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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (23 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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Cuando entré por el
finger
en el aeropuerto, lo primero que hice fue buscarla, pero no la vi. Supuse que quizá no tendría acceso a la zona de embarque y eso me tranquilizó. Caminé entre comercios que vendían quesos envasados al vacío, cebollas de tulipanes metidos en zuecos de colores, y cafés de a euro el vaso. Paré en uno de estos y, cuando salí, la vi. Estaba apenas a un par de metros de mí, distraída como si hojease una revista, pero sus ojos me pidieron que la siguiera hasta la barra de una de las cervecerías del aeropuerto. Sus
jeans
ajustados me hicieron de guía.

—¿Qué historia es esa de que han secuestrado a Azul y a la condesa? —pregunté sin más preámbulos. Mars pidió un par de cervezas sin preguntarme si me apetecía una, la rechacé—. Mi avión a Maputo parte en menos de dos horas, así que explícame esa historia antes de que me llamen a embarcar.

—Tengo en mi bolsillo dos billetes para París. Si me ayudas con esto, te explicaré hasta donde yo sé.

—Lo siento, Mars, no más juegos. Si no me explicas de qué va todo esto ahora, y dónde están Azul y la condesa, me marcho y os quedáis con vuestras historias y con vuestras mentiras.

—Cècil, no tenemos tiempo ahora, nuestro avión sale en veinte minutos.

Empujé con violencia la cerveza, me eché de nuevo la mochila a la espalda y me levanté. Ya estaba harto de tantas tonterías.

—Por favor —me agarró por la manga del
jersey
como si me marchara sin pagar—, necesito que me ayudes, no puedo confiar en nadie más. Debes creerme, Azul y la condesa corren peligro si no conseguimos encontrarlas. Estoy segura de que las han raptado ellos.

—¡Otra vez ellos! Mars, por favor, no comprendes que todo esto suena a paranoia.

—Tienes razón, pero no lo es. Ven conmigo a París y te explicaré todo lo que sé, te doy mi palabra.

En realidad, parecía sincera, su tono altivo había desaparecido por completo tras su dulce acento latino. La creí. Nadie que no estuviese del todo loca o desesperada acudiría a un aeropuerto de esa forma.

—Está bien. Debo enviar un mensaje para informar de que no viajo a Mozambique y nos vamos.

—¡No! Deja que todo el mundo piense que vuelas para allá. Tendremos diez u once horas para trabajar sin que nadie sospeche de ti.

Hubiese protestado, ¿pero de qué habría servido? Mars pagó las cervezas y nos fuimos. Ya había comprado dos billetes en la oficina de Air France correspondientes a dos asientos de ventana y pasillo en última fila del avión. Si nadie usaba el baño, la confidencialidad del lugar parecía la más idónea para que me explicase de qué iba todo esto.

—¿Dónde están Azul y la condesa? —pregunté.

—Ellos las han raptado. La condesa Stewart fue a visitar a Azul a la clínica y todavía no ha regresado ni dado noticias. De eso hace tres días. Azul tampoco está en su habitación de la clínica.

—Pero eso no es motivo para pensar que nadie las haya raptado, quizás han trasladado a Azul a otra clínica y la condesa ha decidido acompañarla —argumenté con poca convicción.

—Marie nunca se aleja sin avisarme de dónde está, créeme. Por algún motivo que desconozco, ellos la han encontrado y se la han llevado.

—¿Quiénes son ellos? —pregunté—. ¿Los que buscan el códice?

—Sí, y ahora creen haber encontrado una pista segura que los llevará hasta él. Por eso han raptado a Azul y a la condesa, para que les digan dónde está el códice.

—¿Qué contiene ese famoso códice? —pregunté.

—Antes debes realizar un juramento. Debes jurar que jamás revelarás a nadie nada de lo que te voy a explicar ni de lo que puedas averiguar en estos días, ¿juras?

—¿Qué es esto? ¿Somos niños?, porque yo no he jurado desde entonces.

—Pon la mano en el corazón y di «Lo juro» —insistió.

—Lo juro —en el momento de hacerlo, sentí un escalofrío que me recorrió de los pies a la cabeza, y Mars pareció darse cuenta.

—Creemos que contiene la prueba definitiva de que Jesús existió —dijo.

—¡Vamos, hombre! —exclamé—. ¡Y a quién coño le importa eso! Si el mundo ya se divide entre los que están seguros y a los que les importa un pimiento, los primeros no necesitan pruebas y a los otros, ya les pueden poner delante el
Titanic
emergiendo, qué tanto les daría.

—¿Eres creyente? ¿Puedes imaginar por un momento qué supondría poseer algo, una prueba física o algún elemento que hubiese estado en contacto o pertenecido a Dios? ¡Tener en tus propias manos una evidencia directa del Creador!

—¿Algo así como la Sábana Santa de Turín y esas cosas?

—No, no como «esas cosas».

—Como otro trozo más de la Vera Cruz —si no hubiese estado de tan poco ánimo, yo mismo habría reído la ironía, pero la cara de Mars no invitaba a ello—. Perdón, y qué es esa prueba tan importante, si se puede saber.

—Yo solo sé que desde hace cientos de años un grupo de personas intentamos protegerla, y otro grupo, recuperarla.

—Me estás diciendo que no tienes certeza de qué se trata, ¿y aun así os jugáis la vida por eso? —pregunté con más sorna que sorpresa.

—Así es, sí. No sé de qué se trata, pero sí sé que existe y es importante.

—¿Y cómo lo sabes?, ¿cómo puedes estar segura de que existe ese famoso códice, o lo que sea, y lo que dice en él?

—Bernardo de Claraval hace referencia a él en la carta de creación de la logia —dijo Mars; supongo que mi cara le dio pie a la pregunta de inmediato—. ¿Sabes quién es Bernardo de Claraval?

—No —contesté avergonzado. Para ser sinceros, me sonaba ese nombre, pero no tenía mucha idea de quién era.

—Bernardo de Claraval fue una autoridad en el siglo XI, entre muchas cosas fue el impulsor de la Orden del Císter, y también quien redactó la Regla de los Caballeros del Temple, gracias a la cual se aprobó la orden de los sacerdotes guerreros. ¿Comprendes la importancia que puede tener una carta escrita por él? Fue quizás el mayor conocedor del mundo en ese momento. Él recibía influencias y tenía amistad personal con los primeros hombres que llegaron a Jerusalén tras setecientos años de dominio musulmán.

—Para, para, para, ¡ahora los templarios, no! Esto es peor que una película de serie B. ¿Me quieres hacer creer que todo este follón es por una carta escrita hace mil años y que todavía hay gente dispuesta a todo por conseguirla? —Mars asintió y un escozor me recorrió la garganta. De repente, una azafata armada con una bandeja llena de caramelos interrumpió la conversación. ¿Dónde me estaba metiendo?

—Del año 1145 para ser exactos, justo un año antes de predicar por la Segunda Cruzada —continuó Mars royendo su caramelo.

—¿Y se puede saber cómo sabes tú todo eso?

—Ya te lo dijimos, he sido iniciada, como Azul, como la condesa, y como algunas más. Azul descubrió algo referente al códice cuando estuvo en el Monasterio de San Marcos de Jerusalén. Después de ser apresada, enviamos a otras para continuar con su investigación, y sus pistas nos llevaron hasta el lugar que conoces tan bien, la Abadía de Cîteaux. Por eso Azul sabía de sus secretos, porque investigó allí el secreto del códice. Lo dejó cuando se os ocurrió la estupenda idea de montar una subasta para cazar a cuatro peristas de turno.

La voz del comandante, primero en francés, y después en un inglés ininteligible, nos avisó de que estábamos a punto de tomar tierra en el Aeropuerto de Orly. Dejamos la conversación y nos preparamos para el aterrizaje. Mi cabeza era una olla a presión, cada acontecimiento nuevo dejaba al anterior en poco menos que una anécdota. Ahora bien, si todo lo que había escuchado era cierto, me encontraba entre dos grupos de dementes tras un códice del que no tenían constancia real más que por una carta del siglo XI, pero por el que estaban dispuestos a disparar o raptar a quien les causase molestias. Aunque todo parecía una gran broma, decidí tomármelo en serio, por lo menos tanto como los que habían hecho desaparecer a Azul. Mientras abandonábamos la terminal del aeropuerto y nos introducíamos en un taxi repugnante, Mars me explicó que lo primero que haríamos sería visitar a una de las últimas personas con quienes se entrevistó Azul después de sus investigaciones en Cîteaux.

—¿Has intentado contactar con la condesa? Quizá demos por sentado algo que tiene una explicación mucho más sencilla.

—Llamé a su móvil pero no respondió nadie, desde entonces aparece como apagado.

—¿Y no te han devuelto la llamada?

—No pueden, nuestros números siempre están ocultos.

—¿Por qué no pruebas ahora? —le dije.

—Tengo miedo de que puedan localizarnos.

—Vamos, si hablas solo unos segundos no te pueden localizar, y por lo menos saldremos de dudas.

—Esto no es una película, Cècil, aquí una sola señal de emisión basta para saber con exactitud desde dónde se ha realizado. Incluso si alguien supiese mi número, me tendría localizada solo con la conexión del teléfono al repetidor —me explicó haciéndome sentir ridículo.

—Lo siento, tienes razón, pero ahora vamos en un coche al que no creo que le interese capturar a nadie —por primera vez, la vi sonreír.

Sacó de sus pantalones un teléfono extraplano y marcó. Su cara perdió la sonrisa a medida que los tonos de llamada sonaban en el auricular. Por fin, pareció que alguien contestaba al otro lado. «No sé de qué me habla, de veras, creo que usted ha cometido un error, mi amiga y mi hermana no tienen nada que ver con eso que explica, me gustaría hablar con ellas», al final un «comprendo, le mantendré informado, pero por favor, no les haga daño», y colgó.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté. Su cara se había tornado macilenta, y el color tostado, aclarado por muchos años de estar en Europa, había desaparecido por completo.

—Ha contestado un hombre. Dice que si no le entregamos el códice en cuarenta y ocho horas, harán desaparecer a Marie y a Azul. He intentado hacerle creer que no sabía de qué me hablaba, pero quién sea, sabe muy bien de qué va todo esto —no pudo seguir y sus palabras se ahogaron en su garganta.

El taxista miró por el retrovisor y exhaló un suspiro de reprobación.

Nuestro destino, desconocido hasta entonces para mí, era la Rue de Saint Ouen, y por lo que pude reconocer mientras el Renault subía empinadas cuestas de casas centenarias, deduje que estábamos en Montmartre. Al final, el conductor paró justo tras el cementerio del mismo nombre y nos avisó de que ya habíamos llegado. Mars pagó y bajamos. Mientras yo me sacudía los pantalones sucios como si me hubiese sentado en un pajar y no en el asiento trasero de un taxi, Mars sacó de su pequeño bolso un papel doblado —me pareció que era una servilleta o un pañuelo de papel—, y lo desplegó. Miró la puerta de la casa frente a la que nos había dejado el taxi y asintió con un movimiento de cabeza. Me explicó que en realidad no sabía a quién íbamos a encontrarnos allí, pero que Azul había confiado a la enfermera una nota con esa dirección. Me pasé la mano por la cara absolutamente desconcertado, mas en lugar de agua fresca solo encontré la polución de la capital francesa.

—Mars, ¿no sabes a dónde vamos?

—No —la miré con desespero, pero ella ignoró mi súplica y continuó—. Cècil, yo no sé nada de esto porque nunca fue mi función. Yo conozco a algunas de las personas que trabajan con nosotras, finanzas, lugares, datos, propiedades y otros secretos, pero solo soy la financiera, por así decirlo, y amiga de Marie Stewart, nada más. Reconozco que al principio a mí también me resultó extraño, como uno de esos cuadros que se tienen en casa pertenecientes a un antepasado al que sabes que le debes tu fortuna, pero al que, a pesar de respetarlo, en realidad no lo conoces de nada. ¿Me comprendes? —asentí. Estuve a punto de preguntarle a cuento de qué venían entonces todos esos humos cuando nos conocimos, como si ella fuera la dueña de la abadía, pero me contuve—. Esto también es extraño para mí, por eso decidí confiar en ti, porque no sé quién está implicado, ni si han encontrado a Azul y a la condesa por una traición, no sé nada, solo tengo esta nota y los lugares y conversaciones que he mantenido con la condesa.

La agarré de los hombros y la estreché contra mí, desde luego no era el momento de más reproches. Era menuda, mucho más incluso de lo que se adivinaba bajo sus ropas, pero su cuerpo era duro y su espalda, al igual que sus pechos, grande.

—Está bien, probemos con la nota. Tenemos cuarenta y ocho horas para encontrar a quien tiene retenidas a Azul y a la condesa, y no vamos a desaprovecharlas.

El número trece escrito en la nota correspondía a una casa con más aspecto de palacete venido a menos que de
chalet
especulativo a las afueras de la ciudad. Me eché un par de pasos atrás para observar el segundo piso, y miré también a lo largo de la calle, que desaparecía montaña abajo. Todas las casas eran similares, una verja metálica que daba paso a un pequeño jardín, en algunos casos verdaderos bosques tropicales, tras el cual se levantaban dos plantas de obra con un cierto deje neoclásico. En la planta superior se adivinaba un amplio salón con vistas al balcón que colgaba sobre la estructura, aguantado por unos contrafuertes en forma de ondas. La reja de la puerta, pintada muchos años atrás de color verde, descansaba en sus goznes contra un pilón en el que había un pequeño timbre protegido por una tapita de plástico. La levanté y pulsé con fuerza el botón.

Al cabo de unos minutos, que pusieron a prueba nuestra paciencia, la puerta interior se abrió y apareció una anciana de cabello blanco y rizado, a juego con la casa. Desde el umbral de la puerta nos examinó con detenimiento antes de cruzar, con paso demasiado firme para la imagen que transmitía, los cinco o seis metros de jardín que nos separaban. Aún desde el lado interior de la verja, nos repasó de nuevo.

—¿Mars? —preguntó por fin.

Y antes de que Mars respondiera, introdujo en la cerradura una llave que sacó de su delantal y nos dejó entrar. Allí mismo abrazó a Mars, le propinó un par de sonoros besos y nos guió hasta el interior de la casa. Una vez dentro, dejamos atrás el recibidor y nos encontramos de pleno en una gran sala, lo que debería haber sido el comedor, pero que en realidad se había convertido en una enorme biblioteca. Cientos, miles de libros se apilaban en estanterías que ocupaban todo el espacio, de pared a pared y del suelo al techo, montados sobre estantes móviles que rodaban para dar paso a más libros tras ellos. Una gran escalera colgaba para facilitar el acceso a los niveles superiores. En una de las esquinas de la sala, había una puerta medio escondida. La cruzamos y entramos en la cocina. No era muy grande, pero se apreciaba que allí era donde hacía su vida nuestra anfitriona. A un lado se apretaba una pequeña mesa con una silla, que la señora cedió a Mars antes de desaparecer para volver al cabo de unos segundos con dos taburetes plegables, que dispuso también alrededor de la mesa.

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