El pequeño vampiro y la guarida secreta (5 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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Carraspeó y luego señaló hacia abajo, a la casa del señor Schwartenfeger.

—¡Ya hemos llegado!

El aparato luminoso

Cuando entraron en la sala de consulta había junto al escritorio del señor Schwartenfeger una especie de carro de servir encima del cual Anton vio una caja alta y estrecha. Dentro de aquella caja había varios tubos de cristal colocados verticalmente y muy apretados unos contra otros.

—¿Qué es esto? —preguntó el pequeño vampiro yendo hacia allí vacilante.

—Es un aparato luminoso —le explicó el señor Schwartenfeger.

—¿Un aparato
luminoso
?

—Sí. Es una pantalla que desprende una fuerte luz, aproximadamente tan intensa como la luz del día.

—¿Como la luz del día? —gritó el vampiro—. Pero entonces…

En lugar de terminar la frase soltó un suave gemido.

—Pero si es sólo una luz artificial —le tranquilizó el señor Schwartenfeger—. ¡El aparato no puede hacerte absolutamente nada, Rudolf!

—¿Y usted cómo lo sabe? —bufó el vampiro.

—Lo sé por experiencia —respondió el señor Schwartenfeger—. ¡Mi otro paciente, Igno Rante, habla maravillas de los efectos del aparato luminoso!

—¿De verdad?

Aquello parecía haber convencido al pequeño vampiro.

—¡Espero que os hayáis traído las gafas de sol! —dijo el señor Schwartenfeger.

—¡La bolsa! —le ordenó el pequeño vampiro a Anton—. ¿Tienes la bolsa?

—Sí —gruñó Anton… molesto por el brusco tono del vampiro.

—¡Menos mal! —dijo el vampiro sonriéndose ahora burlón.

Dirigiéndose al señor Schwartenfeger y haciéndose el importante dijo:

—Le he echado una buena bronca a Anton, ¿sabe usted? No se le volverá a olvidar nada en una temporada.

Anton apretó furioso los labios. De un tirón sacó de debajo del jersey la bolsa y se la dio al vampiro. Rüdiger empezó inmediatamente a revolver en ella, pero luego le entraron temblores.

—¡Brrr, tanta cosa amarilla! —gimió tendiéndole la bolsa a Anton con un gesto de repugnancia—. ¡Hurga

ahí dentro!

Anton ni se inmutó.

—¡Hazlo! —vociferó el vampiro.

El señor Schwartenfeger, que debía de presentir una nueva pelea, carraspeó.

—Coger lo de la bolsa puedo hacerlo yo —le ofreció.

Después de buscar un poco encontró las gafas y se las entregó al pequeño vampiro. Éste las cogió en contra de su voluntad manteniéndolas alejadas y cogidas con la punta de los dedos.

—¡Bueno, y ahora te vas a ir a la silla de relajación! —dijo el señor Schwartenfeger… de forma inusitadamente autoritaria, según le pareció a Anton.

Rüdiger gruñó algo y se dejó caer en la butaca, poniendo una cara como si tuviera que mordisquear un limón… o no, peor aún: ¡un diente de ajo!

Anton, que como siempre tuvo que conformarse con la silla dura e incómoda, observó al vampiro medio divertido, medio preocupado. No estaba seguro de si el vampiro, quizás, estaba solamente fingiendo su repulsa hacia las gafas, ¡pues, al fin y al cabo, no era más que una montura de plástico negro con unos cristales oscurísimos!

—Y ahora te vas a relajar, Rudolf —oyó Anton la voz del psicólogo—. Estás muy tranquilo y dejas que tus músculos se suelten…, muy sueltos…

—Con estas asquerosas gafas en la mano no puedo —gruñó el vampiro.

—Sí, ¡sí que puedes! —le contradijo el señor Schwartenfeger—Vas a relajarte mucho… Así… Concéntrate solamente en esa sensación de relajación… Sí, ahora estás extraordinariamente tranquilo… Y ahora ponte lentamente las gafas de sol…

Como si el señor Schwartenfeger hubiera hipnotizado al vampiro con sus ejercicios de relajación, Rüdiger levantó su brazo derecho y se colocó las gafas de sol sobre la nariz.

—¡Muy bien! —le elogió el señor Schwartenfeger—. Sigues estando muy relajado, Rudolf… Apenas notas ya las gafas… Están ahí pero no te molestan… Estás muy suelto y muy relajado…

El pequeño vampiro soltó un suspiro.

Ahora parecía estar relajado por completo, pues incluso sus largas y flacas manos, que casi siempre se hallaban en movimiento, estaban tranquilamente apoyadas en los brazos de la silla.

A Anton aquello le pareció casi un milagro. Se acordó de lo que el señor Schwartenfeger había dicho al principio de la terapia: que si cooperaban, Rüdiger y él quizá podrían conseguir un pequeño milagro.

—Y ahora vamos a encender el aparato luminoso —anunció el señor Schwartenfeger—. Vas a cerrar los ojos y vas a relajarte…

Anton había esperado que el vampiro reaccionaría con miedo o incluso quizá con pánico al encender el aparato. Sin embargo, el vampiro se quedó sentado y por sus estrechos y bastante exangües labios no salió ni una sola palabra de protesta.

—¿Has cerrado los ojos? —se aseguró el señor Schwartenfeger.

—Sí.

—Bien. Sigue muy relajado, Rudolf…

Anton vio excitado cómo el señor Schwartenfeger accionaba un interruptor incorporado en un lateral de la caja.

Durante unos segundos no ocurrió nada, pero luego los tubos de cristal se iluminaron e inundaron la sala de consulta con una luz extraordinariamente clara e intensa.

En un primer momento Anton se quedó como cegado. Cerró con fuerza los ojos y pestañeó.

La luz le recordaba la lámpara de luz roja que había en su casa, que también despedía una luz así de penetrante; sólo que la luz del aparato no era roja, sino blanca.

El señor Schwartenfeger acercó más a la silla de relajación el carro del aparato luminoso.

Era estremecedor ver allí sentado a Rüdiger sin moverse para nada mientras la luz se reflejaba en los oscuros cristales de sus gafas de sol. ¡Igual que en una película de terror que Anton había visto una vez!

—Bueno, y ahora vas a abrir los ojos y vas a mirar muy relajado a la luz —ordenó el señor Schwartenfeger al pequeño vampiro—. Estás muy suelto… Estás muy relajado… y ahora tu vista se dirige hacia la luz… Y tú sigues tranquilo, muy tranquilo…

La cabeza del vampiro se movió, pero con los reflejos en los cristales de las gafas no pudo comprobar si Rüdiger había abierto realmente los ojos.

En aquel momento llamaron a la puerta.

Con tanto secreto

Anton se sobresaltó. Y también el señor Schwartenfeger puso cara de desconcierto.

El psicólogo, sin embargo, se rehizo rápidamente y en su tono mesurado le dijo al pequeño vampiro:

—¡Quédate sentado, Rudolf! Sigue sentado, muy tranquilo y relajado. Y ahora cierra los ojos… Has cerrado los ojos y estás muy relajado… Sí… Así… ¡Y ahora vuelvo enseguida!

Rechinándole la suela de los zapatos, el señor Schwartenfeger se dirigió hacia la puerta.

Allí habló —bastante excitado, según le pareció a Anton— con su mujer, pues, como Anton había supuesto, había sido ella la que había llamado a la puerta.

Anton aguzó el oído, pero sólo pudo pescar un par de cosas sueltas de la conversación: «demasiado pronto», le oyó decir al señor Schwartenfeger, y «precisamente en el momento decisivo».

Se fijó en el pequeño vampiro, que estaba sentado sin moverse en la silla de relajación. No se podía distinguir si Rüdiger tenía los ojos abiertos o cerrados. Mientras Anton le estaba observando regresó el señor Schwartenfeger.

El psicólogo se quedó de pie junto a Anton, le puso una mano en el hombro y le dijo susurrando:

—Te llaman por teléfono, Anton.

—¿Por teléfono? ¿A mí? —repitió Anton—. ¡Pero si ni siquiera ha sonado!… —dijo señalando el teléfono que había sobre el escritorio del señor Schwartenfeger.

—¡Chiss, no hables tan alto! —contestó el señor Schwartenfeger mirando preocupado a Rüdiger—. Mi mujer ha pasado la llamada a su despacho —le explicó luego en voz baja.

—Ah, es por eso… —murmuró Anton.

Mirando inseguro al vampiro, que seguía allí sentado sin moverse y con la cara vuelta hacia el aparato luminoso, casi como si se hubiera quedado dormido, Anton abandonó la sala de consulta.

La señora Schwartenfeger le estaba esperando en el pasillo.

Llevaba moño, como siempre; aunque en aquella ocasión lucía unos pendientes grandes y brillantes y un collar de perlas.

Le hizo un gesto amable con la cabeza a Anton y fue delante de él… hacia su «despacho», que no era más que una estrecha y angosta habitación que había junto a la puerta de entrada.

—La llamada telefónica… —dijo Anton con voz ronca—. ¿Quién es?

La señora Schwartenfeger se volvió hacia él, sonrió… y se quedó callada.

«¡Con tanto secreto debe de ser alguien muy importante!», pensó Anton.

Pero, ¿quién? Anton no le había contado a nadie —ni siquiera a sus padres— que aquella noche iba a estar en la consulta del señor Schwartenfeger. Luego, de repente, tuvo una idea: ¡Anna!

Debía haberse enterado por Rüdiger de que tenía hora con el psicólogo y de que Anton le acompañaba. Anton notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban.

Seguro que Anna le iba a pedir explicaciones… por su comportamiento en la fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul. Y por eso que Anton había intentado incluso salir tras ella, pero es que Rüdiger se lo había impedido. ¿Debería pedirle disculpas a Anna a pesar de todo?

La señora Schwartenfeger abrió la puerta de su habitación y le hizo una seña con la cabeza. Titubeando, Anton entró con sensación de malestar.

Su mirada se dirigió hacia la ventana, allí estaba Igno Rante aquella noche que Anton echó solamente un rápido vistazo para que le dieran hora para otro día. Entonces toda la habitación estaba llena de un repelente olor a lirios del valle, mezclado con —de eso a Anton no le cabía ninguna duda— un ligero olor a podredumbre. Sólo pensar en encontrarse por segunda vez con Igno Rante le hacía estremecerse a Anton.

—¡Ponte cómodo, Anton! —le dijo la señora Schwartenfeger señalándole un mullido sofá marrón.

Ella tomó asiento junto al escritorio… en una dura silla.

Anton examinó el sofá. ¡Hubiera podido jurar que aquella vieja y buena pieza no estaba allí la última vez!

Justo cuando Anton iba a sentarse, su vista fue a dar con el teléfono… y se quedó paralizado: el auricular no estaba apartado del aparato, ¡sino colgado!

Miró a la señora Schwartenfeger mudo de asombro.

—¡Siéntate, Anton! —le dijo ella amablemente pero con firmeza.

Anton, perplejo, tomó asiento.

—El teléfono… —empezó a decir—. Alguien debe de haber colgado el teléfono…

«¡Y ahora Anna sí que se va a poner furiosa conmigo!», se le pasó por la cabeza a Anton.

—Te lo voy a explicar —respondió la señora Schwartenfeger— ¡Tú ya conoces el programa que mi marido ha desarrollado contra las fobias!

—Sí…

—Mi marido ha estado muchos años trabajando en ese programa —continuó ella en un tono serio y solemne—. ¡Y ahora, después de tanto tiempo y de tantas privaciones, está en puertas!

Hizo una pausa.

—¿En puertas? —repitió Anton, que no estaba seguro de a qué se refería.

—¡Sí! Pronto se sabrá si su programa funciona realmente —dijo la señora Schwartenfeger—. ¡Y tú, Anton, espero que nos ayudes a conseguirlo!

Se calló y le sonrió a Anton… con excesiva confianza, según le pareció a Anton. Él volvió la vista hacia el teléfono.

—La llamada… Quiero decir: ¿quién quería hablar conmigo?

—¡Escúchame un momento! —dijo la señora Schwartenfeger sin hacer caso a su pregunta—. En esta fase decisiva que acaba de comenzar —explicó ella entonces—, lo más importante es que mi marido pueda trabajar con Rudolf en óptimas circunstancias. Lo comprendes, ¿no?

Anton asintió.

—Sí, y por eso tenía que sacarte hoy de la sala de consulta…, para que esperes en mi cuarto hasta que acabe la sesión. Lo que pasa es que debo de haber llegado demasiado pronto… —dijo carraspeando.

—Por cierto… —añadió ella sacando de un cajón dos tebeos, una tableta de chocolate y una bolsa de caramelos—. Toma, para que endulces la espera.

—Ahora empiezo a entenderlo —dijo Anton inspirando profundamente—. ¡Lo de la llamada de teléfono sólo era un truco!

—No, yo no lo llamaría así —le contradijo la señora Schwartenfeger—. Es un paso necesario en la terapia.

—¿Un paso en la terapia?

—¡Sí! Rudolf tiene que aprender que puede sacar adelante el programa él solo. ¡Sólo cuando haya aprendido eso podrá tener el tratamiento de su fobia al sol un éxito profundo y duradero!

Excluido

Anton no repuso nada. ¡Le indignaba que el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran echado mano de un truco como aquel! (Según él lo veía, seguía siendo un truco).

Aunque comprendía que para el pequeño vampiro era importante, o incluso vital, seguir el programa él solo y sin su ayuda… al pensar que Rüdiger estaba ahora en la sala de consulta, quizás haciendo ya los ejercicios con el aceite bronceador y el chándal amarillo, a Anton le hacía sentirse engañado… y excluido.

La señora Schwartenfeger pareció darse cuenta de su decepción.

—¡Puedo imaginarme muy bien qué es lo que sientes, Anton! —dijo ella—. ¡Pero piensa en Rudolf… y en lo hermosa que puede ser la vida para él cuando haya superado el miedo a los rayos del sol!

—¿La vida? —se sonrió ligeramente Anton con ironía.

—¡Qué triste y qué desconsolada ha tenido que ser su existencia hasta ahora! —siguió diciendo con mucho sentimiento la señora Schwartenfeger—. Lejos de la luz del sol, condenado a la eterna oscuridad. Créeme: ¡si la terapia tiene éxito, Rudolf te estará muy pero que muy agradecido!

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