesidad de despedidas formales, pensaba regresar a la tarde siguiente a aquel lugar que ahora consideraba su verdadero hogar.

Pero cuando salió de la casa e inició la lenta caminata en dirección a los escalones del embarcadero, a la pálida luz del sol temprano, cayó sobre ella una pesada mezcla de depresión y renuencia. Ya no llevaba la realidad consigo adondequiera que fuese. Su inmediatez, su foco, parecía perder color y nitidez cuanto mayor era la distancia entre ella y la casa blanca, baja, que se horneaba en su escudo de silencio. Subió por la rampa hacia la barcaza con la extraña convicción de que ni el mundo exterior ni ella misma tenían sustancia alguna.

Bakmut estaba obviamente alegre e incluso los guardias parecían moverse y hablar con una chispeante energía. «Todos se alegran, menos yo", pensó Sheritra, con resentimiento, mientras la embarcación se alejaba del ribazo. "Bueno, no se alegrarán por mucho tiempo. Mañana, pase lo que pase, tendrán que volver conmigo.» Sofocó el impulso de amonestar a Bakmut, que canturreaba por lo bajo, y clavó la vista en la ciudad que se desplegaba ante sus ojos, con hosca decisión.

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