El pequeño vampiro y la guarida secreta (9 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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Debía de ser porque a los dos, como vampiros que eran, les resultaba completamente extraño obedecer órdenes.

Y luego además estaba el esfuerzo psíquico durante las sesiones, el miedo a que, a pesar de todo, el señor Schwartenfeger pudiera planear quizás algo contra ellos…

Y no había que olvidarse de una cosa: ¡Anna y Rüdiger llevaban ya más de ciento cincuenta años sin estar acostumbrados a tratar normalmente con seres humanos!

El pequeño vampiro se había levantado de la silla de relajación.

—¡Venga, vámonos volando! —dijo Anna.

—¿No vas a esperar a Rüdiger? —preguntó Anton.

—No, será mejor que no sepa que he estado aquí…, digo… que hemos estado aquí —respondió ella extendiendo su capa.

Con un par de braceos fuertes se elevó en el aire.

Anton la siguió… dudando si, a pesar de todo, no debería esperar al pequeño vampiro.

Por otra parte… ¡El sábado anterior en la consulta del señor Schwartenfeger Rüdiger se había portado tan mal y de un modo tan poco amistoso que Anton no sentía la más mínima necesidad de que volvieran a tratarle de aquella manera!

Ganas de acción

—¿Y hacia dónde volamos? —preguntó cuando se colocó a la misma altura que Anna.

—¿Que hacia dónde volamos? —repitió ella… más bien con rechazo, como si aquella noche
sus
«ganas de acción» estuvieran ya agotadas.

«¡Espero que no quiera regresar tan pronto a la cripta!», pensó Anton, que después de su papel de mero espectador en casa del señor Schwartenfeger quería a toda costa vivir aún algo emocionante.

—¿Es que no tienes que irte a casa? —le preguntó Anna.

—¿Yo? —dijo Anton—. ¡No!

En ese momento pasaban volando por la torre de una iglesia y Anton vio que las agujas señalaban las diez y media. A sus padres les habían invitado a las despedida de soltera de una compañera de su madre y esas fiestas —Anton lo sabía por experiencia— duraban siempre hasta la madrugada.

—Aún tengo mucho tiempo —declaró él.

Y para «tentar» a Anna añadió:

—Si tú quieres, podríamos probar lo de los baños de luna; es decir, si es que encontramos un lago y el agua no está
demasiado
fría.

Sin embargo, para asombro suyo, Anna sacudió la cabeza y contestó:

—No, ahora tengo que reflexionar sobre lo del señor Schwartenfeger y su programa, y para eso necesito tranquilidad.

Tranquilidad… Aquello sonaba sospechosamente a cripta… ¡A su tranquila Cripta Schlotterstein!

—Y además —añadió Anna—, ¡tengo que ver si esta vez Lumpi está cumpliendo realmente con su obligación!

Anton aguzó el oído.

—¿Lumpi? ¿Otra vez como vigilante de Tía Dorothee y su pretendiente?

—¡Efectivamente! —dijo Anna—. Lumpi y yo lo hemos cambiado. Realmente esta noche me tocaba a

volver a —¡bah!— hacer de dama de compañía de Tía Dorothee como si fuera un perrito faldero. Pero es que, si no, no habría podido ir contigo a casa del señor Schwartenfeger. ¡Lo único que espero es que Lumpi no se haya largado como hizo la otra vez!

Anton notó que con los nervios se le aceleraba el ritmo del corazón. Si Anna tenía que comprobar si Lumpi estaba cumpliendo su servicio con Tía Dorothee… ¡entonces la noche aún podía ser muy emocionante!

—¿Sabes dónde están? —preguntó él.

—Querían ir al depósito de agua —contestó Anna.

—¿Al depósito de agua?

—¡Sí! En la planta baja hay un local que se llama… «El castaño enamorado».

—¡Cómo! ¿Están sentados en un local? —preguntó Anton sin creérselo.

—No, no
dentro
del local —repuso Anna—. Se sientan fuera… ¡Precisamente junto al castaño enamorado!

Anton se rió para sus adentros. «Un castaño enamorado… ¡Pues ese amor tiene que ser muy espinoso!», pensó.

—Sí, allí fuera hay un par de rincones retirados —le explicó Anna.

—¿Rincones para espiar? —preguntó Anton entendiéndola mal a propósito
[4]
.

—¡Sí! —dijo Anna con una risita—. Rincones para sentarse rodeados de rosales. ¡Como en mi cuento!

—¿Como en tu cuento?

—¿Ya no te acuerdas?: la historia del príncipe en el castillo, detrás de los espinos centenarios. Sólo una princesa muy concreta podía traspasar los espinos porque…, bueno, ¡porque podía hacer algo muy especial!

—Ah, sí… —dijo Anton.

Era el cuento de la Bella Durmiente, que Anna había cambiado a su manera. En el cuento de Anna el salvador era, naturalmente, salvadora. Y no una salvadora cualquiera, sino… ¡un vampiro!

—Me decepcionaría mucho que se te hubiera olvidado el cuento —dijo Anna sonriendo—. ¡Bueno, y ahora vámonos volando al depósito de agua!

Su voz volvió a sonar otra vez como Anton la conocía: llena de fuerza y emprendedora.

¡Casi demasiado emprendedora!, le pareció a Anton, quien de repente ya no se sentía tan bien en su pellejo.

Los que están en la oscuridad

Pronto habían llegado ya al pequeño bosquecillo en el que, en un alto, estaba el depósito de agua.

Las ventanas de la planta baja arrojaban una clara luz y de la puerta abierta salía alguna canción de moda. Fuera, delante del depósito, había además algunas mesas con velas encendidas.

Todo tenía un aspecto recogido y atractivo; y sin embargo…

Pensar en que allí abajo estaba Tía Dorothee con su pretendiente, vigilados por Lumpi el Fuerte, le hacía estremecerse a Anton.

—¿Los has visto ya? —preguntó él en voz baja.

—¡Sí!

Anna se dirigió hacia un castaño y aterrizó en su copa.

—Están sentados en la mesa que está alejada de las otras —le informó susurrando cuando Anton se puso al lado de ella—

Además, en su mesa no hay ninguna vela encendida.

—¿No hay
ninguna
vela? —preguntó.

¿Cómo iba a poder reconocer a Tía Dorothee?… Y sobre todo: ¿cómo iba a averiguar si su pretendiente era realmente el paciente misterioso del señor Schwartenfeger, Igno Rante?

—¡Creía que a vosotros os gustaban mucho las velas!

—Y así es —declaró muy digna Anna—. Pero en un sitio tan agarrotado de gente preferimos quedarnos en la oscuridad.

—¿Agarrotado de gente? —repitió Anton poniéndolo en duda.

En primer lugar, según creía él, se decía «abarrotado»; y en segundo lugar, la mayoría de las mesas, por lo que Anton podía ver, estaban vacías.

Al parecer, todos los clientes, excepto Tía Dorothee, su pretendiente y Lumpi —¡a los que además no se les podía llamar precisamente «clientes»!— se habían metido dentro.

En el interior del local parecía haber más gente, aunque en ningún caso podía decirse que estuviera «abarrotado».

Pero es que los vampiros eran muy huraños… ¡Por lo menos por lo que se refería al trato social!

—¿Y Lumpi? —preguntó él—. ¿También está sentado en la misma mesa?

—No, está sentado dos mesas más allá —contestó Anna.

—¿También en la oscuridad?

—Sí.

Anna hizo una pausa.

—Pero ahí hay algo que no encaja… —dijo ella.

—¿Algo que no encaja? ¿Crees tú que podría habernos… descubierto?

—¡No, no da esa impresión! —contestó Anna con una voz que sonó furiosa.

—Entonces, ¿qué es lo extraño?

—Tiene la cabeza apoyada en la mesa, y si mis oídos no me engañan, el muy traidor ¡está roncando!

—¿Está roncando?

Anton estuvo a punto de soltar una carcajada… aunque en aquella situación realmente no se sentía como para reírse. Pero es que un Lumpi dormido haciendo de vigilante de Tía Dorothee…

—Es igual que en tu cuento.

—Ah, ¿sí? —dijo solamente Anna.

—¡Sí! ¡En el cuento de la Bella Durmiente están todos dormidos!

—Tía Dorothee no está dormida —repuso fríamente Anna.

¡Al parecer ella creía que Anton quería burlarse de su cuento!

—Y Lumpi se va a despertar ahora mismo —añadió ella—. ¡De eso me encargo yo!

—¿No irás a despertarle? —preguntó asustado Anton.

¡Si por él fuera, podía dejar que Lumpi siguiera durmiendo! ¡Al fin y al cabo, el propio pequeño vampiro no se había atrevido en una ocasión a molestar a Lumpi, con su imprevisible genio, mientras estaba durmiendo!

—¡Vaya que si le despierto! —dijo Anna—. Lumpi me había prometido firmemente que cumpliría a conciencia con su cometido. ¡Y si se duerme, volverán a echarme la bronca a

!

—¿Te echarán la bronca a ti?

—Sí, igual que la última vez, cuando Lumpi se largó. Después mi abuela, Sabine La Horrible, me regañó a

. ¡Dijo que no hubiera debido imponer sobre Lumpi la carga de ese servicio tan difícil!

Anna agitó rabiosa los puños.

—Imponer… ¡Si él es el mayor!… Pero, nada, lo único que dicen siempre es: piensa que Lumpi se convirtió en vampiro durante la pubertad y que por eso nosotros tenemos que ser comprensivos e indulgentes con sus problemas de adolescente. ¡Ja! ¡Yo no soy nada indulgente si él no cumple con su deber!

Con decisión extendió los brazos por debajo de la capa.

—¡Venga, vamos, Anton!

—Yo… yo preferiría esperar aquí —dijo Anton.

—¿Es que no sientes ninguna curiosidad por ver a Juan Babas? —preguntó Anna.

—¿A quién?

—¡Pues al pretendiente de Tía Dorothee! Yo le llamo Juan Babas porque…, bueno,
tienes
que haberte dado cuenta de cómo se le cae la baba cuando está con Tía Dorothee. ¡Sencillamente diabólico!

Anton vaciló.

—¿Y si me descubre Tía Dorothee?

—Seguro que no —repuso Anna—. Ella y su pretendiente sólo tienen ojos el uno para el otro… Mucho, mucho peor que nosotros dos —añadió riéndose por lo bajo.

—¿Y Lumpi? Rüdiger dice que Lumpi siempre se pone furioso si alguien le molesta cuando está durmiendo.

—Esta vez va a estar muy pacífico —contestó Anna—. ¡Se ha quedado dormido durante el servicio!

Ella extendió los brazos por debajo de su capa y sin hacer ruido se elevó en el aire.

Anton esperó aún un momento.

Cuando vio que ningún vampiro parecía advertir la presencia de Anna la siguió.

Alevosía

Anton aterrizó detrás de un frondoso rosal. A tan sólo unos pasos de distancia estaba la mesa en la que se sentaba Lumpi… o, mejor dicho, sobre la que tenía apoyada su cabeza. Anton percibía con mucha claridad los ronquidos de Lumpi, que iban seguidos por un tono agudo y silbante.

Un poco más allá se podía reconocer a dos figuras cuyas cabezas estaban juntas: una alta y bastante voluminosa y otra más pequeña y delgada.

—¿Son Tía Dorothee y su pretendiente? —susurró Anton dirigiéndose a Anna.

—Sí —le confirmó Anna en voz baja.

—¿Es que no se da cuenta Tía Dorothee de que Lumpi está durmiendo? —preguntó Anton.

—Claro que se da cuenta —contestó Anna—, pero eso a ella le viene de perlas: un vigilante que se duerme en lugar de cuidar de que se mantenga la decencia y la moral… ¡Y luego —añadió airada Anna— va al Consejo de Familia y se queja de que
yo
he hecho el cambio con Lumpi y Lumpi ha estado todo el tiempo roncando!

—¡Pero eso ya es alevosía! —exclamó indignado Anton.

—¡Efectivamente! —se reafirmó Anna—. ¡Pero lo del pretendiente ése es más alevosía aún!

—¿De verdad? —murmuró Anton.

Observó con malestar al pretendiente. Sus cabellos, de un negro intenso, estaban muy repeinados hacia atrás y tenían un brillo aceitoso como si los hubieran tratado con pomada.

—¡Fíjate si será alevosía que pretende incluso instalarse con nosotros! —le explicó Anna.

—¿Con… con vosotros?

—¡Sí! ¡Imagínate: ha pedido en matrimonio a Tía Dorothee!

—¡No! —se le escapó a Anton.

—¡Sí! ¡Y como ella acepte se instalará en nuestra cripta! —dijo Anna soltando un bufido de furia.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Anton.

—¿Que cómo? ¡Pues porque yo no me duermo cuando tengo que vigilar!

—¿Y has oído realmente que le hacía la petición de mano? —preguntó Anton, que seguía sin poder creérselo.

—No sólo eso —dijo—. ¡Él quiere adoptar el apellido de soltera de ella!

—¿Cómo que… el apellido de soltera?

—Tía Dorothee se apellida Von Schlotterstein de nacimiento y es viuda de Von Schlotterstein-Seifenschwein. Y el Juan Babas ése quiere apellidarse también Von Schlotterstein. Dice que ya no se identifica con su propio apellido… ¡Bah!

—Ah, ¿de verdad?

Anton intentó permanecer muy tranquilo. Por fin había llegado la ocasión de preguntarle a Anna por el nombre del misterioso pretendiente.

—¿Tan malo es su apellido?

—¿Malo? —dijo Anna arrugando la comisura de los labios—Rancio, totalmente rancio es lo que es.

—¿Rancio?

A Anton parecía que se le iba a salir el corazón por la boca.

—¡Sí, Igno Rante! —confirmó Anna echándose a reír en alto…, amarga y descuidadamente alto.

Anton vio aterrado que las dos figuras de la mesa giraban sus cabezas y miraban en dirección a donde ellos estaban.

Allí en los matorrales hay algo

—Allí en los matorrales hay algo… —oyó Anton entonces que decía la voz de Tía Dorothee.

—Probablemente sean conejos —dijo Igno Rante.

—¿Conejos?

Tía Dorothee no parecía estar muy convencida.

—¡Sí, seguro! —dijo Igno Rante riéndose y con una voz aguda y artificial—. Conejos que celebran su boda… ¡igual que haremos pronto nosotros, querida mía!

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