El pequeño vampiro y la guarida secreta (3 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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—¡Ahora vamos, Rüdiger!

Anton se fue decidido hacia la puerta.

Cuando vio que el pequeño vampiro le seguía apretó el timbre de la puerta del señor Schwartenfeger: dos timbrazos cortos y dos largos, como habían acordado.

Se acercaron unos pasos pesados y poco después se encontraban ante el señor Schwartenfeger.

—¡Ya creía que no ibais a venir! —dijo.

Anton le dirigió una mirada al vampiro y contestó irónicamente:

—Sólo ha habido un par de problemas con el vuelo.

—¿Con el vuelo? —dijo el señor Schwartenfeger sonriendo satisfecho; probablemente creía que era una broma—. Temía que Rudolf pudiera haberse decidido en contra de la terapia.

—No, no…
¡a favor!
—repuso desgañifándose el vampiro.

—¡Me alegro de veras! —dijo el señor Schwartenfeger suspirando profundamente—. Pero, entrad, entrad.

Anton entró y el pequeño vampiro le siguió vacilando.

—¿Y de qué tipo eran vuestros problemas? —preguntó el psicólogo mientras subían los escalones hacia la consulta.

—Bueno… —dijo Anton mirando de soslayo al vampiro y sonriendo burlón—. Estas viejas capas de vampiro con sus mil agujeros… no están demasiado protegidas contra el viento que digamos. Y Rü…, digo…, Rudolf ha sido hoy bastante lento.

—¿Lento yo? —exclamó indignado el pequeño vampiro.

Anton pasó completamente por alto la objeción.

—Es que la salud de Rudolf está algo afectada, ¿sabe usted? —dijo.

—¡Ja! —bufó el vampiro cruzándosele en el camino a Anton y colocándole amenazante los puños debajo de la nariz—.

sí que vas a estar afectado enseguida… ¡Traidor!

—¡Pero es posible!… —exclamó el señor Schwartenfeger, que también se había detenido—. ¡Apenas habéis llegado y ya estáis arremetiendo el uno contra el otro!

—¿Nosotros? —bufó el pequeño vampiro—. ¡Anton es el que arremete contra mí!

—Y también es Anton el que agita los puños, ¿no? —repuso el señor Schwartenfeger.

El pequeño vampiro dejó caer los brazos y siseó:

—¡Es usted parcial!

El psicólogo, sin embargo, permaneció muy tranquilo.

—Creo que sería mejor que Anton se quedara hoy en la sala de espera —declaró.

El pequeño vampiro enmudeció durante unos segundos. Luego exclamó:

—¡Sin Anton no quiero relajarme! ¡Cómo no esté Anton, puede usted olvidarse de su terapia, sí señor!

—Está bien… —cambió de actitud el señor Schwartenfeger—. Entremos los tres en mi consulta.

—Pero se quedará Anton, ¿no? —se aseguró otra vez el pequeño vampiro.

—¡Con la condición de que tú seas algo más amable! —declaró Anton sonriendo irónicamente.

—¡Súper amable! —gruñó el vampiro.

Boxeo sin contrario

En la sala de consulta del psicólogo el pequeño vampiro se dirigió sin rodeos a la ancha silla de relajación, forrada de cuero verde, en la que se había sentado durante la sesión de prueba.

Tomó asiento y empezó a ejecutar extraños movimientos con los brazos…, como si hubiera hecho un curso de boxeo sin contrario.

—¿Quieres enseñarnos algo con tus gestos, Rudolf? —preguntó el señor Schwartenfeger, que estaba sentado como en un trono en su silla giratoria detrás del escritorio repleto, como siempre, de documentos y libros y observaba con atención al vampiro.

—¿Cómo que… enseñar? —gruñó el vampiro.

—Lo que estás haciendo parece muy misterioso —opinó el psicólogo.

—¿Misterioso? —repitió el pequeño vampiro—. ¡Me estoy relajando!

—Ah, vaya…

El señor Schwartenfeger se rascó la barbilla. Era evidente que le resultaba penoso no haber reconocido como tales los «ejercicios de relajación» de Rüdiger.

Pero inmediatamente después se sobrepuso y con su voz tranquila y amable de psicólogo dijo:

—¡Bueno, es maravilloso que ya hayas empezado! Así podremos iniciar de inmediato los ejercicios…, si estás de acuerdo.

—Claro que estoy de acuerdo —resopló el vampiro—. ¿Es que acaso no se ve que estoy ardiendo de ganas de hacer el programa?

—¿Ardiendo? —dijo el señor Schwartenfeger con una posecilla —Sí, hoy estás algo menos pálido que la última vez.

Anton no pudo evitar sonreír irónicamente.

«¡No es de extrañar, sintiendo Rüdiger un amor tan ardiente!», pensó…, pero prefirió guardárselo porque no quería provocar una nueva discusión.

Se sentó lleno de expectación en la vieja y dura silla de madera que había delante del escritorio del señor Schwartenfeger y observó cómo el psicólogo empezaba ya con el entrenamiento:

—Cierra el puño derecho, Rudolf. Muy fuerte… Mantén la tensión, así… Y ahora suelta los dedos, distiéndelos… Estás muy relajado…

Anton vio que el pequeño vampiro parecía aquel día mucho más concentrado y también parecía no estar ya tan temeroso y tan agarrotado. Rüdiger interrumpió el programa una sola vez porque sus brazos, según dijo, «pesaban más que un ataúd de plomo». Por lo demás, siguió sin rechistar las instrucciones que le daban, relajando los brazos, la nuca y después los hombros.

La extraña y concentrada calma que acompañaba aquellos ejercicios se trasladó incluso a Anton.

Apenas se atrevía a respirar.

Sólo cuando el pequeño vampiro tuvo que relajar los músculos de la cara se deshizo aquel estado de ánimo especial.

De repente a Anton le costó trabajo no explotar de risa, pero es que era demasiado cómico ver cómo al pequeño vampiro le salían arrugas transversales en la frente y parecía un triste perro teckel.

Después el vampiro tuvo que cerrar los ojos.

Anton vio sorprendido cómo en aquella ocasión Rüdiger ni siquiera parpadeó. Dirigió una mirada de aprobación al señor Schwartenfeger.

¡Las instrucciones reposadas y firmes del psicólogo parecían producir sobre el pequeño vampiro un efecto casi hipnótico!

—¡Y ahora vas a contar lentamente hacia atrás empezando desde cinco! —prosiguió el señor Schwartenfeger—. Y luego dirás: «¡Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado!», ¡y abrirás los ojos!

El pequeño vampiro empezó a contar con voz amortiguada:

—Cinco… Cuatro… Tres… Uno… Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado…

Abrió los ojos y silbó suavemente entre los dientes.

—Realmente estoy completamente despierto y despejado —dijo, y con una voz áspera y gutural añadió—: ¡Su programa es casi tan bueno como una transfusión de sangre, ja, ja, ja!

Anton se estremeció, pero el señor Schwartenfeger sonrió halagado.

—¡Estoy muy contento de que tenga para ti un efecto tan positivo! —dijo—. Mi otro paciente, Igno Rante, después de las primeras sesiones siempre se quejaba de que tenía dolores de cabeza.

—¿Dolores de cabeza? —dijo el vampiro dándose golpecitos en la frente—. Esa palabra es desconocida para mí —y añadió fanfarroneando—: ¡Es que depende siempre de la cabeza que tenga uno!

—¡O de lo idiota que sea uno! —completó Anton.

Apenas se le escapó aquello, podría haberse abofeteado por hacer esa tonta observación. Pero el pequeño vampiro no se dignó dirigirle una mirada a Anton… como si no hubiera oído la observación.

El sol sale cada día

—Por mí podemos hacer tranquilamente un par de ejercicios más —declaró entonces el pequeño vampiro dirigiéndose al señor Schwartenfeger.

—Pero yo no quisiera que te esfuerces demasiado, Rudolf —contestó el psicólogo.

—Bah… —dijo el vampiro—. Estoy acostumbrado a que me machaquen los nervios.

—¿De veras? —inquirió el señor Schwartenfeger, que parecía afectado.

—Bueno, es que… —dijo el vampiro sonriendo irónicamente y señalando con un gesto de cabeza a Anton—. ¡Cuando uno es amigo… digo… conocido de uno como ése!

En un primer momento Anton fue a contestarle con algo malo, pero luego se dijo a sí mismo que era la venganza de Rüdiger por lo de «lo idiota que sea uno» y, así, se limitó a lanzar al vampiro una mirada furiosa.

—¡No, realmente creo que ya ha sido bastante por hoy! —declaró el señor Schwartenfeger. Era evidente que sentía que se respiraba en el ambiente una nueva pelea entre Anton y el pequeño vampiro—. ¡Vamos a dejarlo para el próximo sábado, Rudolf!

—¡Pero yo quiero hacer otro ejercicio más! —se empeñó el pequeño vampiro.

—Hummm… —dijo el señor Schwartenfeger mesándose el bigote—. Bueno, pues entonces podríamos hacer un par de ejercicios más con las cosas amarillas…, si tú quieres.

—¡No… no puede ser! —balbució Anton.

El señor Schwartenfeger le miró sorprendido.

—¿Por qué no?

—Es que yo…, la bolsa con las cosas amarillas… Me la he dejado en casa; en mi armario.

—¿En tu armario? —bufó el pequeño vampiro—. Dime; ¿para qué te traigo, si tienes menos memoria que un colador…, sólo que encima con más agujeros?

—Lo siento —dijo apocado Anton.

—¿Cómo que lo sientes? ¿Nada más? —gruñó el pequeño vampiro—. Por tu culpa tengo ahora un retraso de semanas en el programa… ¡Sí señor!

—No, en eso eres injusto, Rudolf —se inmiscuyó entonces el señor Schwartenfeger—. Al fin y al cabo, a cualquiera le puede ocurrir que se olvide de algo. Y lo de un retraso de semanas en el programa… pues, en fin, para decirlo suavemente: ¡Quizá sea un poco exagerado!

El pequeño vampiro frunció con disgusto la boca pero no repuso nada.

—Y además —siguió diciendo el señor Schwartenfeger en tono más conciliador—, ¡no estamos, ni mucho menos, supeditados a las cosas amarillas! Lo vas a ver ahora mismo, Rudolf.

Le asintió con la cabeza al vampiro y con gesto misterioso abrió uno de los cajones de su escritorio…, pero sólo un poco, de tal forma que ni Anton ni Rüdiger pudieron ver lo que contenía.

—Te gusta la música, ¿no? —le preguntó.

—¡Claro que sí! —le contestó el vampiro.

—¡Entonces escucha con atención! —dijo el señor Schwartenfeger echando mano al cajón, del que, inmediatamente después, salió una música suave y de sonido algo metálico.

Era una melodía que a Anton le resultaba conocida.

Escuchó atentamente… y de pronto supo qué canción era aquella: «El sol sale cada día».

«¡Y el señor Schwartenfeger tiene que ir a ponerle justo esta canción al pequeño vampiro!», pensó mirando preocupado a Rüdiger.

Sin embargo, éste estaba recostado en su silla verde y parecía escuchar arrobado y con muchísima atención.

—¿Te gusta esta música? —preguntó el señor Schwartenfeger.

—¡Sí! —dijo el vampiro—. ¡Es justo la apropiada para Olga y para mí!

—¿Conoces la canción?

—No, ¿por qué?

—Se titula «El sol sale cada día
[1]
»

—¿Cada día… el sol? —dijo el vampiro soltando un gemido.

—Sí. ¡Pero no dejes que el título te ponga nervioso! —le recomendó el señor Schwartenfeger volviendo a hacer un nuevo movimiento dentro del cajón, con lo que la canción sonó otra vez—. ¡Atiende sólo a la música! —dijo con su voz profunda y un poco adormecedora—. ¡Estás muy relajado y sólo escuchas la música!

El pequeño vampiro se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—Y ahora yo cantaré en voz baja la letra —le anunció el señor Schwartenfeger.

—¡Oh, no! —murmuró Anton.

Entonces, efectivamente, el señor Schwartenfeger, aunque muy contenido, empezó a cantar:

«El sol sale cada día en la maravillosa ronda de los bosques. Y la bella y recelosa hora de la creación emprende su camino cada mañana.»

Para asombro de Anton, el pequeño vampiro siguió tumbado muy tranquilo… a pesar del «sol naciente» y de «la bella y recelosa hora de la creación».

¿Así, sin más?

Mientras cantaba, el señor Schwartenfeger observaba al pequeño vampiro… con atención y un poco preocupado, según le pareció a Anton.

Sin embargo, Rüdiger mantenía los ojos cerrados y no daba muestras ni de repulsa ni de miedo.

—¿Te gustaría enterarte ahora de dónde sale la música, Rudolf? —preguntó el señor Schwartenfeger cuando terminó de cantar.

—No —contestó el pequeño vampiro sin abrir los ojos—. Pero oírla otra vez sí que quiero.

—¡Podrás escuchar esta música todas las veces que quieras! —dijo misteriosamente el psicólogo.

—¿Todas las veces que quiera? —repitió el pequeño vampiro entreabriendo un poco los ojos—. Entonces quiero oírla ahora —declaró—. ¿Por qué no empieza usted?

—¡Porque eres

quien tiene que empezar! —repuso el señor Schwartenfeger.

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