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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (33 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pero yo no me tenía tan bien granjeado el amor de nana
Felipa, a pesar de que me crió, como dicen. Aguantó como
las buenas mujeres los nueve días de luto en casa, y no fue lo
más el aguantarlos, sino el darme de comer en todos ellos a
costa de mil drogas y mil bochornos, pues ya no había quedado
ni estaca en pared.

Pero viendo mi sinvergüencería, me dijo: Pedrito, ya
ves que yo no tengo de donde me venga ni un medio, yo estoy en cueros
y he estado sin conveniencia por servir y acompañar al alma
mía de señora, que de Dios goce; pero ahora, hijito, ya
se murió, y es fuerza que vaya a buscar mi vida, porque
tú no lo tienes ni de donde te venga, ni yo tampoco, y asina
¿qué hemos de hacer? Y diciendo esto, llorando como una
niña y mudándose para la calle fue todo uno, sin poderla
yo persuadir a que se quedara por ningún caso. Ella hizo muy
bien. Sabía el pan que yo amasaba, y la vida que le
había dado a mi pobre madre; ¿qué esperanzas le
podían quedar con semejante vagamundo?

Cátenme ustedes solo en mi cuarto mortuorio, que ganaba
veinte reales cada mes, y no se pagaba la renta siete; sin más
cama, sábanas ni ropa que la que tenía encima; sin tener
que comer ni quien me lo diera; y en medio de estas cuitas va entrando
el maldito casero apurándome con que le pagara,
haciéndome la cuenta de veinte por siete son ciento cuarenta,
que montan diez y siete pesos cuatro reales, y que si no le pagaba, o
le daba prenda o fiador, vería a un juez y me pondría en
la cárcel.

Yo, temeroso de esta nueva desgracia, ofrecí pagarle a otro
día, suplicándole se esperara mientras cobraba cierto
comunicado de mi madre.

El pobre lo creyó, y me dejó. Yo no perdí
tiempo, le escribí un papel en que le decía que al buen
pagador no le dolían prendas, y que en virtud de eso le
hacía cesión de bienes de todos los trastos de mi casa,
cuya lista quedaba sobre la mesa.

Hecha la carta, cerrada con oblea y entregada con la llave a la
casera, me salí a probar nuevas aventuras y a andar mis
estaciones, como veréis en el capítulo que sigue.

Pero antes de cerrar éste, sabréis cómo a otro
día fue el casero a cobrar, preguntó por mí,
diéronle el papel, lo leyó, pidió la llave,
abrió el cuarto para ver los trastos, y se fue hallando con el
papel prometido que decía:

LISTA de los muebles y alhajas de que hago cesión a don
Pánfilo Pantoja, por el arrendamiento de siete meses que debo
de este cuarto.
A saber.

Dos canapés y cuatro sillitas de paja, destripados y llenos
de chinches.

Una cama vieja que en un tiempo fue verde, también con
chinches.

Una mesita de rincón, quebrada.

Una ídem grande ordinaria, sin un pie.

Un estantito sin llave y con dos tablas menos.

Un petate de a cinco varas, y en cada vara cinco millones de
chinches.

Un nichito de madera ordinaria con un pedazo de vidrio, y dentro un
santo de cera, que ya no se conoce quién es por las injurias
del tiempo.

Dos lienzos grandes que por la misma causa no descubren ya sus
pinturas, pero sí el cotense en que las pusieron.

Dos pantallitas de palo viejas, doradas, una con su luna quebrada y
otra sin nada.

Una papelera apolillada.

Una caja grande sin fondo ni llave.

Un baúl tiñoso de pelo y muy anciano.

Una silla poltrona coja.

Una guitarra de tejamanil sorda.

Unas despabiladeras tuertas.

Una pileta de agua bendita de Puebla, despostillada.

Un rosario de Jerusalén con su cruz embutida en concha, sin
más defecto que tres o cuatro cuentas menos en cada diez.

Un tomo trunco del Quijote sin estampas.

Un Lavalle viejito y sin forro.

Un promontorio de novenas viejas.

Un candelero de cobre.

Una palmatoria sin cañón.

Dos cucharas de peltre y un tenedor con un diente.

Dos posillos de Puebla sin asa.

Dos escudillas de ídem y cuatro platos quebrados.

Una baraja embijada.

Como veinte relaciones y romances, y otros impresos sueltos.

Entre ollitas y cazuelas buenas y quebradas, doce piezas.

Un casito agujerado.

Un pedazo de metate.

Un molcajete sin mano.

La escobita del vasín.

La olla del agua.

El cántaro del pozo.

El palito de la lumbre.

La tranca de la puerta.

Una borcelana cascada.

Dos servicios útiles pocos vacíos.

Todo esto para el señor casero, encargándole que si
sobrare algún dinero después de pagada su deuda, lo
invierta por bien de la difunta. México 15 de Noviembre de
1789.
Pedro Sarmiento
.

Se daba al diablo el triste casero con semejante vista, mientras
yo, según os dije, me ocupaba en otras atenciones más
precisas.

Capítulo II

Solo, pobre y desamparado Periquillo de sus
parientes, encuentra con Juan Largo, y por su persuasión abraza
la carrera de los Pillos en clase de
cócora
de los
juegos

Viéndome solo, huérfano y
pobre, sin casa, hogar, ni domicilio como los maldecidos
judíos, pues no reconocía feligresía ni vecindad
alguna, traté de buscar, como dicen, madre que me envolviera; y
medio roto, cabizbajo y pensativo, salí para la calle luego que
entregué a la casera la lista de mis exquisitos muebles.

El primer paso que di fue ir a tentar de paciencia a mis parientes
paternos y maternos, creyendo hallar entre ellos algún consuelo
en mis desgracias; pero me engañé de medio a medio. Yo
les contaba la muerte de mi madre y mi orfandad y desamparo, rematando
el cuento con implorar su protección, y unos me decían
que no habían sabido la muerte de su hermana, otros se
hacían de las nuevas, todos fingían condolerse de mi
suerte; pero ninguno me facilitó el más mínimo
socorro.

Despechado salía yo de cada casa de las de ellos,
considerando que no había tenido ningún pariente que
tomara interés en mi situación sino mi difunta madre, a
quien comencé a sentir con más viveza, al mismo tiempo
que concebí un odio mortal contra toda la caterva de mis
desapiadados tíos.

¿Es posible, decía yo, que éstos son los parientes en
el mundo? ¿Tan poco se les da de ver perecer a un deudo suyo y tan
cercano? ¿Éstas son las leyes que se guardan de la naturaleza?
¿Así respeta el hombre los derechos de la sangre? ¿Y
así hay locos que se fíen en sus parientes?

Cuando vivía mi padre, cuando tuvo alguna proporción,
e iban a casa a que los sirviera, estos mismos me hacían mil
fiestas, y aun me daban mis mediecillos para fruta, y si había
alguna diversioncita o era, como dicen, día de manteles largos,
todos todos iban de montón, y muchos sin esperar el convite;
pero cuando estas cocas se acabaron, cuando la pobreza se
apoderó de mi casa y ya no hubo qué raspar, se retiraron
de ella, y ni a mí ni a mi madre nos volvieron a ver para
nada. No es mucho, pues, que ahora salga yo con tan mal expediente de
sus casas. Todavía me debo dar las albricias de que no me han
negado, ni me han echado a rodar las escaleras.

Si algún día tengo hijos, les he de aconsejar que
jamás se atengan a sus parientes, sino al peso que sepan
adquirir. Éste sí es el pariente más cercano, el
más liberal, el más pronto y el más útil
en todas ocasiones. Que esotros parientes al fin son de carne y hueso
como cualquier animal, ingratos, vanos, interesables e
inservibles. Cuando su deudo tiene para servirlos lo visitan y lo
adulan sin cesar; pero si es pobre como yo, no sólo no lo
socorren, sino que hasta se avergüenzan del parentesco.

Embebecido iba yo en estas consideraciones y temblando de
cólera contra mis indignos deudos, cuando al volver una esquina
vi venir a lo lejos a mi amigo Juan Largo. Un vuelco me dio el
corazón de gusto creyendo que tal encuentro no podía
menos que serme feliz.

Luego que nos vimos cerca, me dijo él: ¡oh Periquillo,
amigo! ¿Qué haces? ¿Cómo estás? ¿Qué es
de tu vida? Yo le conté mis cuitas en un instante, concluyendo
con hartar de maldiciones a mis tíos. ¿Pues y qué te han
hecho esos señores, me dijo, que estás con ellos de tan
mal talante? ¿Qué me han de hacer, contesté yo, sino
despreciarme y no favorecerme ninguno, olvidando que tengo sangre
suya, y que a mi padre debieron mil favores?

Tienes razón, dijo Juan Largo, los parientes del día
son unos malditos y ruines. A mí me acaba de suceder un poco
peor con el perro viejo de mi tío don Martín. Has de
saber que desde que falto de esta ciudad, que ya es cerca de un
año, me he estado con él en la hacienda; pues un vaquero
condenado me levantó el falso testimonio habrá quince
días de que yo había vendido diez novillos, y te puedo
jurar, hermano, que sólo fueron siete, pero hay gentes que se
saldrán de misa por decir una mentira y quitar un
crédito.

Ello es que el tío lo creyó de buenas a primeras, y
me achacó todo lo que se había perdido en la hacienda
desde que yo estaba allá, me conjuró y me amenazó
para que lo confesara; pero yo jamás he sido más
prudente, ni he tenido más cuenta con mi lengua. Callé y
callara por toda la eternidad, si por toda ella me exigieran estas
confesiones, por lo cual enfadado el don Martín me
encerró en un cuarto y con un bejuco de esos de los cabos de
regimiento me dio una tarea de palos que hasta hoy no puedo volver en
mí; y no paró en esto, sino que quitándome todos
los trapillos regulares que tenía yo, y mis dos caballitos, me
echó a la calle, quiero decir, al camino que era la calle
más inmediata a su casa, jurándome por toda la corte del
cielo que si me volvía a ver por todos aquellos contornos, me
volaría de un balazo, añadiendo que era yo un
pícaro, vagamundo, ladrón y mal agradecido, que lo
estaba saqueando, después de comerle medio lado. Y así,
noramala, pícaro, me decía, noramala, que tú no
eres mi sobrino como has pensado, sino un arrimado miserable y
vicioso, por eso eres tan indiano, que yo no tengo sobrinos
ladrones.

Hasta este punto llegó el enojo de mi tío, y
viéndome abandonado, pobre, apaleado y en la mitad del camino,
resolví venirme a esta capital como lo
verifiqué. Habrá ocho días o diez que
llegué; luego luego fui a buscarte a tu casa, no te
hallé en ella ni quién me diera razón
dónde vivías. He encontrado a Pelayo, a
Sebastián, a Casiodoro, al mayorazgo y a otros amigos, y todos
me han dicho que cuánto ha que no te ven. He preguntado por ti
a Chepa la Guaja, a la Pisaflores, a Pancha la Larga, a la Escobilla y
a otras, y todas me han contestado diciéndome que no saben
dónde vives. En fin, en este corto tiempo no he perdido momento
por saber de ti, y todo ha sido en vano. Dime, pues, ¿por qué
les has excusado tu casa?

Yo le respondí que lo uno porque no me fueran a cobrar
algunos picos que debía, y lo otro porque mi casa era un
cuartito miserable y tan indecente que me daba vergüenza que me
visitaran en él.

Aprobó mi arbitrio Januario, a quien le dije: y tú
ahora ¿en qué piensas? ¿De qué te mantienes?
De
cócora en los juegos
, me respondió, y si tú
no tienes destino, y quieres pasarlo de lo mismo, puedes
acompañarme, que espero en Dios
[71]
que no nos moriremos de hambre, pues más ven cuatro ojos que
dos. El oficio es fácil, de poco trabajo, divertido y de
utilidad. ¿Conque quieres?

Tres más, dije. Pero dime: ¿qué cosa es
ser
cócora
de los juegos, o a quiénes les
llaman así? A los que van a ellos, me dijo Januario, sin
blanca, sino sólo a
ingeniarse
, y son personas a
quienes los jugadores les tienen algún miedo, porque no tienen
qué perder, y con una ingeniada muchas veces les hacen un
agujero.

Cada vez, le dije, me agrada más tu proyecto, pero dime:
¿qué es eso
de
ingeniarse
[72]
? Ingeniarse, me
contestó Januario, es hacerse de dinero sin arriesgar un ochavo
en el juego. Eso debe ser muy difícil, dije yo, porque
según he oído decir todo se puede hacer sin dinero menos
jugar.

No lo creas, Perico. Los
cócoras
tenemos esa
ventaja, que nos ingeniamos sin blanca, pues para tener dinero,
llevando resto al juego, no es menester habilidad sino dicha y
adivinar la que viene por delante. La gracia es tenerlo sin
puntero.

Pues siendo así,
cócora
me llamo desde este
punto; pero dime, Juan, ¿cómo se ingenia uno? Mira, me
respondió, se procura tomar un buen lugar (pues vale más
un asiento delantero en una mesa de juego, que en una plaza de toros),
y ya sentado uno allí, está
vigiando
al
montero
[73]
para cogerle un
zapote
[74]
o
verle una
puerta
[75]
, y entonces se da
un
codazo
[76]
, que algo le toca al denunciante en
estas topadas. O bien procura uno
dibujar
las
paradas
[77]
,
marcar
un naipe
[78]
,
arrastrar
un muerto
[79]
, o cuando no se pueda nada
de esto,
armarse
con una apuesta
[80]
al tiempo que
la paguen, y entonces se dice: yo soy hombre de bien, a nadie vengo a
estafar nada, y voto a este santo, y juro al otro, y los diablos me
lleven si esta apuesta no es mía; y se acalora la cosa
más, añadiendo: ¿es verdad don Fulano?
Dígalo usted don Citano, de suerte que al fin se queda en duda
de quién es el dinero, y el que tiene la apuesta gana. Esta
ingeniada es la más arriesgada, porque puede uno topar con un
atravesado que se la saque a palos, pero esto no es lo corriente, y
así en las apuradas es menester arriesgarse. Ello es que yo
nunca me quedo sin comer ni sin cenar, pues como no hayan pegado las
otras diligencias, y el juego esté para acabarse, me llevara yo
seis u ocho reales en la bolsa cogiéndome una parada mas que
fuera de mi madre. Pero has de advertir desde ahora para entonces, que
nunca te atrevas a arrastrar muertos, ni te armes con paradas que
pasen ni aun lleguen a un peso, sino siempre con muertos chiquillos, y
paraditas de tres a cuatro reales, que pagados siempre son dobles, y
como el interés es corto se pasan, no se advierte en
cuál de los dos que disputan está el dolo, y uno sale
ganancioso; lo que no tiene con las paradas grandes, porque como que
interesan, no se descuidan con ellas, sino que están sus amos
pelando tantos ojos sobre su dinero, y ahí va uno muy
expuesto.

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