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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (35 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No así los que van al juego a
flechar
el dinero que
les ha costado su sudor y su trabajo, pues como saben lo que cuesta
adquirirlo, le tienen amor, lo juegan con
conducta
, y
éstos siempre son cobardes para apostar cien pesos, aun cuando
ganan, y por eso les llaman
pijoteros
.

Esta misma es la causa de que nosotros, cuando estamos de vuelta,
somos liberales, y gastamos y triunfamos francamente, porque nada nos
cuesta, ni aquel dinero que tiramos es el último que esperamos
tener por ese camino.

Tú desengáñate, no hay gente más
liberal que los mineros, los dependientes que manejan abiertamente el
dinero de sus amos, los hijos de familia, los tahures como nosotros, y
todos los que tienen dinero sin trabajar o manejan el ajeno, cuando es
dificultoso hacerles un cargo exacto.

Pero hombre, le dije, yo no dudo de cuanto dices, pero ¿has
comprado siquiera una sábana o frazada para dormir? Ni por un
pienso me meteré yo en eso por ahora, me respondió
Januario, no seas tonto, si no tengo casa, ¿para qué quiero
sábana? ¿Dónde la he de poner? ¿La he de traer a
cuestas? Tú te espantas de poco. Mira, los jugadores como yo,
hacemos el papel de cómicos; unas veces andamos muy
decentes, y otras muy trapientos; unas veces somos casados, y otras
viudos; unas veces comemos como marqueses y otras como mendigos, o
quizá no comemos; unas veces andamos en la calle, y otras
estamos presos; en una palabra, unas veces la pasamos bien y otras
mal, pero ya estamos hechos a esta vida, tanto se nos da por lo que va
como por lo que viene. En esta profesión lo que importa es
hacer a un lado el alma y la vergüenza, y créeme que
haciéndolo así se pasa una vida de ángeles.

Algo me mosquié yo con una confesión tan ingenua de
la vida arrastrada que iba a abrazar, y más considerando que
debía ser verdadera en todas sus partes, como que Januario
hablaba inspirado del vino, que rara vez es oráculo mentiroso,
antes casi siempre, entre mil cualidades malas, tiene la buena de no
ser lisonjero ni falso; pero aunque según el inspirante,
debía variar de concepto, como varié, no me di por
entendido, ya por no disgustar a mi bienhechor, y ya por experimentar
por mí mismo si me tenía cuenta aquel género de
vida, y así sólo me contenté con volverle a
preguntar que ¿dónde dormía? A lo que él, sin
turbarse, me dijo redondamente.

Mira, yo unas veces me quedo de postema en los bailes, y paso el
resto de las noches en los canapés; otras me voy a una fonda, y
allí me hago piedra; y otras, que son las más, la paso
en los
arrastraderitos
. Así me he manejado en los pocos días que llevo en México, y así espero
manejarme hasta que no me junte con quinientos mil pesos del juego, que entonces será preciso
pensar de otra manera.

¿Y cuáles son los
arrastraderitos
, le
pregunté, y con qué te tapas en ellos? A lo que
él me contestó: los
arrastraderitos
son esos
truquitos indecentes e inservibles
[88]
que
habrás visto en algunas accesorias. Éstos no son para
jugar, porque de puro malos no se puede jugar en ellos ni un
real; pero son unos pretextos o alcahueterías para que se
jueguen en ellos sus albures, y se pongan unos montecitos
miserables.

En estos
socuchos
juegan los pillos,
cuchareros
y
demás gente de la última broza. Aquí se juega
casi siempre con droga, y luego que se mete allí algún
inocentón, le mondan
la
picha
[89]
y hasta los calzones
si los tiene. A estos jugadores bisoños y que no saben la
malicia de la carrera les llaman
pichones
, y como a tales,
los descañonan en dos por tres. En fin, en estos dichos
arrastraderos, como que todos los concurrentes son gente perdida, sin
gota de educación ni crianza, y aun si tienen religión,
sábelo Dios, se roba, se bebe, se juega, se jura, se maldice,
se reniega, etc., sin el más mínimo respeto, porque no
tienen ninguno que los contenga, como en los juegos más
decentes.

En uno de éstos me quedo las más noches, a costa de
un realito que le doy al coime, y si tengo dos; me presta la carpeta o
un capotito o frazada llena de piojos de las que hay empeñadas,
y así la paso. Conque ya te respondí, y mira si tienes
otra cosa que saber, porque preguntas más que un catecismo.

Si antes estaba yo cuidadoso con la pintura que me hizo de la
videta cocorina, después que le dio los claros y las sombras
que le faltaban con lo de los arrastraderos, me quedé
frío; pero con todo, no le manifesté mal modo, y me hice
el ánimo de acompañarlo hasta ver en qué paraba
la comedia de que iba yo tan pronto a ser actor.

Salimos de la fonda, y nos anduvimos azotando las
calles
[90]
toda la tarde. A la noche a
buena hora nos fuimos al juego. Januario comenzó a jugar sus
mediecillos que le habían sobrado, y se le arrancaron en
un abrir y cerrar de ojos, pero a él no se le dio nada. Cada
rato lo veía yo con dinero, y ya suyo, ya ajeno, él no
dejaba de manejar monedas; ello a cada instante también
tenía disputas, reconvenciones y reclamos, mas él
sabía sacudirse y quedarse con bola en mano.

Se acabó el juego como a las once de
la noche, y nos fuimos para la calle. Yo iba pensando que
leíamos el Concilio
Niceno
por entonces, pero
salí de mi equivocación cuando Juan Largo tocó
una accesoria, y después que hizo no sé qué
contraseña, nos abrieron; entramos y cenamos no con la decencia
que habíamos comido, pero lo bastante a no quedarnos con
hambre.

Acabada la cena, pagó Januario y nos salimos a la
calle. Entonces le dije: hombre, estoy admirado, porque vi que se te
arrancó
[91]
luego que entramos al
juego, y aunque estuviste manejando dinero, jurara yo que
habías salido sin blanca, y ahora veo que has pagado la cena;
no hay remedio, tú eres brujo.

No hay más brujería que lo que te tengo dicho. Yo lo
primero que hago es rehundir y esconder seis u ocho realillos para la
amanezca
[92]
de la primera ingeniada que
tengo. Asegurado esto, las demás ingeniadas se juegan con valor
a si trepan. Si trepa alguna, bien, y si no, ya se pasó el
día, que es lo que importa.

En estas pláticas llegamos a otra accesoria más
indecente que aquélla donde cenamos. Tocó mi Mentor,
hizo su contraseña, le abrieron, y a la luz de un cabito que
estaba expirando en un rincón de la pared vi que aquél
era el
arrastraderito
de que ya tenía noticia.

Habló Januario en voz baja con el dueño de aquel
infernal garito, que era un mulato envuelto en una manga azul, y
ya se había encuerado para acostarse, y éste nos
sacó dos frazadas muy sucias y rotas y nos las dio diciendo:
sólo por ser usted, mi amigo, me he levantado a abrir, que
estoy con un dolor de cabeza que el mundo se me anda, y sería
cierto, según la borrachera que tenía.

No éramos nosotros los únicos que hospedaba aquella
noche el tuno empelotado. Otros cuatro o cinco pelagatos, todos
encuerados, y a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como
cochinos por la banca, mesa y suelo del truquito.

Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente
que cena sucio y frío, y bebe pulque y
chinguirito
[93]
, estaban haciendo una salva
de los demonios, cuyos pestilentes ecos sin tener por dónde
salir remataban en mis pobres narices, y en un instante estaba yo con
una jaqueca que no la aguantaba, de modo que no pudiendo mi
estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto
había cenado pocas horas antes.

Januario advirtió mi enfermedad, y percibiendo la causa me
dijo: pues amigo estás mal; eres muy delicado para pobre. No
está en mi mano, le respondí. Y él me dijo: ya lo
veo, pero no te haga fuerza, todo es hacerse y esto es a los
principios, como te dije esta mañana; pero vámonos a
acostar a ver si te alivias.

A la ruidera de la evacuación de mi estómago
despertó uno de aquellos
léperos
, y así
como nos vio comenzó a echar sapos y culebras por aquella boca
de demonio. Qué rotos tales de m…, decía, por
qué no irán a vomitarse sobre la tal que los
parió, ya que vienen borrachos, y no venir a quitarle a uno el
sueño a estas horas.

Januario me hizo seña que me callara la boca, y nos
acostamos los dos sobre la mesita del billar, cuyas duras tablas, la
jaqueca que yo tenía, el miedo que me infundieron aquellos
encuerados, a quienes piadosamente juzgué ladrones, los
innumerables piojos de la frazada, las ratas que se paseaban sobre
mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de
los que dormían, los estornudos traseros que disparaban, y el
pestífero sahumerio que resultaba de ellos, me hicieron pasar
una noche de los perros.

Capítulo III

Prosigue Periquillo contando sus trabajos y sus bonanzas de
jugador. Hace una seria crítica del juego, y le sucede una
aventura peligrosa que por poco no la cuenta

Contando las horas y los cantos del gallo
estuve toda la noche sin poder dormir un rato, y deseando la venida de
la aurora para salir de aquella mazmorra, hasta que quiso Dios que
amaneció, y fueron levantándose aquellos bribones
encuerados.

Sus primeras palabras fueron desvergüenzas, y sus primeras
solicitudes se dirigieron a
hacer la mañana
. Luego que
los oí, los tuve por locos, y le dije a Januario: estos hombres
no pueden menos que estar sin gota de juicio, porque todos ellos
quieren hacer la mañana. ¡Qué locura tan graciosa! ¿Pues
que piensan que no está hecha? ¿O se creen ellos capaces de una
cosa que es privativa de Dios?

Se rió Januario de gana, y me dijo: se conoce que hasta hoy
fuiste tunante a medias, pillo decente y zángano
vergonzante. En efecto, ignoras todavía muchos de los
términos más comunes y trillados de la dialéctica
leperuna; pero por fortuna me tienes a tu lado que no perderé
ningunas ocasiones que juzgue propias para instruirte en cuanto pueda
conducir a sacarte un diestro veterano, ya sea entre los pillos
decentes, ya sea entre los de la chichi
pelada
[94]
, como son éstos.

Por ahora sábete que
hacer la mañana
entre
esta gente quiere decir desayunarse con aguardiente, pues están
reñidos con el chocolate y el café, y más bien
gastan un real o dos a estas horas en
chinguirito
malo, que
en un posillo del más rico chocolate.

Apenas salí de esa duda, cuando me puso en otras nuevas uno
de aquellos zaragates que, según supe, era oficial de zapatero,
pues le dijo a otro compañero suyo:
Chepe
[95]
, vamos a hacer la mañana y
vámonos a trabajar, que el sábado quedamos con el
maestro en que hoy habíamos de ir, y nos estará
esperando. A lo que el Chepe respondió: vaya el maestro al tal,
que yo no tengo ni tantitas ganas de trabajar hoy por dos motivos. El
uno porque es
San Lunes
, y el otro porque ayer me
emborraché y es fuerza curarme hoy.

Suspenso estaba yo escuchando aquellas cosas, que para mí
eran enigmas, cuando mi maestro me dijo: has de saber que es un abuso
muy viejo y casi irremediable entre los más de los oficiales
mecánicos no trabajar los lunes, por razón de lo
estragados que quedan con la embriagada que se dan el domingo, y por
eso le llaman
San Lunes
, no porque los lunes sean días
de guarda por ser lunes, como tú lo sabes, sino porque los
oficiales abandonados se abstienen de trabajar en ellos
por
curarse
la borrachera, como este dice.

¿Y cómo se cura la embriaguez?, pregunté. Con otra
nueva, me respondió Januario. Pues entonces, dije yo, debiendo
el exceso del aguardiente hacer el mismo efecto el domingo que el
lunes, se sigue que, si una emborrachada del domingo ha de menester
para curarse otra del lunes, la del lunes necesitará la del
martes, la del martes la del miércoles, y así venimos a
sacar por consecuencia que se alcanzarán las embriagueces unas
a otras, sin que en realidad se verifique la curación de la
primera con tan descabellado remedio. La verdad, ésa me parece
peor locura en esta gente que la de hacer la mañana, porque
pensar que una tranca
[96]
se cura con otra
es como creer que una quemada, se cura con otra quemada, una herida
con otra, etc., lo que ciertamente es un delirio.

Tú dices muy bien, contestó Januario, pero esta gente
no entiende de argumentos. Son muy viciosos y flojos, trabajan por no
morirse de hambre, y acaso por tener con qué mantener su vicio
dominante, que casi generalmente entre ellos es el de la embriaguez,
de manera que en teniendo qué beber, poco se les da de no
comer, o de comer cualquiera porquería; y ésta es la
razón de que por buenos artesanos que sean, y por más
que trabajen, jamás medran, nada les luce, porque todo lo
disipan; y así los ves desnudos como a estos dos, que
quizá serán los mejores oficiales que tendrá el
maestro en su taller.

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