El pendulo de Dios (30 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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—Mira, es como un pozo —le dije a Mars—. La guía no habló de ningún pozo.

—Debe haberse formado tras el derrumbe, ¿pero qué es esto? —Mars acababa de recorrer el interior del pozo con su luz y a unos pocos centímetros había dos argollas metálicas clavadas contra la pared de tierra sobre la que estábamos asomados. La siguió con la luz, y a un par de metros de profundidad arrancó el destello de otra argolla. Al retirarnos apenas, vimos que también había otra clavada en el suelo, justo en el lugar donde nos habíamos apoyado para mirar al abismo. Alguien se había asegurado bien antes de descolgarse al vacío—. Hay que bajar.

Saqué la cuerda de la mochila y la até a la argolla del suelo, después hice pasar un cabo por las dos de la pared y retrocedí. Me puse el arnés que habíamos comprado y lo aseguré con la ayuda de unos mosquetones a la cuerda. Mars me miraba en silencio, aliviada en parte por mi gesto que la eximía de bajar. Di un par de tirones de seguridad a la cuerda, cambiamos las linternas de mano por las frontales y me metí en el hueco. Mars se había atado el extremo sobrante de la cuerda a su cintura y me iluminaba colgada con medio cuerpo en el abismo. Por el hueco apenas cabía una persona, y la luz de mi linterna rebotaba contra la pared que me engullía. La tierra que caía por el agujero se me metía en los ojos y la nariz, dificultando mi visión y respiración, pero con paciencia conseguí descender hasta que la luz de mi linterna dejó de rebotar contra la pared, y se perdió en un nuevo vacío.

—Aquí hay una entrada —grité a Mars.

—Mira si hay marcas —me contestó desde lo que me parecieron cientos de metros de distancia.

Cerré el freno del descenso y me asenté con los pies contra la pared, entonces comencé a buscar con calma. En uno de los laterales de la entrada había marcas inequívocas de que algo se había arrastrado por allí no hacía mucho tiempo.

—Es aquí, la pared está rascada —volví a gritar a Mars.

Sin soltarme de la cuerda, metí mis piernas en el hueco y luego, con mucha prudencia, me encorvé hasta que posé todo mi cuerpo sobre el nuevo suelo. La luz de mi cabeza me abrió un nuevo pasillo, similar al que habíamos recorrido varios metros por encima, pero en mucho mejor estado. El ruido de agua no había cesado en todo el descenso. El nuevo pasillo era algo más ancho, y su suelo, cubierto por cientos de años de abandono y polvo, estaba formado por losas de piedra. A los pocos minutos, tuve que soltar la cuerda, que ya no daba más metraje, y continué. Me di un tremendo susto cuando descubrí marcadas en el polvo las mismas huellas de las suelas de goma.

Quise avisar a Mars, pero el pozo había quedado demasiado atrás, así que caminé en silencio tras las pisadas. El pasillo se abrió de repente en dos pasadizos, como en una «Y". Las gotas de sudor que caían de mi rostro golpeaban el suelo levantando pequeñas nubes de polvo. ¿Qué iba a hacer? Eso no estaba previsto, si me adentraba en alguno de los pasadizos y este se bifurcaba de nuevo, corría el riesgo evidente de perderme y no encontrar la salida jamás. El pánico me recorrió como un rayo en múltiples escalofríos. Debía calmarme, pero la sensación de ahogo y claustrofobia que hasta entonces me había respetado se abalanzó sobre mí. Me entraron ganas de arrancar a correr y salir. De pronto, necesitaba con urgencia respirar aire limpio, ver algo más allá de mis narices, y sobre todo sentirme libre. El haz de luz se perdía en una y otra entrada a medida que yo giraba mi cabeza. No conseguía calmarme. Llevaba una eternidad dentro de ese maldito pozo y todos los miedos saltaron de golpe para meterse en mis entrañas. Me dolía la cabeza, y el estómago amenazaba con aflojarse de terror en ese túnel. Solo escuchaba mis sollozos y el jadeo horrible de mi respiración. El olor a humedad se colaba por mi nariz, la boca mascaba tierra y los ojos enrojecidos los sentí llenos de barro. ¡Iba a morir allí dentro! Debía calmarme como fuera. Probé a sentarme y respirar profundamente para intentar recuperar un ritmo normal en los latidos de mi corazón. Sabía que si conseguía respirar con tranquilidad, todo el cuerpo se haría con ese ritmo y podría recuperar algo de calma. Quizá la necesaria para salir de allí con vida. Empecé a repetir un mantra que años atrás me enseñó un sacerdote peruano y esperé. »
Notan chá, notan chá
" al ritmo de mi respiración, que poco a poco pasó de jadeos desesperados a lentas aspiraciones de tierra y polvo. Cuando por fin sentí algo de calma, me levanté y comencé a examinar las dos entradas.

En ambas, descubrí pisadas de entrada y de salida. Quien fuera había entrado y salido por las dos. Supuse que primero habría probado con una y, tras no descubrir nada, lo habría hecho con la otra. Continué el examen con calma hasta que descubrí algo que me llenó de excitación. En la pared interna del pasillo que se abría a mi derecha, había una losa de la pared limpia. Alguien había entrado y había limpiado esa losa para dejar una marca. La "L" de Luali, bien marcada entre refregones con un rotulador negro. ¡Azul había estado allí, ya no había duda, y había salido con vida!

Me adentré con paso decidido. El tiempo y la corrosión habían hecho mella en un pasadizo que había gozado de épocas mejores. En la pared había argollas oxidadas, quizás utilizadas para soportar antorchas, y en el techo todavía se aguantaban algunas losas. El pasillo hacía curvas a derecha e izquierda, pero no se bifurcó más. De repente, se abrió ante mí una sala, quizás una antigua cueva, no muy grande, de unos dos por dos metros, aunque a mí me pareció una explanada infinita. El pasillo parecía acabar allí. La sala, de cuatro paredes, no ofrecía ningún otro hueco, ni el suelo tampoco, aunque su techo quedaba bastante por encima de la altura del pasillo. No había restos de muebles, si es que alguna vez los hubo, ni de nada. Me saqué la linterna de la cabeza y comencé a utilizarla como una de mano. Entonces descubrí algo. En una de las esquinas, colgado de la pared y bien pegado al techo, había un féretro apoyado sobre dos enormes brazos de roca. Me alcé de puntillas para verlo mejor y comprobé que alguien lo había limpiado. No pude dejar de imaginar a Azul en esa tesitura, pero a pesar de todas las evidencias, se me hacía tan extraño que no podía creerlo. De hecho, tampoco podía creer que yo lo estuviera haciendo.

El sepulcro era una gran caja de piedra. La parte donde imaginé reposaría la cabeza del cadáver estaba contra la pared, al igual que uno de los laterales, mientras que el otro estaba grabado con ondas y lo que me parecieron flores. Me fijé bien en la parte correspondiente a los pies del muerto y vi que los artesanos se habían esmerado más en esa zona. Pero no solo ellos, sino que Azul también se había dedicado más a esa parte limpiando con cuidado una especie de símbolo grabado en la roca, algo parecido a un escudo con un círculo cruzado en su interior. Como el sepulcro era imposible de abrir sin bajarlo, lo único que se me ocurrió fue sacar mi teléfono móvil y fotografiar la tumba desde todos los ángulos que fui capaz, con la esperanza de que Mars tuviera alguna idea más precisa sobre el hallazgo. Después, salí.

Deshacer el camino se me hizo mucho más rápido y en pocos minutos encontré el cabo de la cuerda tirado donde lo dejé. Lo até de nuevo a mi arnés y seguí hasta el hueco del pozo.

—¡Mars! —grité.

—¡Cècil! ¡Estaba muy asustada! ¿Estás bien?

—Sí. Ayúdame a subir, ya te explicaré.

Y con la ayuda de Mars, que utilizó las argollas a modo de polea para hacer fuerza, conseguí remontar los cinco metros de caída hasta llegar a ella. Entonces la abracé con fuerza, como si fuésemos viejos amigos que hacía siglos que no se veían, y la besé de nuevo. Esta vez no se asustó ni se sorprendió. Sus labios resecos se humedecieron con mi saliva, y la tierra de ambos se entremezcló en un beso largo, profundo y caliente. Mis manos buscaron rápidas su cuerpo, pero Mars me apartó con ternura, y me miró a los ojos. No dije nada, solo acaricié su mejilla con el dorso de mi mano y comenzamos a recoger todo el equipo.

Debíamos salir pronto de allí. El emisor satélite marcaba coordenadas indescifrables y el reloj indicaba que en poco menos de cuarenta minutos el sol iluminaría Francia con nosotros allí metidos.

Utilizamos el mismo sistema para colocar la losa en su sitio y salimos de la abadía tan rápido como discretos fuimos capaces. De camino al hotel, le expliqué a Mars todo lo que había visto en el pasillo subterráneo y le enseñé las fotos del teléfono. Ella tampoco reconocía ese escudo o símbolo, o lo que fuera, pero por lo menos teníamos algo. Antes de llegar al hotel, guardamos nuestros ropajes negros en la bolsa y nos vestimos con las mismas prendas con que habíamos salido la tarde anterior.

Después de una buena ducha, descargué las fotografías del teléfono en mi ordenador y nos reunimos para ver mejor las fotos. Mars también se había bañado, pero los síntomas de la tensión y de haber pasado la noche en blanco eran evidentes.

—Esta es la foto en que mejor se aprecia el sepulcro.

Era una de las últimas fotos, una que le había tomado con los brazos extendidos y desde la parte inferior del sarcófago. El golpe de la linterna había quemado una de las aristas de la caja de piedra, pero el escudo se veía nítido. Con la herramienta de retoque, hice la imagen lo más grande posible en la pantalla y nos quedamos los dos mirando un buen rato. Ninguno parecía tener idea de lo que era. Tenía el aspecto de un escudo familiar, como esos de los que los historiadores saben, con solo echar un vistazo, a qué familias pertenecen. Estaba formado por un círculo con una cruz en su interior, y a su alrededor parecía leerse algo como TRUS REX, o algo similar. Desde luego, nuestros conocimientos de heráldica no daban para mucho más.

—¿No te suena de nada? —le pregunté con poca convicción.

—No, nunca había visto este escudo. Jamás.

—¿Otro callejón sin salida? —me pregunté en voz alta.

—Para nosotros sí, pero creo que conocemos a alguien que podría ayudarnos.

—¡El abad de Clairvaux! —espeté.

—No seas tonto,
madame
Bouvier.

¡Claro! A mí no se me había ocurrido, pero era una buena idea.

—Quizá deberíamos dormir un poco antes de marchar —propuse.

—Cècil, tengo la sensación de que la aventura de esta noche te ha hecho olvidar que la vida de la condesa Stewart y de Azul depende de nuestra capacidad para encontrar el códice, y ya casi se ha cumplido el plazo. Si tienes sueño, duerme en el coche mientras yo conduzco de vuelta a París.

Su voz, de repente, se había tornado dura y quizá yo me tenía merecido, por lo que no dije nada. Acabé de rellenar mi mochila, preparada para un viaje a África que no sabía si llegaría a realizar jamás, y salimos en dirección a París. El sol golpeaba con fuerza la parte trasera del coche y mi mente no paraba de dar vueltas. Mars no hablaba, hacía un buen rato que enfilábamos por autopista de vuelta a París y desde entonces no había abierto la boca. Protegido por mis gafas de sol, me dediqué a mirarla. No sabía qué me pasaba, pero cada vez la veía más hermosa y frágil, aun a pesar de la coraza con que se esforzaba en recubrirse. Esa mujer me enfilaba hacia túneles mucho más profundos y peligrosos que los que me había arrastrado esa noche. El gusto de su boca, las formas de su cuerpo, la ternura infinita de su mirada cuando me apartó después de besarla… Debía quitarme esa idea de la cabeza cuanto antes y centrarme de nuevo en Azul y la condesa. Decidí pensar en algo más útil, como en qué explicarle a la señora Bouvier cuando le mostrásemos las fotos. No estaba dispuesto a admitir, ni aun ante esa señora, que me había metido bajo una abadía del siglo XI y paseado con total impunidad por sus pasadizos prohibidos.

—¿Qué le vamos a explicar a la señora cuando le mostremos las fotos? —mi pregunta pareció devolverla de algún lugar en el que solo ella tenía permiso de residencia.

—Perdona, estaba distraída —se excusó—. Yo había pensado decirle la verdad.

—Ni hablar —objeté—. No tengo ninguna intención de que nadie sepa lo que hemos hecho esta noche.

—No debes preocuparte, la señora Bouvier es de total confianza. Pero si te sientes más tranquilo, solo le diremos lo que necesite para llegar a alguna conclusión.

Asentí y continuamos camino a París. La monotonía de la autopista me venció, y cuando desperté ya subía el Citroën las cuestas de Montmartre.

—¿Llamamos ahora o cuando salgamos de ver a
madame
Bouvier? —pregunté a Mars.

—Pensaba en eso, teníamos que haber llamado al mediodía. Ojalá no sea demasiado tarde, pero yo esperaría a hablar con la señora —me contestó.

Tenía razón. Yo también creía que era mejor llamar a aquellos extraños después de hablar con la señora, no solo porque ganaríamos un tiempo precioso, sino porque quizá tendríamos algo que decirles. Aunque el hallazgo de los túneles había sido todo un éxito, en realidad no habíamos encontrado nada, ni teníamos nada sobre lo que poder seguir alguna pista, más allá del escudo del sarcófago. Yo solo esperaba que la señora Bouvier no nos obligase a volver para ver qué o quién había dentro de él.

Cuando
madame
nos vio, corrió a nuestro encuentro y nos acompañó por el jardín selvático hasta el interior de su casa. Dejamos la extraordinaria biblioteca y nos refugiamos de nuevo en su cocina. Pareciese que nunca habíamos salido de ella, y entre las dos visitas habían transcurrido dos días de una intensidad espantosa.

—Señora Bouvier, encontramos las pistas de Azul —comenzó a explicar Mars.

Y le detalló a la señora cómo Azul había marcado el dedo índice del monje en el capitel, cómo habíamos seguido la pista hasta Clairvaux, y cómo allí habíamos encontrado un féretro, también descubierto por Azul, con un escudo y diversos grabados en él. No le dijo nada de los túneles ni de cómo habíamos llegado al sepulcro. Tampoco la señora preguntó. Saqué mi ordenador y le mostramos las fotos.

—¡No es posible!, ese escudo me es conocido. Sin embargo…, si no estoy equivocada…, creo que… ¡Esperadme aquí! —y corrió hacia la biblioteca. Yo no le hice caso y la seguí.

Como si tuviese en su cabeza una base de datos ordenada de los miles de volúmenes que se almacenaban en aquellos estantes, la señora Bouvier agarró la escalera y trepó por ella hasta una vitrina. La abrió y, sin bajar, consultó un libro grueso de tapas rojizas, después lo cerró y corrió, todavía desde lo alto de la escalera, hasta otra vitrina. Entonces arrancó del olvido otro volumen y bajó con él.

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