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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (79 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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La Real Audiencia decretó de conformidad con lo que los
indios suplicaban, y despachó un comisionado.

Toda esta tempestad se prevenía en México sin saber
nosotros nada, ni aun inferirlo de la ausencia de los indios, porque
éstos fingieron que iban a mandar a hacer una imagen. Con esto
le cogió de nuevo a mi amo la notificación que le hizo
el comisionado una tarde que estaba tomando fresco en el corredor de
las casas reales, y se reducía a que, cesando desde aquel
momento sus funciones, nombrase un lugarteniente, saliese del pueblo
dentro de tres días, y dentro de ocho se presentara en la
capital a responder a los cargos de que lo acusaban.

Frío se quedó mi amo con semejante receta; pero no
tuvo otra cosa que hacer que salir a trompa y cuezco, dejándome
de encargado de justicia.

Cuando yo me vi solo y con toda la autoridad de juez a cuestas,
comencé a hacer de las mías a mi entera
satisfacción. En primer lugar desterré a una muchacha
bonita del pueblo, porque vivía en incontinencia. Así
sonó, pero el legítimo motivo fue porque no quiso
condescender con mis solicitudes, a pesar de ofrecerle toda mi
judicial interinaria protección. Después, mediante
un regalito de trescientos pesos, acriminé a un pobre, cuyo
principal delito era tener mujer bonita y sin honor, y se logró
con mi habilidad despacharlo a un presidio, quedándose su mujer
viviendo libremente con su querido.

A seguida requerí y amenacé a todos los que estaban
incursos en el mismo delito, y ellos, temerosos de que no les
desterrara a sus amadas como lo sabía hacer, me pagaban las
multas que quería, y me regalaban para que no los moliera muy
seguido.

Tampoco dejé de anular las más formales escrituras,
revolver testamentos, extraviar instrumentos públicos como
obligaciones o fianzas, ni de cometer otras torpezas semejantes.
Últimamente, yo, en un mes que duré de encargado o
suplente de juez, hice más diabluras que el propietario, y me
acabé de malquistar con todos los vecinos.

Para coronar la obra, puse juego público en las casas
reales, y la noche que me ganaban salía de ronda a perseguir a
los demás jugadores privados, de suerte que había noches
que a las doce de la noche salían los tahures de mi casa a las
suyas, y entraban a la cárcel los pobretes que yo encontraba
jugando en la calle, y con las multas que les exigía me
desquitaba del todo o de la mayor parte de lo que había
perdido.

Una noche me dieron tal entrada que, no teniendo un real
mío, descerrajé las cajas de comunidad y perdí
todo el dinero que había en ellas; mas esto no lo hice con tal
precaución que dejaran otros de advertirlo y ponerlo en noticia
del cura y del gobernador, los cuales, como responsables a aquel
dinero y sabiendo que yo no tenía tras qué caer,
representaron luego a la capital acompañando su informe de
certificaciones privadas que recogieron no sólo de los vecinos
honrados del lugar, sino del mismo comisionado, pero esto lo hicieron
con tal secreto que no me pasó por las narices.

El cura fue el que convocó al gobernador, quien hizo el
informe, recogió las certificaciones, las remitió
a México y fue el principal agente de mi ruina, según he
dicho; y esto no por amor al pueblo ni por celo de la caridad, sino
porque había concebido el quedarse con la mayor parte de aquel
dinero so pretexto de componer la iglesia, como ya se lo había
propuesto a los indios, y éstos parece que se iban disponiendo
a ello. Con esto, cuando supo mi aventura y perdió las
esperanzas de soplarse el dinero, se voló y trató de
perderme, como lo hizo.

Para alivio de mis males, el subdelegado, no teniendo qué
responder ni con qué disculparse de los cargos de que los
indios y otros vecinos lo acusaron, apeló a la disculpa de los
necios, y dijo que a él le cogía de nuevo que
aquéllos fueran crímenes, que él era lego, que
jamás había sido juez y no entendía de nada, que
se había valido de mí como su director, que todas
aquellas injusticias yo se las había dictado, y que así
yo debía ser el responsable como que de mí se fiaba
enteramente.

Estas disculpas, pintadas con la pluma de un abogado hábil,
no dejaron de hacerse lugar en el íntegro juicio de la
Audiencia, si no para creer al subdelegado inocente, a lo menos para
rebajarle la culpa en la que, no sin razón, consideraron los
señores que yo tenía la mayor parte, y más cuando
casi al tiempo de hacer este juicio recibieron el informe del cura, en
el que vieron que yo cometía más atrocidades que el
subdelegado.

Entonces (yo hubiera pensado de igual modo)
cargaron sobre mí el rigor de la ley que amenazaba a mi amo,
disculparon a éste en mucha parte, lo tuvieron por un tonto e
inepto para ser juez, lo depusieron del empleo y exigieron de los
fiadores el reintegro de los reales intereses, dejando su derecho a
salvo a los particulares agraviados para que repitiesen sus perjuicios
contra el subdelegado a mejora de fortuna, porque en aquel caso se
manifestó insolvente; y enviaron siete soldados a Tixtla
para que me condujesen a México en un macho con silla de pita y
calcetas de Vizcaya
[172]
.

Tan ajeno estaba yo de lo que me había de suceder, que la
tarde que llegaron los soldados estaba jugando con el cura y el
comisionado una malilla de campo a real el paso. No pensaba entonces
en más que en resarcirme de cuatro codillos que me
habían pegado uno tras otro. Cabalmente me habían dado
un
solo
que era tendido, y estaba yo hueco con él,
cuando en esto que llegan los soldados, y entran en la sala y, como
esta gente no entiende de cumplimientos, sin muchas ceremonias
preguntaron ¿quién era el encargado de justicia? Y luego que
supieron que yo era, me intimaron el arresto y, sin dejarme jugar la
mano, me levantaron de la mesa, dieron un papel al cura y me
condujeron a la cárcel.

El papel me hago el cargo que contendría la real
provisión de la Audiencia y el sujeto que debía quedar
gobernando el pueblo. Lo cierto es que yo entré a la
cárcel y los presos me hicieron mucha burla, y se desquitaron
en poco tiempo de cuantos trabajos les hice yo pasar en todo el
mes.

Al día siguiente, bien temprano y sin desayunarme, me
plantaron mi par de grillos, me montaron sobre un macho aparejado y me
condujeron a México, poniéndome en la cárcel de
Corte.

Cuando entré en esta triste prisión me acordé
del maldito aguacero de orines con que me bañaron otros presos
la vez primera que tuve el honor de visitarla, del feroz tratamiento
del presidente, de mi amigo don Antonio, del Aguilucho y de todas mi
fatales ocurrencias, y me consolaba con que no me iría tan mal,
ya porque tenía seis pesos en la bolsa, y ya por que Chanfaina
había muerto y no podía caer en su poder.

Sin embargo, los seis pesos concluyeron pronto, y yo no dejé
de pasar nuevos trabajos de aquellos que son anexos a la
pobreza, y más en tales lugares.

Entre tanto, siguió mi causa sus trámites corrientes;
yo no tuve con qué disculparme, me hallé confeso y
convicto, y la Real Sala me sentenció al servicio del rey por
ocho años en las milicias de Manila, cuya bandera estaba puesta
en México por entonces.

En efecto, llegó el día en que me sacaron de
allí, me pasaron por cajas y me llevaron al cuartel.

Me encajaron mi vestido de recluta, y vedme aquí ya de
soldado, cuya repentina transformación sirvió para
hacerme más respetuoso a las leyes por temor, aunque no mejor
en mis costumbres.

Así que yo vi la irremediable, traté de conformarme
con mi suerte y aparentar que estaba contentísimo con la vida y
carrera militar.

Tan bien fingí esta conformidad, que en cuatro días
aprendí el ejercicio perfectamente: siempre estaba puntual a
las listas, revistas, centinelas y toda clase de fatigas; procuraba
andar muy limpio y aseado, y adulaba al coronel cuanto me era
posible.

En un día de su santo le envié unas octavas que
estaban como mías; pero me pulí en escribirlas, y el
coronel, enamorado de mi letra y de mi talento, según dijo, me
relevó de todo servicio y me hizo su asistente.

Entonces ya logré más satisfacciones, y vi y
observé en la tropa muchas cosas que sabréis en el
capítulo que sigue.

Capítulo X

Aquí cuenta Periquillo la fortuna que tuvo
en ser asistente del coronel, el carácter de éste, su
embarque para Manila y otras cosillas pasaderas

Cuando a los hombres no los contiene la
razón, los suele contener el temor del castigo. Así me
sucedió en esta época en que, temeroso de no sufrir los
castigos que había visto padecer a algunos de mis
compañeros, traté de ser hombre de bien a pura fuerza, o
a lo menos de fingirlo, con lo que logré no experimentar los
rigores de las ordenanzas militares; y con mis hipocresías y
adulaciones me capté la voluntad del coronel, quien, como dije,
me llevó a su casa y me acomodó de su asistente.

Si sin ninguna protección en la tropa procuré
granjearme la estimación de mis jefes, ¿qué no
haría después que comencé a percibir el fruto de
mis fingimientos con el aprecio del coronel? Fácil es
concebirlo.

Yo le escribía a la mano cuanto se le ofrecía,
hacía los mandados de la casa bien y breve, lo rasuraba y
peinaba a su gusto, servía de mayordomo y cuidaba del gasto
doméstico con puntualidad, eficacia y economía, y en
recompensa contaba con el plato, los desechos del coronel, que eran
muy buenos y pudiera haberlos lucido un oficial, algunos pesitos de
cuando en cuando, mi entero y absoluto relevo de toda fatiga, que no
era lo menos, tal cual libertad para pasearme y mucha
estimación del caballero coronel, que ciertamente era lo que
más me amarraba. Al fin yo había tenido buenos
principios, y me obligaba más el cariño que el
interés. Ello es que llegué a querer y a respetar al
coronel como a mi padre, y él llegó a corresponder mi
afecto con el amor de tal.

Sea por la estimación que me tenía, o por lo que yo
le servía con la pluma, pocos ratos faltaba de su mesa, y
era tal la confianza que hacía de mí que me
permitía presenciar cuantas conversaciones tenía. Esto
me proporcionó saber algunas cosas que regularmente ignoran los
soldados, y quién sabe si algunos oficiales.

El carácter del coronel era muy atento, afable y
circunspecto; su edad sería de cincuenta años; su
instrucción mucha, porque no sólo era buen militar, sino
buen jurista, por cuyo motivo todos los días era frecuentada su
casa de los mejores oficiales de otros regimientos, que o iban a
consultarle algunas cosas, o a platicar con él y
divertirse.

Entre las consultas particulares que yo oí, o a lo menos que
me parecieron tales, fue la siguiente.

Un día entraron juntos a casa dos oficiales, un sargento
mayor y otro capitán. Después de las acostumbradas
salutaciones, dijo el mayor: mi coronel, Dios los cría y ellos
se juntan. Mi camarada y yo necesitamos de las luces de usted y nos
hemos juntado para traerle las molestias a pares.

Yo tendré complacencia en servir a ustedes en lo que pueda,
respondió el coronel, digan ustedes lo que ocurre.

Entonces el mayor dijo: no gastemos el tiempo en cumplimientos. Se
le va a hacer consejo de guerra a un soldado por haber muerto a un
hombre con apariencia de justicia, porque lo mató por celos que
concibió contra él y su mujer. Es verdad que no lo
halló
infraganti
, pero las sospechas y los
antecedentes que tenía de la ilícita amistad que llevaba
con ella fueron vehementes, y ciertamente lo disculpan; pero como yo
soy el fiscal de la causa, no debo alegar nada en su defensa, sino
acriminarlo y sacarlo reo del último suplicio. El defensor ha
de apurar cuantas excepciones le favorecen para salvarlo, y cate usted
que mi pedimento fiscal quedará desairadísimo.

Por esto venía a consultar con usted para que me diga en
qué términos se hará la acusación,
porque el defensor no burle mi pedimento.

Hay mucho que decir a usted en el particular, dijo el coronel;
primeramente, la causa por que aparece cometido el homicidio es de
adulterio. Adulterio quiere decir:
Violatio alterius thori
,
«violación de lecho ajeno», porque la mujer es reputada lecho
del marido.

En nuestro derecho hay muchas leyes que imponen penas a los
adúlteros. La 3 del tít. 4 lib. 3 del Fuero Juzgo manda
que los adúlteros sean entregados al marido, para que
éste haga de ellos lo que quiera. Otras leyes son conformes en
esta pena, pero añaden que el marido no puede matar a uno y
dejar al otro vivo. La ley 15 tít. 17 part. 7 manda que pierda
la adúltera las arras y dote, y sea reclusa. La 5
tít. 20 lib. 8 de la
Recopilación
manda que,
cuando el marido por su propia autoridad mate a los adúlteros,
no tenga derecho sobre los bienes de la mujer. Esta ley parece que
trata de sujetar la arbitrariedad de los maridos ensanchada por las
leyes 13 del tít. 17 part. 7 y 4 del tít. 4. lib. 3 del
Fuero Juzgo, que permiten al marido matar a los adúlteros.

Aunque hay todo esto, la ilustración de los tiempos ha
modificado estas penas, y no habrá usted oído el caso de
entregar los adúlteros al marido para que éste disponga
de ellos a su antojo; lo más que se practica es perdonar al
marido porque mató a los adúlteros, o más bien se
debe decir conmutarle la pena capital en un destierro, según
fueren las circunstancias; bien que puede haberlas tales que sea
justicia ponerlo en completa libertad, después de justificado
el hecho de que, sin darle motivo alguno a la mujer, la halla el
marido en el acto de la ofensa; pero, por lo que toca a los
adúlteros, lo regular es, como dice el doctor Berni en
su
Práctica criminal
, encerrar a la mujer en una
clausura y desterrar al cómplice, si son de mediana esfera; y
si son plebeyos, poner a la una en la cárcel y despachar
al otro al presidio. Esto se entiende después de admitida y
probada la acusación, la cual solamente puede hacer el marido y
el padre, hermano o tío de la adúltera en su caso, y no
otro alguno. La mujer no puede acusar al marido de adulterio por no
seguírsele deshonra, como lo expresa la ley 1 del
tít. 17 part. 7. Sin embargo, en los tribunales se admite la
acusación de la mujer, y la justicia pone remedio.

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