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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (22 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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No se arrepentía de haber aceptado la ayuda de aquel grupo en el que había ocupado el lugar de un recién fallecido. Cuatro hombres que siempre debían llamarse igual y que solo eran reemplazados por otro del mismo nombre, esa era la consigna. Al principio, le pareció de un ridículo infinito, un motivo increíble y burdo en la toma de decisiones económicas de tal calado. Hombres que movían centenares de millones de dólares por los
parquets
internacionales, que controlaban cualquier ramo en el que decidiesen invertir, se juntaban por la coincidencia de sus nombres de pila y nunca en más de cuatro al mismo tiempo. También era indispensable no haber estado casado ni tener hijos. Era, en la mejor de las definiciones, surrealista, y claro que conocía de su existencia antes de ser él uno de ellos, pero jamás pensó que fuese a ser uno de sus integrantes, ni que tuviese relación con semejante tontería; sin embargo, ahora que estaba metido hasta los tuétanos en el grupo, lo comprendía perfectamente. Cuatro hombres en busca de un único fin, no solo de ellos, sino de toda la humanidad, y él tenía la posibilidad de conseguirlo. Los negocios, hasta entonces motor de su vida, se habían convertido en la herramienta y no en el fin.

Durante muchos años, diferentes hombres habían muerto en la persecución de ese sueño y ahora ellos, quizá los cuatro más afortunados de la historia, tenían la opción real de conseguirlo. La fortuna es caprichosa, como acostumbran a decir los que creen en ella, porque iba a sonreír a los más torpes y desmerecidos de toda la saga, pero si él era capaz de mover bien sus fichas y convencer a los otros de la importancia de la prudencia, lo conseguirían.

Recordaba las primeras reuniones entre sus asesores y abogados con los homónimos del «clan de los jinetes». Números y datos que solo sirvieron para conocer si era una persona de fiar o no, hasta que un día fue invitado a la mansión californiana de Juan de la Vega y le fue confiado el secreto de su coalición empresarial. Aquel que deseara formar parte del grupo debía superar unas pruebas de confianza por parte de los otros. Así lo había hecho cada uno de ellos y así lo harían todos los que deseasen entrar, y por tanto, beneficiarse de la ayuda de cientos de millones de dólares. ¡Qué estúpida hilaridad o qué broma era aquella! Una persona pragmática, con miles de cosas por hacer cada día, no disponía de tiempo para perder en esas ridiculeces, ni mucho menos para realizar retiros e historias más cercanas a las sectas satánicas y a las novelas de conspiraciones históricas al uso que a prácticas económicas propias de un hombre de negocios. Pero algo en su interior lo animó a continuar, algo que le decía, como cuando con apenas veinte años escogió el mejor lugar para abrir una tienda de abrigos, que eso era bueno, que tras esas paredes de inconfesables prácticas se escondía un tesoro de verdad, y accedió.

Pasó un mes recluido en el interior de una cueva del desierto de Judea y después realizó, con sus nuevos compañeros, el camino de Santiago durante otro mes más. Él era un hombre religioso, como todos los italianos, pero aquella experiencia le abrió una puerta en su interior que debía mantener así por el resto de su vida. Una jornada antes de llegar a la capital del apóstol, conoció al quinto hombre, aquel al que llamaban «maestro» o Pedro. Fue la última noche antes de llegar a Santiago, los cuatro hombres se purificaron en el hostal, se lavaron y vistieron con unas largas túnicas, y caminaron en la oscuridad hasta el antiguo Monasterio de San Salvador de Vilar de Donas, a pocos kilómetros de Palas del Rey. Los otros tres permanecieron fuera y él accedió al interior de una pequeña capilla junto al claustro del monasterio. Allí lo esperaba el quinto hombre, protegido por la oscuridad del lugar. Toda la conversación fue en latín. Se interesó por su iniciación, por las sensaciones que había experimentado en la soledad del desierto, y le preguntó sin descanso sobre aspectos que jamás había sentido hasta entonces. Fue la última prueba antes de hacerlo partícipe del gran secreto que debería defender con su vida si se viese en la necesidad.

Pedro le explicó que la fortuna no existía y que todo, incluso sus famosas intuiciones, eran fruto de una conexión profunda con la esencia de la vida, le hizo comprender el funcionamiento del gran círculo, de la corriente que circula invisible para unir todos los átomos de la materia, una corriente en la que grandes hombres se habían sumergido hasta hacerse parte de ella, de la que otros se habían aprovechado, muchas veces sin saberlo, para hacerse poderosos o ricos, una corriente en la que magos, brujas, científicos, hombres de fe, millonarios, pobres, ascetas, sabios e imbéciles profundos habían sumergido sus conciencias con el fin de aceptarla, usarla o simplemente convencerse de su existencia. Le transmitió la sabiduría necesaria para comprender que esa corriente escoge a los que arrastrará con ella y que nada pasa fuera de su cauce. Algunos la llaman Dios cuando les favorece, y otros, Diablo, Mal o centenares de nombres diferentes, cuando les parece esquiva, sin comprender la realidad de su esencia, que todos no somos más que un instrumento de la corriente.

Aquel hombre, desde la penumbra de la capilla de piedra, también le explicó que solo una vez se había vencido esa corriente, le habló de un gran maestro que fue capaz de modificarla y moldearla a su voluntad. Pero que también tuvo que aceptar al final y pagar por su osadía. Ese hombre existió de veras, no fue una leyenda ni una invención, y la función del llamado «clan de los jinetes» desde su creación había sido la búsqueda de la única prueba que dejó, la única muestra real de su soberbia, la confirmación definitiva de que esa corriente podía invertirse y utilizarse en beneficio propio. La consecución de un nuevo orden en el que ellos serían los beneficiarios.

Antes de salir el sol, sus compañeros entraron a buscarlo; incomprensiblemente, estaba tumbado en el primer banco de la capilla, dormido. No le dijeron nada, todos comprendían y él ya había sido aceptado.

Ahora hacía un par de días que aquel mismo hombre lo había puesto al corriente de la situación actual, y había ordenado una reunión con los cuatro hombres.

Fue su secretaria personal quien lo sacó de sus pensamientos. Lo encontró asomado a la ventana de su despacho, en la última planta del edificio, desde el que se gozaba de una extraordinaria vista sobre el caos de Roma.

—Sus invitados están subiendo por el ascensor —le dijo.

—Gracias, hazlos pasar en cuanto se abran las puertas. ¿Está todo listo?

La mujer asintió y salió. Marco Santasusanna se acercó a la puerta para recibirlos. Su despacho era grande, no tanto como se supondría en un hombre de negocios de esa índole, pero sí espacioso y sobre todo muy luminoso. Dos cuadros del artista catalán más escueto de la historia adornaban sus paredes, le gustaban aquellas líneas coloreadas entre aspas que simulaban estrellas y espirales que representaban el bastón de un pastor. Junto a ellas, un óleo regalo de Lucas Joswiack realizado por un artista dominicano, y en el centro del despacho, una mesa redonda de cristal veneciano sobre la que su fiel asistente ya había colocado una botella de Gramona, reserva del noventa y nueve, a enfriar en un cubo de plata, y una bandeja de chocolates traídos expresamente de la pastelería de Pierre Hermé, en París. Alrededor de la mesa, cuatro equipos de audioconferencia esperaban para ser utilizados. Fijó su vista en un Infiniment Vanille justo antes de abrir la puerta a sus tres compañeros de negocios.

—¡Siempre tan elegante y con todas tus mariconadas a punto! —entró Joswiack el primero y se dirigió directo a la bandeja de chocolates después de apretar con fuerza la mano tendida de Santasusanna—. ¡Eres un
gentleman
!

—Hola, Marco —lo abrazó Juan de la Vega.

—Un placer verte de nuevo en persona y no a través de esas cámaras que nos hacen a todos más gordos —lo saludó Mateo Montalbán.

—Gracias a todos, pasad por favor, mi secretaria nos ha preparado una de esas mariconadas que tanto le gustan a Joswiack y que a mí me parecen las pequeñas delicias de la vida, pero todos sabemos que contra gustos… —y dejó la frase a medias para que los tres se fijaran en las comisuras manchadas de chocolate de Joswiack, que aceptó la insinuación con una sonrisa.

Era un buen inicio. La reunión que les había apartado de sus obligaciones para traerlos con urgencia hasta las oficinas de Santasusanna no iba a ser sencilla, y comenzar con una sonrisa sin duda facilitaría las cosas y aclararía a todos la mente. Marco Santasusanna avisó a su secretaria para que sellara la sala y bloqueara los accesos a la planta; después de que los cuatro ocuparon sus asientos, la voz de Pedro tronó por el artilugio.

—¿No crees que se te ha ido la mano? —preguntó directamente a Joswiack.

—No lo creo, maestro. Es la vez que estamos más cerca de la fuente desde hace años.

—Es cierto, pero debemos evitar lo que ocurrió con vuestros predecesores, que cuando creían que ya lo tenían todo hecho, resultó siempre una falsa pista o un error de cálculo —contestó desde la distancia.

—¿Estás seguro de que se trata de la fuente que dices? —preguntó Santasusanna a Joswiack.

—Convencido. Esa es la chica que hemos buscado, la que encontró las últimas alusiones al manuscrito en el Monasterio de San Marcos de Jerusalén. El Negro la encontró. Ellas la sacaron cuando estábamos a punto de localizarla en Israel y la escondieron en una cárcel española con nombre falso, pero estoy seguro de que es ella.

—Sí, eso es lo que nos dijiste, ¿pero cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Pedro.

—Porque el hombre que contrató el Negro para seguir al contacto de la subasta apareció muerto en el interior de una furgoneta alquilada con nombre falso por ella —los cuatro guardaron silencio, ninguno de ellos había informado de la actuación, pero la voz no apareció y Joswiack continuó—. Además, tiene una herida de bala en el pecho, y es monja. ¡Una monja herida por un disparo! Aunque lo mejor de todo es que la monja no estaba sola, cuando el Negro la encontró en un hospital de París estaba acompañada por una mujer que no conocíamos, pero que en su poder tenía la tarjeta de crédito con la que se pagaron el alquiler de la furgoneta y todos los gastos de esa clínica —la cara de asombro de sus compañeros le dio pie a seguir—. Os dije que era algo grande, ¿o no?

—Pero ¿sabemos quién es? —preguntó Mateo Montalbán.

—No, llevaba varias identificaciones que estamos investigando y de momento no ha querido decir cuál de ellas es la correcta —contestó Joswiack—. Ah, y un teléfono móvil en el que no figura ningún número en la agenda ni en las llamadas efectuadas o recibidas. Un móvil limpio y sin contrato alguno.

—Yo sé quiénes son, ¿dónde están ahora? —preguntó de nuevo la voz del maestro.

—A salvo, protegidas en uno de nuestros almacenes de Rumanía —contestó Marco Santasusanna, que se pasaba nervioso las manos por su blanca melena.

—Id allá para ver qué saben. Que tu hombre de momento no haga nada con ellas, solo que vele por la seguridad de nuestras invitadas y que esté preparado para vuestra visita. Nada más —dijo Pedro.

—No sé, es todo un poco confuso. De golpe, después de un montón de años sin saber nada del manuscrito ni de las fuerzas que persiguen lo mismo que nosotros, aparece casi en forma de anuncio su presencia y sin esfuerzo, no quiero restar méritos a tu hombre, Lucas, pero es así, localizamos y retenemos a dos personas que parecen tener información al respecto. Es extraño, muy extraño —argumentó Montalbán.

—Quizá tengas razón, pero igual que para nosotros es difícil, en este mundo de descrédito total, llevar una vida de meditación y búsqueda de la famosa prueba, es posible que para ellas la dificultad sea igual o mayor. No se guardan los mismos valores que en épocas anteriores, ni tampoco los medios son los mismos. Si cien años atrás alguien hubiese pagado un carro de caballos a quinientos kilómetros de nosotros, jamás habríamos dado con la pista; sin embargo, hoy en día todo es diferente, y nosotros lo sabemos, lo utilizamos cada día en nuestra vida, en nuestros negocios. Quizás han cometido un error por falta de personas preparadas o por una estructura inadecuada. ¿Quién de nosotros puede afirmar que nuestros departamentos, de lo que sea, no están llenos de inútiles que nos hacen perder cientos de miles de dólares a diario, aun a pesar de superar decenas de controles y exámenes de aptitud? Pues de la misma forma entre ellas puede haber torpes —contestó Juan de la Vega.

—Estoy seguro de que hemos dado con la pista buena —dijo Joswiack antes de echarse al coleto de un trago una copa de cava helado. El interfono guardaba silencio ante las exposiciones de los cuatro hombres.

—Insisto, sé que pensáis que a veces no soy suficientemente osado, pero creo que debemos actuar con extrema prudencia. Si lo que buscamos ha estado oculto por miles de años y ninguno de nuestros predecesores ha sido capaz de dar con ello, no creo que se deba solo a nuestra mayor inteligencia o preparación, ni siquiera a la fortuna, como bien sabéis, que a nosotros se nos dé tan fácil.

Las palabras del italiano fueron aplaudidas por sus socios antes de sumirse en un profundo silencio. Quizá después de todo, y si Joswiack tenía razón, estaban cerca de completar una búsqueda que había durado largo tiempo, demasiado a contar por la cantidad de gente que había intervenido.

—Os felicito. Marchad a interrogar a esas mujeres y mantenedme informado.

Un chasquido en el aparato de audioconferencia dio por finalizada la reunión. Tenían las manos libres para actuar y eso era algo que les agradaba. Se hicieron subir algo ligero para almorzar y acordaron marchar a las afueras de Sibiu, en la profunda Rumanía, para tener una charla con aquellas dos mujeres que la gran corriente ponía ahora frente a ellos.

—Mi avión está listo. Si lo deseáis, podemos partir hoy mismo, después de la ceremonia —invitó el anfitrión, y los demás asintieron antes de desnudarse para sumirse en un profundo ritual.

Capítulo
22

L
as palabras de Mars habían resultado destructoras. Yo estaba a punto de volver a la vida normal, a olvidar la locura sin sentido de las últimas semanas cuando me volvió a meter de pleno en esa historia sin pies ni cabeza.

El comandante del avión anunciaba por megafonía que en menos de veinte minutos aterrizaríamos en el Aeropuerto de Ámsterdam-Schiphol, y mi corazón palpitaba con tal fuerza que temía interferir en los aparatos de a bordo de la nave. Si la loca esa no me había mentido, me esperaba en el aeropuerto para explicarme lo ocurrido. La verdad era que su voz resultaba aterradoramente convincente, y también era cierto que sus palabras no eran menos extrañas que lo sucedido en las últimas semanas, así que el motivo de mi pánico era la posibilidad real de bajar del avión y encontrármela. El crujido de la panza del avión al liberar el tren de aterrizaje me devolvió a la realidad, y el descenso del morro hacia tierra, al miedo por lo que en ella me esperaba.

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