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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (71 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Entró en la casa por la puerta principal, sin parar mientes en la frenética actividad que reinaba en el interior, y se dirigió a sus habitaciones sin que nadie le impidiera el paso. Bakmut dormía, espatarrada ante la puerta, pero ella pasó por encima y continuó hasta su alcoba. La lámpara de noche ardía aún junto a su diván, arrojando un amistoso y límpido fulgor.

Se acercó a su tocador y sacó de una caja la navaja de cobre que Bakmut utilizaba para rasurarle el vello del cuerpo. Estaba bien afilada. Deslizó la hoja por la yema de su pulgar, pensativamente. «¿Qué fue lo que dijo papá, hace mucho tiempo?", se preguntó. "Si quieres abrirte las muñecas, no cortes en sentido transversal, pues no dañarás las arterias lo suficiente. Hunde la hoja a lo largo, para que la sangre corra copiosamente. De ese modo, estarás por encima de todo auxilio.» Más allá de todo auxilio…

«Todo era un juego", pensó vagamente, con la navaja preparada. "Fingía comprenderme, fingía amarme, y cada vez que hacíamos el amor se reía de mí, obligándose a actuar, asqueado por mi cuerpo. ¡Oh, maldito sea, maldito sea! Y maldita sea yo, idiota feliz. Debía haber adivinado que un hombre tan hermoso como él no podía sentirse atraído por una muchacha tan fea como yo.»

Ansiaba poder hundir en su carne aquella hoja inocua y centelleante, sentir el momentáneo dolor, ver brotar la sangre. Pero no podía realizar el salvaje y destructivo movimiento. «A nadie le importará, ésa es la verdad", pensó fríamente. "Ni a papá ni a mamá. Y Hori está batallando con su propia muerte. Nadie sufrirá si muero. Y Tbubui se limitará a sonreír. Yo misma me lo he buscado. Nunca merecí ser feliz y pasaré el resto de mi vida obligándome a recordar eso. Estas cuatro paredes serán mis testigos. »

—¡Bakmut! —llamó, tirando la navaja al diván.

La criada apareció en seguida, soñolienta y parpadeando.

—Tráeme el rollo del faraón.

Bakmut hizo un gesto de asentimiento y se fue arrastrando los pies. Volvió un momento más tarde, con el mensaje en la mano, bien enrollado. Sheritra rompió el sello y lo desplegó.

«A mi querido nieto Hori", leyó, "saludos y cariñosas felicitaciones. Después de tomar nota de tus informaciones y tras haber consultado con mi ministro de Títulos Hereditarios, he decidido investigar lo que dices. Dentro de dos semanas llegará a Menfis una persona de autoridad. Entérate también de que estoy muy disgustado por las andanzas de tu familia y voy a tomar las medidas necesarias para asegurar la paz en Menfis y en la finca de tu padre. Soy tu augusto abuelo, Ramsés II, etcétera, etcétera.»

Sheritra dejó que el papiro se enrollara y soltó una risa estrangulada. Nada de aquello tenía ya importancia.

—Bakmut —dijo a la paciente criada—, de ahora en adelante no pienso salir de mis habitaciones. Nadie debe entrar en ellas. No quiero hablar con nadie. ¿Queda entendido?

La muchacha asintió, prudentemente, y Sheritra le ordenó retirarse. «Muy bien",pensó, mientras se acostaba en el diván y se cubría hasta los hombros con las sábanas. "Bakmut creerá que se trata de un capricho, pero el tiempo pasará y pasará…»

Se relajó contra la almohada y cerró los ojos. «Crédula", pensó. "Flaca. Las vírgenes me aburren…»

Cerró los ojos con fuerza ahogando un grito y recogió las rodillas contra sus pequeños pechos. «Nadie volverá a hacerme daño", juró a las atormentadoras imágenes que henchían su mente. "Nadie.»

Abrumada por el dolor, se quedó dormida.

CAPITULO 22

Heme aquí, como perro de la calle,

como señal a los dioses y a los hombres soy:

derribado por su mano,

pues hice el mal a su vista.

Khaemuast permanecía bajo una fuerte conmoción, en tanto los sirvientes acudían uno tras otro a admitir su fracaso en hallar a Hori. La finca era muy extensa y para revisar todos sus rincones y escondrijos se precisaba mucho tiempo. A pesar de ello, el príncipe estaba estupefacto. Cuando había ordenado el arresto de su hijo era obvio que Hori se encontraba al borde del colapso. No lograba explicarse cómo había logrado, en su estado de debilidad y agotamiento, matar a un soldado y herir a otro de tanta gravedad que difícilmente sobreviviría. Khaemuast le había atendido personalmente, pero pudo hacer muy poco por él. El daño que se le había infligido le maravillaba.

«Hori tiene que estar desesperado", pensó. "Pero ¿qué pretende?» Su intención no debía ser irrumpir en las habitaciones de Tbubui, armado con el cuchillo empleado contra el primer guardia, pues nadie le había visto acercarse siquiera a la casa de las concubinas. En realidad, nadie le había visto en ninguna parte.

Khaemuast se dirigió a las habitaciones de Sheritra, pensando que Hori podía estar escondido allí, pero la criada personal de su hija le aseguró que dormía y que no había rastro del príncipe. Antef tampoco le sirvió de nada. Incluso pareció alarmarse sinceramente al conocer la desaparición de su amigo. Cuando Khaemuast quiso interrogarle, una hora después, tampoco a él pudieron encontrarle.

Después le informaron de que faltaba el esquife. Hizo que condujeran a su presencia al guardia del embarcadero, y éste le confesó, aterrorizado, que se había quedado dormido tras beber en exceso antes de incorporarse a su turno. Era cierto que el joven príncipe podía haber pasado junto a él sin que le viera. Khaemuast le despidió enseguida.

«No puedo hacer que registren toda la ciudad", pensó, fatigado. "Tal vez Hori haya ido al norte, para reunirse con Nubnofret." Esa idea le alivió un poco. Le consolaba imaginar a su hijo refugiado en el Delta, al menos por el momento. "Hasta que nazca el bebé de Tbubui", pensó oscuramente. "Entonces tendré que actuar. Si Sheritra no hubiera sido tan torpe, el problema estaría resuelto ya, pero no importa. La corte de mi padre es un lugar populoso, lleno de intrigas y actividad. Un envenenamiento pasará allí más desapercibido. Mientras tanto, puedo seguir disfrutando en paz de mi amada. Los dos intrigantes se han ido. Sheritra se casará con Harmin y él vendrá a ocupar las habitaciones que eran de Hori. Tal vez Sisenet decida instalarse también aquí. Entonces los ojos que me rodean no serán siempre hostiles y acusadores.»

Algo más tarde, aquella misma mañana, Ib vino a decirle que también faltaba la balsa y que habían visto a su hija camino del embarcadero. Khaemuast, irritado, mandó llamarla. Poco después volvió Ib con un mensaje: la princesa se negaba a salir de sus habitaciones. El mayordomo aguardó cortésmente. Khaemuast entonces, lanzó un fuerte juramento, abandonó el oficio que estaba tratando de dictar y, con un guardia y un heraldo trotando tras sus talones, se dirigió hacia el ala de la casa en que se hallaban los aposentos de Sheritra. Bakmut abrió la puerta ante las persistentes llamadas del heraldo.

—Sal de mi camino —ordenó Khaemuast, con brusquedad—. Debo hablar con mi hija.

Bakmut le hizo una reverencia, pero no cedió terreno.

—Lo siento, Alteza, pero la princesa no desea ver a nadie —insistió, con obstinación.

El príncipe no perdió tiempo en discutir. La cogió por un brazo para apartarla y se plantó en medio de la antesala.

—¡Sheritra! —llamó—. Sal ahora mismo, quiero hacerte una pregunta.

Durante mucho rato no hubo respuesta. Khaemuast se disponía ya a derribar la puerta interior cuando la oyó moverse. Descorrió el cerrojo, pero no salió y su voz le llegó flotando desde algún lugar perdido en la penumbra.

—Puedes preguntar y te responderé, padre —dijo—, pero será la última vez. No quiero tratar más con nadie y mucho menos contigo.

—Me estás faltando al respeto —empezó él, furioso.

Pero ella le interrumpió.

—Pregúntame lo que quieras y no me canses demasiado. De lo contrario, puede que no te responda.

Había algo muerto en su voz. Khaemuast lo advirtió y detuvo el torrente de invectivas que rondaba su lengua. Hablaba sosegada e indiferentemente, como si ya nada le inspirara interés. Las bravatas de su padre se desvanecieron.

—Muy bien —dijo, con voz pastosa—. ¿Fuiste tú quien se llevó anoche la balsa?

—Si, fui yo —respondió ella de inmediato.

Él aguardó, pero el silencio se prolongó y le obligó a continuar.

—¿La trajiste de regreso otra vez?

—La traje, si.

Nuevamente el silencio. Khaemuast sintió que su exasperación crecía de nuevo.

—Bueno, ¿y dónde está ahora? —gruñó.

La muchacha suspiró. El príncipe pudo oír la suave ráfaga de aliento y creyó divisar un destello de sus lienzos en la penumbra interior.

—Hori se llevó el esquife para ir a hablar con Sisenet sobre tu esposa —explicó ella, con voz metálica—. Antef y yo le seguimos con la balsa y le trajimos a casa. Yo desembarqué, pero Hori se fue al norte con su amigo. No volverás a verle.

—¡No podía darse por vencido! ¡Ha llegado incluso a matar porque no podía darse por vencido! ¡Si se ha ido, mejor! ¡Ojalá se quede en el Delta hasta pudrirse!

—No llegará al Delta —repuso aquella voz fría y descarnada—. Mañana por la noche habrá muerto. Se lo dijo Sisenet. Fue Sisenet quien aplicó los alfileres, papá, pero tu habías decretado que Hori muriera. Piensa en eso mañana por la noche, cuando te mires en el espejo.

—Bueno, ¿y qué te ocurre a ti? —preguntó Khaemuast, intranquilo. La voz de la muchacha, más que sus palabras, le provocaba escalofríos—. ¿Que tonterías está haciendo, Sheritra? Harmin va a venir esta tarde a visitar a su madre. ¿Tampoco a él le permitirás entrar?

—He decidido no casarme con Harmin, al final —replicó ella. Entonces si se le quebró la voz—. En realidad, papá, he decidido permanecer soltera. Ahora, vete.

Ante la puerta ya firmemente cerrada, él permaneció todavía unos momentos protestando, haciendo juramentos e incluso súplicas, pero nadie respondía al otro lado. Era como encontrarse ante la puerta sellada de una tumba. Por fin, sintió miedo y se fue.

Esa tarde Harmin fue a visitar a Tbubui. Khaemuast, su esposa y el muchacho se sentaron juntos en el jardín, mientras los sirvientes les humedecían los miembros con paños mojados y los alimentaban con fruta y cerveza. Harmin se mostró desacostumbradamente atento con Tbubui. Le acariciaba el rostro, le acomodaba las almohadas y, si ella hacia alguna broma, la miraba con una cálida sonrisa. «¡Qué diferente es de Hori!", pensó Khaemuast con nostalgia. He aquí auténtico afecto, respeto. Es un hijo que conoce su posición y la mantiene por amor a su madre. ¿Qué demonio se ha apoderado de Sheritra, esa pequeña tonta que rechaza ahora a un joven tan bien dotado?»

Como respondiendo a sus cavilaciones, Harmin se levantó y le hizo una reverencia.

—Con tu permiso, príncipe, me gustaría pasar un rato con Sheritra —dijo.

Khaemuast le miró con azoramiento.

—Querido Harmin —dijo—, temo que Sheritra está indispuesta y no recibe a nadie hoy. Te hace llegar sus disculpas y su amor, desde luego.

Una mirada de veloz entendimiento cruzó entre la madre y el hijo, y Harmin adoptó una expresión de desconsuelo.

—Es una gran pena —dijo—, pero dile, príncipe, que la comprendo. En ese caso, me retiraré a casa a dormir.

Se inclinó para dar un beso a Tbubui y, tras hacer otra reverencia a Khaemuast, se marchó andando con ligereza, la faldilla flameando contra sus piernas, fuertes y bien torneadas, y el pelo negro rebotando sobre sus hombros.

—Es un joven excelente —dijo Khaemuast, con la secreta esperanza de que la estupidez de Sheritra pasara pronto—. Te sobran motivos para estar orgullosa de él. —Rechazó el plato que le ofrecían y se acercó más a Tbubui—. No te he dicho lo de Hori —añadió, bajando la voz—. Se dirige hacia el Delta, sin duda para confiar sus penas a su madre. Me avergüenzo de mi familia, Tbubui, pero al menos estarás a salvo por un tiempo.

Ella le sonrió, curvando lenta y calculadoramente su ancha boca y entornó los ojos.

—¡Oh!, creo que ahora estoy muy a salvo —respondió—. Fue una pena que no pudieras darle esas gachas la otra mañana, pero no tiene importancia. No pienso seguir preocupándome por Hori.

Él intentó abrazarla, en un arrebato de abyecta culpabilidad, pero la mujer se recostó y cerró los ojos, haciendo una señal al sirviente encargado del abanico. Khaemuast permaneció sentado, apoyando la barbilla en la mano, pensativo, mientras el día se tornaba más caluroso y llegaban hasta él intermitentemente, los rítmicos y triunfales cantos de los criados que pisaban uvas en el recinto de servicio.

Pese a su opinión de que Hori buscaba el amplio pecho de Nubnofret para llorar su venganza, Khaemuast pasó una noche intranquila. El crepúsculo pareció cerrarse como un puño ominoso, como la mano del cataclismo. Recordando las desdeñosas palabras de Sheritra, no pudo sacar el espejo de su estuche dorado.

Se acostó temprano, bebió algo de vino y obligó a Kasa a conversar con él. Pensó ir a la casa de las concubinas para hacer el amor con Tbubui, pero estaba demasiado nervioso. Sentía un vago presentimiento de fatalidad y sospechaba que no podría olvidar tampoco con ella.

La lámpara de noche no le pareció suficiente. Veía moverse cosas entre las sombras, más allá de sus ojos, y la leve brisa se magnificaba en extraños suspiros y pequeñísimos sollozos dentro de su habitación. Pidió a gritos más luz y se sintió algo reconfortado, pero pasó mucho tiempo antes de que pudiera conciliar el sueño. Incluso entonces se despertó a cada instante, sobresaltado y mirando a su alrededor. Sus sueños eran vividos y confusos, pero cuando se incorporaba en el lecho lo había olvidado por completo.

Su desorientación persistió durante todo el día siguiente. Cada palabra que le decían se cargaba de algún arcano significado que no llegaba a captar. Cada acto asumía el poderoso peso de lo ritual. La casa estaba impregnada de una atmósfera que no podía describir, pero le angustiaba una fuerte sensación de amenaza. Temía la llegada de la noche. Por la tarde fue a buscar a Tbubui, pero tampoco logró así liberarse de aquel miedo inarticulado. Y tampoco podía hablar de él, era demasiado informe.

Llegó el atardecer y no pudo cenar. Él y Tbubui se sentaron tras las mesitas, en el vasto salón de recepciones, servidos por los criados y entretenidos por el arpista, cuyas graciosas notas resonaban en el espacio vacío. Súbitamente, Khaemuast recordó otras veladas. Nubnofret, resplandeciente y encantadora, vestida de azul y oro, sermoneando a la incómoda Sheritra, y Hori observándolo todo con una sonrisa mientras Antef rondaba tras él. En aquel entonces las noches eran cálidas, teñidas del perfume del cariño familiar, con una rutina consagrada y benditamente previsibles. Esa noche extrañó todo aquello con una cegadora nostalgia. Tal vez Harmin y Sisenet se trasladaran a la casa. Se sentarían tras sus mesetas con flores, apoyándose en los almohadones, alegres por el vino, y conversarían cuidadosamente con los huéspedes oficiales que honraran su salón. Pero el aire de tristeza, de buenos tiempos lejanos, jamás abandonaría aquella hermosa habitación.

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