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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (45 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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—¿Cómo que entraron en la tierra? —preguntó Mars.

—Es una posibilidad —contestó la señora—. Pero si damos por cierto que el lugar del que habla el soldado imperial es Qumrán, está a orillas del Mar Muerto y no hay más tierra adentro donde ir porque la ciudad ya está en medio de un desierto; sin embargo, está repleta de cuevas. Debo reconocer que nunca he estado allí, pero por las informaciones que tengo de Qumrán, o de lo que queda de ella, sé que está asentada en medio de un hormiguero cavado en la tierra. Quizá se sintieron amenazados, o con la expansión demográfica a su alrededor fueron cavando cuevas para hacerlas más profundas, quién sabe.

—Pues pienso que no hemos avanzado mucho —dijo Mars.

—Mars, ¡claro que hemos avanzado! —estaba emocionado, y proseguí—, lo que dice la señora está cargado de lógica. Lo más normal es que hiciesen cuevas más profundas para esconderse, y quizás hayan ido dejando tras ellos otras pruebas de sus movimientos. Solo hay que ir allí y seguirlas.

—¡Bravo, jovencito! Así lo creo yo también —apuntó la señora Bouvier.

—Espera, ¿habláis de viajar a Qumrán? —preguntó Mars.

Madame
y yo nos miramos.

—No hay otro camino —contesté.

—Pero Cècil, no podemos viajar, no tenemos pasaportes.

—Lo sé. Pero si hablamos con el comisario y le damos nuestra palabra o algún tipo de fianza, no sé, podría ser que nos los devolviera —pensé en solicitar la ayuda de Oriol Nomis si fuese necesario.

—Bien, pareja, creo que tenemos lo que buscábamos, ya nos podemos ir.

Antes de abandonar la biblioteca, la señora hizo un par de copias de la página del códice en el cual se encontraba la Piedra de Rosetta de los textos templarios, y nos marchamos. De regreso a Montmartre, la idea de viajar a Israel me golpeaba la cabeza con la misma fuerza que las ganas de estar a solas con Mars.

—Por favor, infórmenme de sus pasos —nos pidió la señora a la puerta de su casa.

—Lo haremos, se lo prometo. Muchas gracias por su ayuda.

—Sí, muchas gracias, sin usted no habríamos llegado hasta aquí —me secundó Mars.

—No, jovencitos, gracias a vosotros porque habéis devuelto la ilusión por la vida a una vieja olvidada para todo el mundo menos para las hermanas. Ahora tengo la oportunidad de ayudar en una búsqueda que dura demasiado tiempo, y eso le ha dado un nuevo un sentido a mi existencia.

—Vamos, no se ponga ahora sentimental —le dije—. Además se me olvidaba, entremos un segundo.

Tenía algo que entregar a la señora y no pensaba hacerlo en medio de la calle. Ya en el interior de su maravillosa biblioteca, le entregué los originales de la carta del caballero templario y del escrito del soldado francés. Al recibir aquellos documentos forrados en papel de aluminio como si fueran un sándwich de atún y queso, creí que sus ancianas rodillas no resistirían la emoción. Por si acaso, Mars corrió a abrazarla.

—También me gustaría que tuviera esto otro —le entregué las coordenadas del emisor satélite que habíamos comprado antes de explorar Clairvaux para que nos siguiera por Internet—, así sabrá en todo momento dónde recoger nuestros cuerpos si no volvemos.

—¡Cècil! —me recriminó Mars.

—Jovencito, es usted un impertinente, pero su inteligencia y su intuición nos han llevado más lejos de lo que habíamos llegado jamás. Sin embargo, debo advertirle de algo, se adentran ustedes en la búsqueda de algo sagrado, esto no es como encontrar un reloj olvidado en una playa. Si no estoy equivocada, ustedes tienen en sus manos la manera de llegar hasta una comunidad que ha vivido más de dos mil años en paz, una comunidad de seres inmortales cuyos secretos y ambiciones desconocemos, y que pueden ser portadores no solo de toda la sabiduría humana, sino de la única prueba capaz de demostrar que la divinidad de Dios existe. No lo olviden.

Nos dio dos besos a cada uno antes de que el Citroën arrancara Montmartre abajo.

—¿Crees que el comisario nos devolverá los pasaportes? —me preguntó Mars.

—No lo sé —pero mi cabeza no podía pensar ahora en eso. Toda mi materia gris se debatía entre las palabras con que
madame
Bouvier nos había despedido, y el deseo inmediato de abrazar a aquella colombiana con nombre de planeta.

Capítulo
40

M
arie Stewart se ahogaba bajo la caperuza que aquella bestia le había colocado en la cabeza. Se sentía como un ave rapaz a punto de ser liberada para cazar una pieza ante la mirada de su amo, solo que ella era la pieza, y el amo era un ser despreciable y violento que se las había hecho pasar putas, y eso ni siquiera ella se veía capaz de perdonarlo.

En la oscuridad de su encierro, se había preguntado mil veces cuándo entraría aquel salvaje. No temía tanto al dolor físico como al terror de saber que Azul podía estar siendo maltratada. Se preguntaba qué haría Mars, la imaginaba enganchada a un teléfono veinticuatro horas tras cualquier indicio que pudiera llevarla hasta ella. Sabía que la buscaban, de eso estaba segura, pero también sabía que jamás la encontrarían en aquel agujero en el que estaba confinada.

Las maesas habían pasado por peores momentos desde que Santa Elisabeth decidió cumplir la palabra de su padre y proteger el códice, y con él, el secreto de Mariam. No tenía miedo de que su lugar no fuese ocupado, ya había pasado otras veces y la hermandad tenía sus propios mecanismos para corregir una desgracia así, aunque en esos trances se hubiera perdido la mayor parte de la información. El miedo que sentía era el de la responsabilidad, el miedo a no saberse capaz de enfrentar una situación que podía dañarla, que la haría conocer sus límites.

Intentó insuflarse el valor que muchas otras antes que ella tuvieron, mujeres que renunciaron a todo para mantener el gran secreto. Un secreto para el que el mundo no estaba preparado, y, a juzgar por su desarrollo, no lo estaría jamás. A ella le había tocado vivir en la era de la banalización global. La edad en que cualquiera que hubiese dedicado su vida a un ideal se convertía de inmediato en un idiota del que la gente, que jamás se había esforzado por nada, se podía reír con toda impunidad. La reducción absoluta de la maestría a los lenguajes míseros del populacho. Por eso, el mundo no estaba preparado para conocer, para saber que la única elección del gran maestro fue una mujer. Y que no la escogió por su sexo, ni como esposa, sino por la evolución de su alma. Marie Stewart sabía que ese conocimiento se prostituiría en tertulias malsanas de televisión, ante fieles que aun frente a la mayor evidencia del mundo la negarían, y turistas seudorreligiosos que se acercarían a ella para ver qué ropas vestía y en qué posición colocaba las manos para participar de la Verdad mediante la imitación gestual. La ignominia del mundo cada vez era mayor. Desde su nacimiento, solo había escuchado voces reclamando derechos que el ser humano debe ganarse en cada acción de su vida, gentes enfermas por sus propios vicios que solicitaban justicia, como si alguien fuese el responsable de lo que ellas mismas escogían. ¿Qué esperaban como pago a sus actos? ¿Cómo no iban a proteger a Mariam de un mundo de almas desérticas?

«La evolución no es un derecho, es un deber», le había dicho su maestra y anterior guardiana del secreto. Solo la disciplina y el respeto nos conducen hasta esa evolución, después cada una de nosotras da el salto que se ha ganado, viaja a un nuevo escenario desde el que dar otro salto evolutivo, y así por los confines de los tiempos hasta llegar a la evolución definitiva y descansar en el seno. Pero ese conocimiento tenía una doble vertiente porque la evolución no implica avance, sino esfuerzo, y el mundo se había convertido en un saco de carnes desubicadas que solo daban saltos hacia atrás, por eso cada vez era mayor la diferencia entre la evolución de los seres humanos.

Y ella tenía miedo de dar ese salto.

Había seguido en su vida todos los preceptos que su maestra le dictó, por convicción, y de igual manera había instruido a sus hermanas en ellos, a cada una según sintiera lo que debía transmitirle, si bien, y tal como le habían advertido, ningún ser humano conoce el estado de evolución de otro y solo tendría como guía a su propia intuición. A mayor conexión con lo sutil, mayor sería su acierto. Y eso había hecho lo mejor que había sabido, instruir a sus hermanas según le dictaba su corazón en cada momento. Amaba a Mars como a una hermana y como a una hija, pero sentía que todavía debía abandonar algunos cuerpos antes de ser portadora del secreto. Con Azul sabía que había errado porque no supo valorar su amor por las emociones, y esa decisión las había llevado hasta el punto en que se encontraban ahora. Pero no era su culpa, de ninguna de las dos, así era como debía pasar y así había pasado. La corriente no sirve a nadie más que a ella misma y nada se puede hacer, solo aceptar y aprender, jamás enfrentarla. Sabía sin embargo que si su fin estaba próximo, alguna de ellas sentiría la revelación y conocería. Quizá se perdería una parte del mensaje y serían necesarias varias generaciones hasta llegar a comprender lo que ella podría haber transmitido oralmente, pero al final el secreto continuaría oculto y el gran péndulo, equilibrado. Porque de eso se trataba, la presencia de Mariam en la Tierra garantizaba un espacio que la oscuridad jamás conseguiría ocupar. Ella sabía, como muchos iniciados desde que el hombre comenzó a sentir, que todo se reubicaba en el universo por el gran péndulo del equilibrio. Todas las acciones sufren este principio, la oscuridad en la ausencia de luz, y una inmensa desgracia en una marea de amor inesperada, así el gran maestro dejó antes de marchar una reserva de luz tan intensa que relegaba a la oscuridad al otro extremo.

—Vamos, vieja, nos esperan.

La voz de aquel hombre la devolvió a la realidad que su cuerpo vivía. Tenía las manos atadas a la espalda y, cuando la agarró de las muñecas para levantarla, sintió un dolor intenso que le deshizo los brazos. Hacía un par de horas que la había sacado de la minúscula habitación donde vivía desde que fue capturada y la había llevado a una especie de oficina en la que le colocó una capucha oscura. Ahora la conduciría a otro lugar, una nueva prueba que validaría si era digna o no del peso que transportaba.

Sintió que la arrastraba por pasillos y escaleras, con las que se golpeó en las espinillas, hasta llegar al exterior. El olor del aire se metió entre los tejidos de la capucha y le inundó los pulmones. Bajo la caperuza que le negaba la luz, abrió su boca tanto como pudo y aspiró aire libre, quizá por última vez. Supuso que se encontraba en alguna especie de fábrica porque de fondo escuchaba el ruido cansino y monótono de algunos motores. El Negro la llevó hasta un vehículo y la hizo entrar. No podía ver qué clase de vehículo era, tal vez algo semejante a una furgoneta porque el asiento donde la metió era mucho más ancho que el de un coche. No supo si alguien más, aparte del Negro, iba en el vehículo. Por su cabeza pasaron las imágenes de sí misma siendo ajusticiada y abandonada en cualquier descampado, pero se obligó a no pensar en nada de eso y, poco a poco, consiguió el estado de paz que siempre le proporcionaban sus rezos.

Capítulo
41

C
omisario, tiene una llamada del inspector Arkonada —la voz de su asistente tronó en el despacho a través del teléfono manos libres.

—Dígale que le devuelvo la llamada en un momento. Lo siento, señores, me debo a mi deber, y valga la redundancia. Ha sido un placer recibirles y saben que tienen mis puertas abiertas siempre que lo necesiten.

El comisario Aripas despidió la visita de cortesía de la agrupación de comerciantes y mandó que los acompañaran hasta la puerta del ascensor, no sin antes obsequiarles con un carné de colaborador anónimo. Cuando se aseguró de estar solo en su despacho, dejó escapar un sincero suspiro de tranquilidad. La parte protocolaria de su cargo era un peso al que todavía no había podido acostumbrarse.

El inspector Ignacio Arkonada, de la Policía Autónoma Vasca o Ertzaintza, era un buen amigo. Habían compartido los días de academia en Burgos, bajo un frío aterrador que los dejaba cubiertos de escarcha por la noche, y de cervezas por la tarde. Una buena época, como todas las que se guardan en la memoria de juventud, en que un grupo variopinto de amantes de las películas de acción hicieron tan buenas migas que todavía se llamaban de vez en cuando para recordar aquellas tardes en versiones mitigadas de lo que fueron. El inspector se había pasado a la Policía Autónoma Vasca cuando esta comenzó a asumir las competencias de la Policía Nacional. No había sido fácil la vida del inspector en San Sebastián. Estaba casado con una muchacha de Orrio, a la que conoció poco después de regresar de Burgos, y con quien había tenido dos hijos. Uno de ellos estaba en la prisión de Gran Canaria por actos de
kale borroca
que su padre jamás llegó ni a comprender ni a perdonar.

El comisario Aripas le había pedido a Arkonada el favor personal, fuera de los procedimientos reglamentarios, de que mantuviera al magnate italiano vigilado en cuanto se enteró de que el avión que había despegado de Sabadell había volado hasta Euskadi. Desde entonces, había recibido apenas un par de informes según los cuales se había reunido en la capital donostiarra con otros tres hombres, sus socios en el
holding
de empresas, pero tan limpios como un narcotraficante fuera de su país. Nada a lo que agarrarse para solicitar un seguimiento más exhaustivo.

—Antonio, ¿cómo estás? —lo saludó el inspector Arkonada.

—Bien, hombre, con la cabeza como un bombo por las tonterías de los comerciantes.

—¿Cómo?

—Nada, un grupo de comerciantes que ha venido a pedirme que eche de sus calles a los chinos y a los pakistaníes.

—Ja, ja, ja —lo oyó reír.

—No te rías, joder, me tienen hasta las narices con tantas tonterías.

—Bueno, peor es aquí, que acaban con ellos a bombazos —ahora fue el comisario quien se quitó un poco de presión a base de un buen par de carcajadas.

—¿Qué sabes de nuestro amigo? —le preguntó.

—Para eso te llamaba. Siento decírtelo, pero tengo que retirar la vigilancia. He pedido a mi asistente que te envíe un detalle de todas las salidas del grupo, ya lo verás, pero no hay nada. Esos cuatro tipos son multimillonarios y muy influyentes, no es un bocado fácil al que hincarle el diente. Están limpios y cargados de billetes. Solo salen para cenar en lugares en los que tu sueldo y el mío juntos no pagarían un menú, así que ya sabes, nada de nada. Y la gente está muy nerviosa.

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