El pendulo de Dios (32 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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—Sí, padre, vuestro mentor fue el valeroso Maestre Guillaume de Mont-rodon —aclaró el infante Pere.

—Sé que conocéis la historia, pero no está completa, hay algo que no sabéis ni vos ni nadie, el Maestre Guillaume me confió un secreto que he mantenido hasta ahora, y que os recuerdo habéis jurado mantener vos. Hace doscientos años, el santo Roberto de Molesmes fue depositario de un manuscrito antiguo, un escrito poseedor de un gran secreto y en el que se inspiró para fundar la Santa Orden del Císter, pero que también ponía en duda la credibilidad misma de la
Sagrada Biblia
—el infante se santiguó. Ninguno de los dos era un gran creyente, pero ambos conocían los castigos de la blasfemia—. No os preocupéis, pecados mayores he cometido y peores los cometeréis vos. Os decía que el entonces abad Roberto confió el gran secreto hallado en el manuscrito al papa Urbano, quien, loco de codicia al conocerlo, inició la Primera Cruzada a Tierra Santa para hacerse con lo que el anciano abad le había confiado. ¡Pero no lo halló!

—¿Esas fueron vuestras verdaderas intenciones al organizar vuestra cruzada? —preguntó el infante.

—¡No me interrumpáis! —gritó el rey—, y esperad al final de mi relato. Roberto de Molesmes, poco antes de morir, confió el manuscrito a su discípulo, el joven Bernardo de Claraval, quien como sabéis expandió la Orden del Císter por todo el mundo, con la finalidad escondida de llegar donde no había podido su mentor y cumplir así las órdenes recibidas directamente del anciano Roberto, pero sus planes se vieron frustrados por la negativa del Papa a dejarle evangelizar fuera de los reinos cristianos. Desesperado por no poder encontrar el gran secreto, se vio forzado a depositar sus esperanzas en alguien de confianza y que sí pudiese viajar a Tierra Santa sin levantar sospechas. Y ese fue su tío, André de Montbard, uno de los fundadores de la Orden del Temple y posterior Gran Maestre Templario. En sus viajes, el caballero de Montbard aprovechó para indagar en secreto si las palabras llegadas de la Antigüedad eran o no ciertas, y se lo hizo saber al santo Bernardo.

—Padre, me cuesta seguiros. ¿El secreto que descubrió Roberto de Molesmes fue la causa de las Cruzadas a Tierra Santa, y la creación de las órdenes del Císter y de los Caballeros del Temple? —el rey asintió en silencio. El infante comenzaba a comprender la importancia de las revelaciones de su padre.

—Así es, hijo. Aunque la Orden de los Caballeros del Temple se hubiese creado de igual forma, siempre ha estado hermanada con la Orden del Císter. Recordad que Bernardo de Claraval fue quien redactó las maneras de la Orden del Temple, y que fue gracias a él que el Papa la aprobó. Fijaos también en los monjes y los caballeros, las mismas vestimentas, solo les diferencia la espada y la cruz en el pecho, ¿quién creéis si no que ha protegido la expansión de los monjes?

—Disculpadme, padre, lo que me contáis es increíble.

—Lo sé, por eso debéis guardarme atención. Os decía que el Maestre del Temple, André de Montbard, sí fue a Tierra Santa para indagar los secretos del escrito y al parecer dio con la verdad, una verdad tan poderosa que su solo conocimiento nos haría ser excomulgados y quizá muertos. Cuando el caballero de Montbard volvió a Francia, le entregó sus conclusiones en dos rollos al abad Bernardo de Claraval, que los guardó en secreto tal que hasta hoy no han sido hallados.

—Perdonadme de nuevo, padre, ¿cómo sabéis vos de la existencia de esos rollos si no fueron hallados?

—El caballero, impresionado por sus descubrimientos, los confió a su hijo, Robert de Montbard, que murió tras los muros de la ciudad santa de San Juan de Acre sin haber conseguido hallar nada de lo que le relató su padre. Fue entonces cuando Robert de Montbard, el hijo del Gran Maestre de la Orden del Temple, atravesado por una gumía mora en los muros de la fortaleza, decidió pasar su gran secreto a otro hermano templario, el caballero Guillaume de Mont-rodon.

—¡Vuestro tutor! —gritó el infante Pere.

—En efecto, mi tutor. Él me lo relató tras la conquista de Valencia, en su lecho de muerte, como yo a vos en este momento.

El rey detuvo la confesión, preso de una fuerte tos que lo sorprendió de repente. El físico judío entró corriendo en la tienda y aconsejó al futuro rey de Valencia y Aragón que dejara descansar a su padre.

—Hijo —apenas un hilo de voz lo alcanzó en la puerta—, debéis encontrar esos escritos y vivirlos. El caballero de Mont-rodon lo supo en Claraval, seguid sus pasos.

—Os prometo que los hallaré —fue lo único que atinó a decirle en aquel momento, una promesa que no pensaba incumplir por más que el Cielo le conminase a lo contrario.

Cuando el infante Pere abandonó la tienda, entraron su hermana Violante y su otro hermano varón, el infante Jaume. Ambos se miraron frente a la tienda de su padre con más respeto que recelo, pero Pere notó en el alma cómo la envidia recorría la sangre de su hermano.

El rey murió apenas unos días más tarde, lejos, muy lejos de su deseo de morir tras los muros del monasterio cisterciense de Poblet, aunque sus hijos cuidaron respetar la última voluntad del rey y celebraron allí sus exequias. El mundo entero fue recorrido de la noticia y su muerte se lloró incluso entre los reinos moros, donde Jaume I era tenido por un enemigo leal y valiente. Ese día, sus hijos, la historia, y aquellos que habían sido sus súbditos, lo conocieron como Jaume I el Conqueridor.

Las relaciones del nuevo rey Pere III de Aragón, I de Valencia y II de Catalunya con su hermano no fueron buenas a partir de entonces. Él había aceptado la partición hecha por su padre, pero exigió al rey Jaume II de Mallorca que su trono le rindiera pleitesía, a lo que este se negó. Por otro lado, los nobles aragoneses insistieron tras su coronación en que reafirmase los fueros y privilegios conseguidos con su padre, y el rey Pere se opuso porque deseaba un sometimiento total a la Corona y no un pacto.

Además, apenas tres meses después de la muerte de su padre, se alzaron los moros en Valencia y el nuevo rey no tuvo más remedio que encabezar en persona su ejército de
almogàvers
parar rendir el Castillo de Montesa y algunos otros. Su fama de guerrero se extendió entonces por todos los rincones del reino, y se hizo famosa su resistencia a los avatares del clima y de la guerra entre aquellos hombres que vestían como único uniforme una camisilla corta y unas calzas de cuero, fuera tiempo de siega o de planta. Comenzó a llevar, como ellos, el famoso
coltell
colgado de su cinturón de cuero, lo que le valió una fidelidad por parte de la infantería a prueba de sangre.

Tardó poco menos de un año en doblegar los últimos reductos moros en Valencia, pero los gastos de la guerra levantaron a los nobles catalanes que, cansados de pagar el impuesto de bovaje, encabezaron una revuelta que necesitó de dos años más para ser sofocada tras sitiar a los rebeldes en el condado de Balaguer.

Fueron años difíciles, y a todo esto se añadió la rotura de relaciones con Castilla cuando el infante Sancho reclamó la herencia del trono a su padre Alfonso X, en contra de su hermana doña Violante, y tuvo que rehacer todos los pactos conseguidos con el rey de Castilla prometiéndole sus ejércitos en la conquista de Navarra, que, por suerte para él, nunca se realizó.

También su hermano Jaume, rey de Mallorca, no conforme con el sometimiento al que le había impuesto, lo obligó a rehacer sus alianzas con el rey Felipe III de Francia y lo enemistó para siempre con su hijo, el rey de Sicilia Carlos de Anjou, al que juró en su fuero interno que degollaría con sus propias manos en cuanto tuviera ocasión. Pero a pesar de todo, el rey Pere supo mantener un frágil equilibrio cuajado en matrimonios de conveniencia y en la fuerza de su poderoso ejército, y, tras cuatro largos años, conseguir un reino sometido, estable y fiel, y dispuesto a apoyarlo en cualquier empresa que decidiese iniciar.

Había pensado muchas veces desde aquel lejano año de 1276 cómo acometer el último deseo de su padre, y otras tantas había comprendido que no sería una empresa fácil. Las relaciones con el trono de Francia no eran buenas, y los escritos se hallaban en un monasterio en tierras francesas, lo que complicaba su recuperación. Pero no fue hasta que reparó un día en su esposa mientras se confesaba cuando comenzó a cuajar el plan que estaba a punto de acometer. Pidió entonces, en virtud de sus importantes donaciones y de las realizadas por su padre, que le fuera enviado un monje del Monasterio de Poblet para encargarse de los asuntos religiosos de su esposa y de sus hijos, y era en las espaldas de aquel monje en las que pensaba descansar la promesa realizada a los pies de su difunto padre. El hermano de blanco se había convertido en ese tiempo en un miembro más de su corte y en una persona de confianza para su esposa.

Lo mandó llamar. El monje pasaba por ser un buen confesor, jamás le había causado ningún problema con la imposición de sus penitencias y sabía mantener la boca cerrada; además, guardaba una fidelidad a su familia que él se había encargado de afianzar dando tierras a la familia del monje, y la promesa de una baronía en las tierras conquistadas como pago a su labor. Era un hombre silencioso, de pasos cautos y piel transparente. Inteligente como un físico y sibilino como una culebra. El hombre adecuado si era capaz de hacerle entender la importancia de su misión.

—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó Joan de Benet.

El rey lo miró. Vestía de blanco impoluto y sus pies estaban calzados por unas sandalias de cuero basto.

—En efecto, monje, sentaos. Os he mandado llamar porque, como bien sabéis, la situación parece haberse normalizado en el reino.

—Por la gracia de Dios —afirmó el monje, a lo que el rey no pudo evitar una gran sonrisa.

—Sí, por eso también. Mi esposa está encantada con vuestros consejos.

—Gracias, Majestad, el Padre me ilumina.

—Y creo que ha llegado el momento de saldar una vieja deuda con vos —contestó el rey, haciendo caso omiso de las palabras del monje.

—Nada me debéis, señor.

—No seáis modesto, hermano Joan, sabéis bien que nos habéis servido con lealtad y que un rey no podría denominarse tal si no cumpliese sus promesas. Pero hay algo que debo pediros antes de acceder a nombrar al señor de Benet, barón de Morella —los ojos del monje brillaron ante la perspectiva de la promesa, y el rey supo que tenía la batalla ganada.

—Decidme, señor, haré todo lo que esté en mi mano por complaceros, pero debo recordaros que soy un simple pecador, un monje que nada tiene ni nada pretende más allá de respetar los preceptos de la orden.

—Lo sé, eso os honra, buen monje, y por eso he acudido a vos. Aunque estoy seguro de que nada pretendéis, no afirmaréis que ver a vuestra familia en tal porte os desagrada.

—Claro que no, todo lo contrario, es solo que no me creo valedor de vuestra bondad.

—Pues lo sois, y ya os he dicho que mi esposa la reina Constanza de Hohenstaufen, heredera del trono de Sicilia, os tiene en gran estima. Sin embargo, antes de realizar mi petición, debo solicitaros que esta sea en secreto de confesión.

El monje se sorprendió. En todo el tiempo que llevaba como confesor de la reina, jamás había tenido el honor de confesar al rey, y ahora era él mismo quien se lo solicitaba.

—La piedad del Señor es infinita. Vayamos a la capilla si lo deseáis.

—No, me confesaréis aquí.

Cuando el rey acabó su confesión, al hermano Joan de Benet le temblaban las piernas. Era una verdadera locura, pero sabía que si se negaba a la petición que acababa de escuchar en secreto de confesión, el rey sería implacable con su familia. No quiso ni imaginar a sus padres, ni a sus hermanas, que tan buen matrimonio estaban por conseguir, arrodilladas de nuevo en el campo, sin más futuro que esperar la muerte tras una vida de sufrimiento y trabajo. ¿Cómo podría soportar tal vergüenza? Se preguntó si su fe sería suficiente para aguantarlo, y las lágrimas que no pudo contener le sirvieron como respuesta. Jamás podría resistir ver a sus hermanas tomadas por cualquier campesino zafio, ni a sus padres recoger la mierda de los cerdos solo porque él no fuera capaz de cumplir lo que le ordenaba su propio rey.

—Lo que me pedís, señor, va en contra de todas mis creencias —balbuceó entre sollozos.

—¿Insinuáis acaso que soy injusto? —gritó el rey—. ¿Insinuáis que mi oferta no vale bien de vuestros servicios? ¿O acaso pertenecéis a una familia de cobardes merecedores del destierro? —sabía que lo tenía y no estaba dispuesto a dejarlo marchar.

—No, señor, sois justo y bien sabéis que no soy ningún cobarde. A los hermanos no nos asusta la muerte ni el castigo, pero lo que me pedís…, lo que me pedís es una traición —consiguió decir Joan de Benet.

—¡Una traición servir a vuestro soberano! —gritó con más rabia el rey Pere.

Pasaron unos segundos que al fraile se le hicieron infinitos, en los que supo secarse las lágrimas y mirar al monarca por primera vez en su vida a los ojos.

—Lo haré, y que Dios se apiade de mi alma en su infinita misericordia.

Lo había conseguido. Casi le entraron ganas de abrazar a aquel desgraciado, pero la irrupción de uno de sus capitanes con noticias de la isla de Sicilia apartó tal idea de su mente. Los nobles catalanes habían accedido a financiar su ejército para conquistar las tierras africanas desde las que iniciar el asalto definitivo al trono de Sicilia expropiado a su mujer. Se dijo que había sido un buen día, y despidió al monje tras recordarle que solo a él podría reportar y que su secreto les pertenecía únicamente a ellos dos y a Dios, como cualquier otro revelado en confesión.

—Hermano —lo llamó el rey antes de salir—, partid inmediatamente. Uno de mis mejores soldados os acompañará para velar por vuestra vida.

El hermano Joan de Benet se despidió con un saludo de sumisión y salió. Ese había sido el peor día de su vida.

Por la mañana, lo fue a encontrar un capitán de la guardia del rey, un hombre de brazos tan poderosos como la espalda del monje.

—Soy el capitán Pere de Besalú, yo os acompañaré.

Joan de Benet lo miró y no pudo evitar un escalofrío ante la imponencia del soldado. Vestía como todos los
almogàvers
, una camisilla y unas calzas de cuero, cinturón con la espada corta, el
coltell
colgado a la cintura y dos dardos. Ese era todo el armamento que necesitaba para que los peligros del camino se limitaran al cansancio por la larga ruta.

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