El papiro de Saqqara (73 page)

Read El papiro de Saqqara Online

Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las rodillas de Khaemuast se aflojaron y cayó sobre el diván, con Tbubui encima. «Hori", pensó. "Hori, Hori…» Pero el nombre no era nada, el nombre no tenía importancia, y se entregó a aquella abominación con un grito.

Después quedó tendido junto a ella, rígido, presa de un intenso horror que le endurecía los miembros, aterrorizado ante la idea de tocarla. Ella suspiró y se movió imperceptiblemente, en aquel estado oscuro, cualquiera que fuese, que en ella pasaba por sueño. «Éste será mi destino", pensó él, enloquecido: "yerme gradualmente reducido a una lujuria indefensa y a un miedo igualmente catatónico. Alternar entre un estado y el otro mientras los meses se convierten en años y mi vida se escurre, hasta perderse poco a poco en el mundo ensombrecido de los muertos vivientes. Ya estoy casi paralizado. Mis sentidos la obedecen sólo a ella, mi facultad de juzgar correctamente se ha atrofiado hasta reducirse a la nada y mi capacidad de amar se ha desvanecido. He perdido a mis dos hijos y a mi esposa y pronto perderé lo que me resta de mí mismo. Thot me ha convertido en una criatura de Tbubui y lo que ha sido no se puede cambiar. Seguiré siendo su criatura hasta que muera, hasta que me mate el odio por mi mismo, pues no creo que haya poder en la tierra capaz de liberarme de esta carga».

De repente, dejó de respirar y se incorporó. «Tal vez no haya poder en la tierra", pensó, dejando florecer en si mismo una semilla de esperanza, "pero ¿y la magia y los poderes ocultos que emanan de los dioses? ¡Eres mago, grandísimo tonto! Éste es el momento de aplicar todo tu saber o de vivir prisionero para siempre».

Todavía era de noche cuando salió de sus habitaciones y se encaminó descalzo a su despacho, seguido por Ib y Kasa. No pensaba en nada, salvo para preguntarse si estaría al borde de la locura, pues cuando trataba de pensar en enfrentaba inmediatamente a un abismo mental que le producía vértigos. Se detuvo ante una de las inmensas jarras de agua que había siempre dispuestas junto a las salidas al jardín y hundió en ella la cabeza, aspirando bruscamente al recibir la impresión fresca y mojada de agua. Luego continuó y ante la puerta de su despacho se volvió hacia Ib.

—Quiero que dictes dos cartas en mi nombre —dijo—: una para Nubnofret y otra para el faraón. Redáctalas tú mismo Ib, pues no tengo tiempo de hacerlo personalmente. Diles que Hori ha muerto y que el luto ha comenzado. Di a Nubnofret… —guardó silencio, pensativo—. No, suplica a Nubnofret, en mi nombre, que vuelva a casa. Ib asintió apretando los labios y se marchó con una reverencia. Khaemuast señaló a Kasa con un dedo torcido.

—Voy a practicar un acto de magia —dijo—. Necesito que me ayudes, pero debes guardar completo silencio, ¿comprendes?

Abrió la puerta y entraron.

—Alteza —objetó Kasa, manifestando su miedo en su voz—, yo no estoy iniciado. No he sido purificado, no haré sino estorbar el hechizo.

Pero Khaemuast estaba ya en el cuarto interior, abriendo todos los arcones.

—Yo tampoco me he purificado —replicó—. No te preocupes y ahor~, calla.

Kasa obedeció. Una voz astuta susurraba en la mente del príncipe: «¿Estás seguro de que quieres hacer esto? Al menos ahora tienes algo, orgulloso príncipe, y si los destruyes a ellos te quedarás sin nada. Además, Nenefer-ka-Ptah también es mago. ¿Y si percibe tus intenciones y las frustra? ¿Crees que la práctica de la magia se ha vuelto más sofisticada desde los tiempos en que él blandía su poder? ¿O, estarán por el contrario, los encantamientos antiguos menos diluidos? Estás corrupto y debilitado a causa de tu grosera sensualidad. ¿Crees que posees la energía espiritual que necesitas? Cierra los arcones. Vuelve a tu lecho y cógela en brazos, pues lo único que no va a cambiar jamás es ese torcido y perverso deseo que sientes por ella, y siempre es mejor calmar un dolor que dejarse engullir por muchos».

Gimió en voz baja y continuó seleccionando las cosas que necesitaba. Las llevó nuevamente al despacho. Encima de todo llevaba el Pergamino de Thot y los rollos que Hori le había hecho leer. Depositó su carga en el escritorio.

—Escucha con atención —dijo a Kasa—: necesito un poco de natrón. Puedes cogerlo de la cocina, pero asegúrate de que está fresco. También me hace falta un cuenco grande con agua de inundación tomada del Nilo. Trae dos trozos de lienzo que no hayan sido usados, un bote de aceite virgen y mis sandalias blancas. Aquí tengo incienso, una máscara y el ungüento de mirra. Intenta no llamar la atención mientras consigues esas cosas, Kasa, y regresa lo más rápido que puedas. ¿Quieres que te repita la lista?

Kasa negó con la cabeza.

—No, príncipe.

—Bien. Trae también una navaja, debo tener el cuerpo rasurado.

El sirviente salió en silencio y cerró la puerta con un leve chasquido. Khaemuast se concentró en el Pergamino de Thot. Ahora sabia que Hori no habría podido cometer la locura de excavar la tumba para cogerlo. El rollo había vuelto, sencillamente, y ahora estaba bajo su responsabilidad, era su condena y nada podía evitarle las consecuencias. Quizá Nenefer-ka-Ptah lo había encontrado de la misma manera, quizá pasaba de mago corrupto a mago corrupto, dejando una estela de terribles consecuencias como maldición hereditaria. Khaemuast lo desenrolló con esfuerzo y lo examinó, intentando penetrar en su negro misterio. Quería familiarizarse con todos los detalles por los que Hori había muerto. Su mente empezó a desviarse hacia su hijo, pero la forzó desesperadamente a concentrarse en la tarea que le ocupaba, pues tras el pensamiento venia la emoción, y tras la emoción, el caos de la locura.

Cuando Kasa regresó, ya había concluido la lectura y estaba guardando los papiros en su arcón. Un joven sirviente se acercó al escritorio con paso inseguro, transportando un gran cuenco de agua. Lo dejó allí y se retiró haciendo una reverencia. Kasa colocó los otros objetos junto al cuenco y esperó, con aire interrogante. Aunque exteriormente estaba sereno, Khaemuast percibía su perturbación interna. «Gracias a los dioses, fue adiestrado por Nubnofret", pensó. »Kasa no se derrumbará.

—Lo primero que debes hacer es rasurarme —dijo—. De la cabeza a los pies, sin que se te escape un solo vello. La pureza es importante.

Se tendió en el duro suelo de mosaicos y su criado le pasó la navaja por el cráneo, en breves movimientos, y luego por el cuerpo, con ademanes más largos. Khaemuast se esforzó en sosegar su mente para lograr al profundo estado de concentración que necesitaba. Mientras Kasa trabajaba, inició en silencio las plegarias de la purificación.

Cuando el criado hubo concluido, se puso de pie.

—Ahora, lávame con el agua de inundación —ordenó—. Hazlo con uno de los trozos de lienzo y, cuando mi cuerpo esté limpio, repite el procedimiento con las manos, el pecho y los pies. Luego abriré la boca y lavarás también el interior. Te lo advierto otra vez, no hables.

Kasa hizo lo que se le indicaba, moviendo las manos con suave eficiencia sobre el cuerpo de su amo. La casa estaba aún en poder de la noche, sin presentir el alba que, sin duda, no tardaría. El príncipe tenía la sensación de haber vivido un siglo desde que había hablado con Antef en el pasillo, desde que había salido corriendo de la casa para bajar al embarcadero, desde que había visto…, visto…

Sintió que Kasa le frotaba los pies con el lienzo y entonó automáticamente el cántico con que debía acompañarlo:

—Mis pies son lavados en una roca, junto al lago del dios.

Abrió la boca y cerró los ojos. Su lengua se resistió ante el trapo de Kasa, que le tocó el paladar y los dientes.

—Las palabras que surgirán de mi boca serán ahora puras —dijo, cuando Kasa terminó—. Ahora, carga el incensario y pónmelo en la mano.

El sirviente lo hizo y pronto el despacho empezó a llenarse con el fragante humo gris. Khaemuast sintió que se relajaba su estómago ante su olor familiar y reconfortante. «Soy sacerdote", pensó. "No importa lo que haya hecho, todavía puedo purificarme y erguir la cabeza junto a los dioses.»

—Ahora, toma el aceite y viértemelo sobre la cabeza —ordenó.

El liquido dulce y espeso le goteó por las orejas y se deslizó cuerpo abajo por el leve hueco del esternón. Ahora las palabras surgían en la mente de Khaemuast con más facilidad. Le era posible permanecer en el presente, sin pensar en lo que iba a venir.

—Abre el unguento.

Se untó la frente, el pecho, el vientre, las manos y los pies.

—Natrón —espetó.

Apareció ante él, en una tacita tomada de la cocina. Khaemuast cogió una pizca entre los dedos y se los puso detrás de las orejas y en la lengua.

—Kasa, envuélveme en el lienzo.

Mientras el voluminoso cuadrado de tela le rodeaba, Khaemuast dejó escapar un suspiro. Estaba completamente purificado, estaba a salvo.

—Las sandalias —dijo. Y Kasa las deslizó bajo sus pies—. Ahora, abre el bote de pintura verde que he dejado en la mesa, coge el pincel y dibújame en la lengua el símbolo de Maát. —La mano de Kasa tembló al aplicar el pincel—. Estoy ahora en la cámara de las dos Maáts, las dos verdades de orden cósmico y humano —recitó Khaemuast, mentalmente—. Estoy en equilibrio.

Era hora de comenzar. Se volvió de cara hacia el este e inició su identificación con los dioses.

—Soy un grande —entonó—. Soy una simiente que ha nacido de un dios. Soy un gran mago, hijo de un gran mago. Tengo muchos nombres y muchas formas, y mi forma está en cada dios.

Prosiguió con un hipnótico ritmo de sonsonete, sabiendo que había capturado la atención de los dioses. Le observaban con cautela y curiosidad. Si le fallaba la lengua o tal vez olvidaba una palabra, le volverían la espalda y su creciente poder sobre los dioses quedaría perdido.

Ya había decidido no apelar a Thot. Thot le había abandonado, sin darle la menor oportunidad de rectificar su pecado. No, seria a Set a quien doblegaría a su voluntad. Set, que había sido para él una insignificancia, sólo un recuerdo de los salvajes tiempos en que los reyes de Egipto eran ritualmente sacrificados por los puñales de sus sacerdotes para impregnar la tierra con su sangre. Khaemuast había aborrecido siempre su altanería, su imprevisible e indomable independencia. Sabia muy bien que un acto como aquél le pondría bajo el poder de Set para siempre, que se entregaba para toda su vida al dios que siempre había despreciado, por ser destructivo amante del caos. Pero de todos los dioses sólo Set no tendría reparos en ejecutar la destrucción física y espiritual que Khaemuast solicitaba para aquellas tres personas, a quienes ahora reconocía como sus enemigos.

El proceso de identificación había concluido. Los dioses estaban con él y él se erguía entre ellos, podía continuar. Aspiró hondo y gritó:

—¡Es a ti a quien hablo, Set el turbulento, Set el hacedor de tempestades, Set el del pelo rojo y la cara de lobo! ¡Escúchame y presta atención, pues yo conozco tu nombre secreto!

Hizo una pausa, consciente de que en el cuarto reinaba de pronto una súbita quietud. La llama de la lámpara se erguía y habían desaparecido las leves corrientes de aire que jugaban antes a su alrededor. El sudor empezó a correrle por la cara y a gotear, frío, por todo lo largo de su columna. El dios le escuchaba. Khaemuast entonó la precaución que todo mago debía invocar antes de amenazar a un dios.

—No soy yo quien pronuncia esto —cantó— ni yo quien lo repite, sino la fuerza mágica que ha venido a atacar a las tres personas que me ocupan.

El silencio se hizo más profundo y cobró un perturbador matiz de sabiduría. Khaemuast oía tras él la respiración áspera y acelerada de Kasa.

—Si no escuchas mis palabras —prosiguió el príncipe, esforzándose por mantener la voz grave y fuerte—, decapitaré un hipopótamo en el patio delantero de tu templo y te haré sentar envuelto en una piel de cocodrilo, pues conozco tu nombre secreto.

Hizo una pausa y luego gritó cuatro veces: —¡Tu nombre es El-día-en-que-una-mujer-dio-a-luz-un-varón! —Se dominó rígidamente, con el lienzo pegado al cuerpo. Siempre había utilizado antes aquellos encantamientos para hacer el bien, y se sentía casi tan asustado como el pobre Kasa—. ¡Yo soy Set, yo soy Set, yo soy Set, yo soy Set! —gritó, triunfalmente—. Yo soy aquel que ha dividido lo que estaba reunido. ¡Soy aquel que está lleno de vigor y es grande en poder, Set, Set, Set!

El incienso, que hasta entonces se mantenía contra el techo en una difusa nube gris, se arremolinó súbitamente. La llama parpadeó convulsamente y el silbido humano del viento atravesó la ventana. Era hora de liberarse.

—Kasa —indicó—, coge la cera de la caja que he dejado en mi escritorio y modela tres figuras humanas. No es preciso que se parezcan a nadie, bastará con que les hagas cabeza, tronco y miembros. Pon genitales masculinos a dos de ellas.

Kasa se apresuró a obedecer. Cuando cruzó ante la luz, sus ojos estaban dilatados y resaltaban sobre su palidez. Khaemuast cogió una hoja de papiro recién planchada y, tomando un estilo, escribió con tinta verde los nombres de Nenefer-ka-Ptah, Ahura y Merhu. También escribió el nombre del antepasado de Nenefer. Había debido añadir los de sus padres, pero no sabia sus nombres. Cuando hubo terminado, Kasa tenía ya confeccionadas las tres estatuillas de cera. Eran toscas, pero con forma humana reconocible.

El príncipe se inclinó para coger su cuchillo del otro lado del escritorio. Era de marfil, hecho especialmente para él con ocasión de su iniciación definitiva, destinado a su uso exclusivo, y en la hoja tenía tallada la figura de Thot, su patrón. «Ya no es mi patrón", pensó, lúgubremente. "Thot era también el señor de Nenefer, pero Set es más fuerte, Set es más salvaje, Set los masticará a todos con sus agudos colmillos blancos y los escupirá como un poco de estiércol.»

Con la punta del cuchillo trazó los nombres en la cabeza de los muñecos, uno en cada estatuilla.

—Átalos por separado con este hilo negro —ordenó.

Kasa obedeció. Khaemuast los puso sobre el papiro y dio un paso atrás.

—Un encantamiento para tener poder sobre el destino de Nenefer-ka-Ptah, Ahura y Merhu, en este mundo y en el siguiente —entonó, prestando muchísima atención al ritmo y el tono de sus palabras, que repitió cuatro veces antes de empezar—: Soy un grande, el hijo de un grande, soy una llama, el hijo de una llama, a quien fue entregada su cabeza después de haberle sido cortada. Pero las cabezas de éstos, mis enemigos, serán cortadas para siempre. No serán tejidas otra vez, pues yo soy Set, señor de sus sufrimientos.

Other books

No Greater Love by Katherine Kingsley
Demonglass by Rachel Hawkins
Dancer's Heart by R. E. Butler
Murder in Retribution by Anne Cleeland
The Right Call by Kathy Herman
The Insiders by Craig Hickman