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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (46 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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—Sí, lo he visto en los periódicos —la banda terrorista había enviado un comunicado al diario
Gara
en el que amenazaba con nuevos atentados.

—Pues eso, necesito hasta el último hombre para las tareas de vigilancia, ya no puedo mantener por más tiempo una patrulla sin dar explicaciones. Además, tengo en eso a uno de mis mejores hombres, y lo necesito.

—No te preocupes, lo comprendo.

—Antonio, sé que tienes una corazonada y eso a mí me vale más que una orden judicial, por favor, si me necesitas de nuevo, avísame y veremos qué puedo hacer, ¿de acuerdo?

—Muchas gracias, Ignacio, ¿o debería llamarte Iñaki?

—No seas gilipollas.

—Ja, ja, ja. Cuídate mucho y gracias de nuevo.

—Llámame si me necesitas.

—Dale un beso a tu mujer.

—Adiós.

Si sus sospechas eran ciertas, y las palabras de Abidal y la colombiana también, ese pájaro se le iba a escapar sin que pudiera echarle el guante. Por lo menos, todavía estaba en España. Si consiguiera reunir aunque fuera una sola prueba de su implicación en el intento de asesinato, le caería encima con toda la fuerza, pero aquel idiota al que habían detenido no soltaba prenda, y la chica marroquí tampoco tenía idea de dónde había estado, ni de quién la había retenido. La famosa señora Stewart no daba señales de vida, y la cosa se complicaba por momentos.

Capítulo
42

L
a furgoneta, con los cristales traseros cerrados por dos planchas de aluminio, estaba rotulada con el logotipo de la compañía acerera de Mateo Montalbán. Una patrulla de la Guardia Civil les dio paso en la frontera de Hendaya y una sensación de alivio invadió las células siempre tranquilas del Negro.

—Anímate, vieja, ya casi estamos en casa.

Marie sintió náuseas, como cada vez que oía ese tono cubano que ya despreciaba con toda su alma. No le había quitado la capucha más que en una ocasión para darle de comer un bocadillo de gasolinera, y ni siquiera entonces la dejó salir de la furgoneta, oculta como estaba tras unas cajas de cartón que le habían servido también como inodoro. Cada vez que el vehículo se detuvo para echar gasolina, o comprar comida, el Negro la amenazó con pegarle un tiro si abría la boca. A través de las cajas le llegaba el olor de orines mezclado con canciones de salsa y reggaetón que ya odiaba casi tanto como a quien la obligaba a escuchar esa bazofia.

La furgoneta agarró la autopista de Irún por la que, según el navegador, en menos de una hora llegarían a San Sebastián, donde ya los esperaban en el apartamento del señor Montalbán. El Negro les había advertido de lo peligroso del encuentro en ese lugar, pero su jefe había insistido en la urgencia de que trajera a la mujer viva, así que no le quedó más remedio que montar, con la ayuda de los operarios de la fábrica rumana, un escondite en la furgoneta que ahora trazaba las curvas a la velocidad máxima permitida. La imposibilidad de hacer el viaje en avión los había obligado a hacer casi tres mil kilómetros sin descanso. Llevaba veintiséis horas seguidas al volante de aquel cacharro y comenzaban a dolerle todos los huesos de su cuerpo.

—En una hora estaremos allí —avisó por su teléfono móvil.

Como había dicho el Negro, en apenas una hora la furgoneta recorría la avenida de Zumalacárregui en dirección a la playa de la Concha. Al llegar, no pudo evitar pensar en su amado Malecón de La Habana. Giró a la derecha y cruzó el Parque de Miramar. El tránsito estaba imposible a esas horas de la tarde y el Paseo de Miraconcha estaba saturado.

A poco menos de doscientos metros de allí, una patrulla de la Ertzaintza recibía en ese momento una llamada por la emisora.

—Está bien, inspector, a la orden. Sí, un par de fotos y regresamos a la comisaría.
Agur
.

El suboficial Oquendo, uno de los hombres más prometedores de la brigada, llevaba varios días tras aquellos hombres que se pasaban la jornada encerrados en un apartamento para salir a cenar en los mejores restaurantes de la ciudad. No sabía el porqué de la vigilancia, pero sí que era algo importante, pues tenía orden de informar solamente al inspector Arkonada. No se trataba de posibles terroristas, ni de ningún piso franco, de eso estaba seguro; además, el inspector ya le había advertido de que, si bien debía estar alerta, no era una vigilancia de riesgo, y ahora, sin que hubiese ocurrido nada digno de mención, lo llamaba para que abandonara. Le había pedido que antes hiciese un par de fotos, así que se bajó de su Seat Córdoba de color verde aceituna y se retiró unos metros hacia la bahía para tomar las fotos de aquel apartamento con una cierta perspectiva. Imaginaba a los cuatro tipos dentro, tomando copas de buen vino y jugando a las cartas, porque si no qué podían hacer cuatro hombres todo el día metidos en un apartamento. No había visto entrar chicas, solo una señora entrada en años y carnes a la que le había sonsacado, con apenas una sonrisa y un poco de atención, que los cuatro hombres no se movían de la casa. Tampoco habían acudido visitas, ni mensajeros, ni nadie para hacer tareas de mantenimiento, fontaneros o gente por el estilo. Un informe tan vacío como su cartera después de haber pagado la consumición mínima en los restaurantes a los que los había seguido. Por lo menos, esperaba que las dietas le fueran reembolsadas. Tiró cuatro fotos y se metió en el coche. Después, llamó al inspector para confirmarle que dejaba la vigilancia.

El Negro no había estado nunca en la casa de Mateo Montalbán, pero el navegador satélite que tenía instalado en el salpicadero de la furgoneta le avisaba, mediante una autoritaria voz de mujer, de que en poco menos de doscientos metros habría llegado hasta la Plaza Xavier Zubiri. «Gire a la derecha», le indicó la voz, entraba en la calle de San Martín, «a la izquierda, tome la calle Easo», le volvió a indicar, «ha llegado a su destino». El ingenio había dicho por fin las palabras mágicas. El Negro buscó aparcamiento y a media calle vio cómo un coche maniobraba para salir, se plantó frente a él y le hizo una seña al conductor para preguntarle si se marchaba. El joven, de unos treinta y pocos años, le dijo que sí con la cabeza y el Negro reculó para dejarlo salir. Pensó en lo afortunado que era por haber encontrado aparcamiento justo frente a la dirección de Montalbán y bajó con una sonrisa. Misión cumplida. Con los pies firmes en la acera, se estiró como un gato después de la siesta. Todavía el sol no había abandonado la playa de la Concha y, aunque no tardaría en hacerlo, era demasiado arriesgado sacar a la mujer a plena luz del día, así que marcó en el interfono y esperó a que un chasquido metálico liberara la puerta del edificio.

Cuando entró en el apartamento, los cuatro hombres ya lo aguardaban. Les explicó que no había tenido ningún incidente durante el camino y que tampoco nadie los había reconocido ni seguido. Los
designati
se felicitaron y enviaron al Negro a vigilar la furgoneta hasta que cayera la noche. Entonces comenzaría el interrogatorio y, si todo iba bien, darían los últimos pasos en su vida mortal.

—¿Podrás soportarlo? —preguntó Marco Santasusanna a Juan de la Vega.

—Sí, es necesario. Además, de todo aquello hace mucho tiempo y mi camino ahora es otro. No os preocupéis por mí, estaré a la altura, llevamos demasiado tiempo esperando esto como para equivocarnos por unos sentimientos olvidados —les tranquilizó el californiano, y el resto asintió. Las luces del Paseo de la Concha se acababan de encender.

—Recordad las palabras del maestro, la mujer debe estar viva para cuando él llegue, pero también creo que no seríamos dignos del secreto si no hemos logrado obtener la información antes de ese momento —habló de nuevo el italiano, a lo que los otros tres hombres asintieron en silencio. Todos compartían la reflexión del mayor de ellos.

Dejaron pasar cinco horas en las que los nervios los atenazaron y en las que cada uno de ellos intentó matar el tiempo como pudo. A medianoche, Joswiack ordenó al Negro que bajara a buscar a Marie Stewart. Habían preparado una habitación para el interrogatorio y decidido que lo harían a cara descubierta, pues tenían claro que el Negro debería ocuparse de ella después de esa noche. Antes, sin embargo, debían esperar al maestro, que los había advertido de que podían empezar sin él, pero bajo ningún concepto debían deshacerse de la mujer antes de su llegada.

Los cuatro hombres llamaron al ascensor y el Negro interpretó la señal. Abandonó el portal, con su arma oculta en la cintura y el seguro quitado, miró a ambos lados, esperó a que una pareja de novios pasara caminando de la mano, y abrió la furgoneta. Como le habían ordenado, empujó a Marie Stewart hasta la puerta y la metió en el ascensor. Lo cerró y pulsó el botón de la planta, después salió por la puerta y se perdió en las calles de San Sebastián, aséptico como el bisturí de un forense. Llevaba demasiado tiempo comiendo carne blanca y su boca se hizo agua pensando en aquellas mujeres delgadas y fuertes que no había dejado de ver desde que entró en el País Vasco.

Cuando llegó el ascensor a la planta de Montalbán, los cuatro hombres estaban tan asustados como emocionados. La puerta se abrió en un batir rápido del acero que él mismo vendía y les dejó al descubierto una mujer con los brazos atados a la espalda, delgada, maloliente, con sus ropas arrugadas, y arrodillada. El cansancio no le había permitido ni siquiera mantenerse en pie el par de pisos que separaban la estancia de la calle. Una capucha azul oscuro tapaba por completo su cabeza. De la Vega se estremeció. Le entraron unas súbitas ganas de abrazarla, pero no podía, no debía. Quizá cuando acabaran, quizás el maestro se lo permitiría en un último acto de caridad. Fue él quien la ayudó a levantarse y a entrar en la casa. Joswiack cerró la puerta, y Montalbán y Santasusanna la miraron con más pena que miedo. Le cortaron la cinta aislante que mantenía sus brazos pegados detrás de la espalda, y un grito, seguido de un crujir de huesos, los hizo estremecer. La mujer intentaba mover con lentitud los hombros y, bajo la capucha que ninguno de ellos se atrevía a quitar, escucharon sus sollozos. Joswiack pensó que no había sido buena idea dejar marchar al Negro y fue el único que se atrevió a acercarse para quitarle la bolsa de la cabeza.

De repente, el chorro de luz la cegó y volvió a gritar. Les pidió que apagasen las luces y De la Vega corrió a hacerlo.

—Lamentamos profundamente el estado en que se encuentra, pero no teníamos otra alternativa —se disculpó Mateo Montalbán.

—Si colabora, podrá volver a su casa en pocas horas —mintió Joswiack, ante la mirada inquisitoria de los otros tres.

—Ustedes son unos criminales —los desafió Marie Stewart con un sollozo cargado de decisión y miedo.

—Por favor, señora, acompáñenos, estaremos más cómodos en otra sala.

Y, todavía con las luces apagadas, no tuvo más remedio que seguir a aquellos hombres hasta una habitación en penumbra en la que la esposaron a los brazos de una silla.

—Encended la luz, coño, que no veo nada —dijo Joswiack.

—Cierre los ojos y ábralos despacio señora, por favor —le pidió Santasusanna, que se levantó para encender la única lámpara de la habitación. De la Vega se sintió temblar.

Al poco de encenderse la luz, la condesa abrió con lentitud sus ojos y un dolor intenso le penetró las pupilas hasta el cerebro. Veía formas difusas a su alrededor. Le pareció distinguir a cuatro hombres sentados en sillas de madera frente a ella, pero no conseguía enfocar sus rostros. Durante unos minutos, solo vio sombras que le hablaban y que no quería ni siquiera escuchar. El dolor de los hombros era tan fuerte que temió tenerlos dislocados.

—¿Qué desean de mí? —les preguntó por fin—. Ya les dije que no sabía nada.

—Esta vez es diferente, sabemos lo que nos dijo tu monjita —le contestó Lucas Joswiack.

Marie lo enfocó con la mirada. Sabía que esos cuatro hombres eran los que estaban en aquella habitación de la fábrica, y sabía también que eran ellos los mismos que durante años habían perseguido el secreto que ellas guardaban. Los mismos que mataron y descuartizaron a aquel pobre desgraciado francés después de que las monjas encargadas del sepulcro del rey Pere II el Gran intentaran ayudarlo a escapar. Un encuentro que se repetía de forma cíclica en la historia. Primero enfocó a Lucas, después a Mateo, luego a Marco y por fin a Juan de la Vega. Eran cuatro hombres que en su sola apariencia denotaban el poder que estaban acostumbrados a manejar. Le pareció que el más joven de ellos era el primero, el que le acababa de hablar de Azul, y el mayor era sin duda el de la melena plateada. Al principio, no recaló en los otros dos con detalle, todavía le costaba mantener la vista fija sin inundar el interior de sus pupilas de cientos de destellos.

—Es mejor que colabore, nos ahorrará mucho sufrimiento —la advirtió De la Vega.

¡Esa voz! La siguió hasta el hombre que estaba más alejado de ella, el que ocupaba el último sillón de la habitación y entonces, como si un rayo hubiese atravesado su cuerpo, lo reconoció, ¿pero qué hacía él allí? Habían pasado muchos años, ¿veinte? Sin duda era él, el único hombre que había conocido en la vida y de quien no había tenido noticias hasta ese momento.

—Quiero saber cómo está la hermana —casi ordenó Marie.

—Lamentablemente, la hermana, como usted la llama, ya no está —mintió Joswiack.

—¡Miserable! ¿Qué le habéis hecho? ¡Era a mí a quien buscabais!

—Bien, ahora que nos hemos puesto al día, le ruego conteste a nuestras preguntas. No nos gustaría llamar a su amigo para que la prepare antes de contestar —la amenazó Montalbán.

Marie sintió una descarga en el corazón. Se acababa de delatar, pero qué importaba ya eso. Aquellos malnacidos habían matado a Azul. ¡Su amada niña!

—No les diré ni una palabra.

—Os dije que no lo haría —contestó De la Vega—. Marie, por favor, colabora. No te haremos daño, te lo prometo, pero debes colaborar. Tu amiga no lo hizo y no nos dejó opción. Debes comprenderlo.

—¿Comprender qué, que tú eres la peor cosa que me ha ocurrido en la vida? Sabes, moriste para mí hace mucho tiempo y hoy ha resucitado tu fantasma en forma de monstruo horrible. ¿No te das cuenta de en qué te has convertido?, ¿tanto temes morir que has preferido convertirte en un asqueroso criminal? —Marie quiso sentir algo de piedad en sus palabras, pero un odio intenso la recorría con más fuerza que el dolor que le atenazaba los brazos.

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