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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (76 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Esto digo a usted para que no se canse al primer
perdone por
Dios
que le digan, sino que siga, prosiga y persiga al que
conozca que tiene dinero, y no lo deje hasta que no le afloje su
pitanza. Procure ser importuno que así sacará
mendrugo. Acometa a los que vayan con mujeres antes que a los que
vayan solos. No pida a militares, frailes, colegiales ni trapientos,
pues todos estos individuos profesan la santa pobreza, aunque no
todos con voto; y, por último, no pierda de vista el ejemplo de
sus compañeros, que él le enseñará lo que
debe hacer y las fórmulas que ha de observar para pedir a cada
uno según su clase.

Yo le di a mi nuevo maestro las gracias por sus lecciones, y le
dije que mi vocación era de ciego, pues consideraba que me
costaría poco trabajo fingir una gota serena y andar con un
palo como a tientas, y tenía observado que ningún pobre
suele conmover a lástima mejor que un ciego.

Está bien, me contestó mi desaliñado director,
pero ¿sabe usted algunas relaciones? ¡Qué he de saber, le
respondí, si nunca me he metido a este ejercicio! Pues amigo,
continuó él, es fuerza que las sepa, porque ciego sin
relaciones es título sin renta, pobre sin gracia y cuerpo sin
alma; y así es menester que aprenda algunas, como
la
oración del Justo Juez
,
el despedimento del
cuerpo y del alma
, y algunos ejemplos e historias de que abundan
los ciegos falsos y verdaderos, las mismas que oirá usted
relatar a sus compañeros para que elija las que quiera que le
enseñen.

También es necesario que sepa usted el orden de pedir
según los tiempos del año y días de la semana; y
así los lunes pedirá por la Divina Providencia, por San
Cayetano y por las almas del purgatorio; los martes, por Señor
San Antonio de Padua; los miércoles, por la Preciosa Sangre;
los jueves, por el Santísimo Sacramento; los viernes, por los
Dolores de María Santísima; los sábados, por la
Pureza de la virgen; y los domingos, por toda la corte del cielo.

No hay que descuidarse en pedir por los santos que tienen
más devotos, especialmente en sus días; y así ha
de ver el almanaque para saber cuándo es San Juan Nepomuceno,
Señor San José, San Luis Gonzaga, Santa Gertrudis, etc.,
como también debe usted tener presente el pedir según
los tiempos. En semana santa pedirá por la Pasión del
Señor, el día de Muertos por las benditas
ánimas, el mes de diciembre por Nuestra Señora de
Guadalupe, y así en todos tiempos irá pidiendo por los
santos y festividades del día; y cuando no se acuerde,
pedirá por el santo día que es hoy, como lo hacen los
compañeros.

Éstas parecen frivolidades, pero no son sino astucias
indispensables del oficio, porque con estas plegarias a tiempo se
excita mejor la piedad y devoción, y aflojan el mediecillo los
caritativos cristianos.

En esto se pusieron aquellos pillos a decir sesenta romances y
referir doscientos ejemplos y milagros apócrifos, y cada uno de
ellos preñado de doscientas mil tonterías y
barbaridades, que algunas de ellas podían pasar por
herejías o cuando menos por blasfemias.

Aturdido me quedé al escuchar tantos despropósitos
juntos, y decía entre mí: ¿cómo es posible que no
haya quien contenga estos abusos, y quien les ponga una mordaza a
estos locos? ¿Cómo no se advierte que el auditorio que los
rodea y atiende se compone de la gente más idiota y necia de la
plebe, la que está muy bien dispuesta para impregnarse de los
desatinos que éstos desparraman en sus espíritus, y para
abrazar cuantos errores les introducen por sus oídos?
¿Cómo no se reflexiona que estos espantos y milagros
apócrifos que éstos predican unas veces inducen a los
tontos a una ciega confianza en la misericordia de Dios con tal que
den limosna, otras a creer tal el valimiento de sus santos que se lo
representan más allá que el mismo Poder
Divino
[167]
, y todas o las más
llenando sus cabezas de mentiras, espantos, milagros y revelaciones?
Sin duda todo esto merece atención y reforma, y sería
muy útil que todos los ciegos que piden por medio de sus
relaciones presentaran éstas en los pueblos a los curas, y en
la capital y demás ciudades a algunos señores
eclesiásticos destinados a examinarlas, los que jamás
les permitieran predicar sino la explicación de la doctrina
cristiana, trozos históricos eclesiásticos o profanos,
descripciones geográficas de algunos reinos o ciudades y cosas
semejantes; pero cualesquiera cosas de éstas, bien hechas, en
buen verso y mejor ensayadas; y de ninguna manera se les dejara
pregonar tanta fábula que nos venden con nombre de
ejemplos.

Parece trivial mi reflexión, mas, si se observara, el tiempo
diría el beneficio que de ella podría resultar al pueblo
rudo, y los errores que impediría se propagasen.

En estas consideraciones me entretenía conmigo cuando me
llamaron a cenar, de lo que no me pesó porque tenía
hambre.

Sentámonos en rueda en un petate y sin otro mantel que el
mismo tule de que estaba tejido; nos sirvió la Anita un buen
cazuelón de chile con queso, huevos, chorizos y longaniza, pero
todo tan bien frito y sazonado que sólo su olor era capaz de
provocar el apetito más esquivo.

Luego que dimos vuelta a la cazuela, nos trajo un calabazo
o
guaje
grande lleno de aguardiente de caña, un vaso y
otra cazuela de frijoles fritos con mucho aceite, cebolla, queso,
chilitos y aceitunas, acompañado todo del pan necesario.

Cada uno de nosotros habilitó su plato, y comenzó el
calabazo a andar la rueda, y cuando ya estábamos alegritos me
dijo el capataz de los mendigos: ¿Qué le parece a usted,
camarada, de esta vida? ¿Se la pasará mejor un conde? A fe que
no, le contesté, y a mí me acomoda demasiado, y doy mil
gracias a Dios de que ya encontré lo que he buscado con tanta
ansia desde que tengo uso de razón, que era un oficio o modo de
vivir sin trabajar; porque yo es verdad que siempre he comido, si no
ya me hubiera muerto, pero siempre ¿qué trabajo no me ha
costado? ¿Qué vergüenzas no he pasado? ¿Qué amos
imprudentes no he tenido que sufrir? ¿A qué riesgos no me he
expuesto? ¿Qué lisonjas no he tenido que distribuir, y
qué sustos y aun garrotazos no he padecido? Mas ahora,
señores, ¡cuánta no es mi dicha! ¿Y quién no
envidiará mi fortuna al verme admitido en la honradísima
clase de los señores mendigos, en cuya respetable
corporación se come y se bebe tan bien sin trabajar? Se viste,
se juega y se pasea sin riesgo; se disfrutan las comodidades posibles
sin más costo que desprenderse de cierta vergüencilla que
no puede menos que ocuparme los primeros días; pero vencida
esta dificultad, que para mí no será cosa mayor,
después diablo como todos, y aleluya.

Yo, señor capitán y señores, ilustres
compañeros, les doy mil y diez mil agradecimientos,
suplicándoles me reciban bajo su poderosa protección,
ofreciéndoles en justa recompensa no separarme de su preclara
compañía el tiempo que Dios me concediere de vida, y
emplearla toda en servicio de vuestras liberales personas.

Toda la comparsa soltó la carcajada luego que concluí
mi desatinada arenga, y me ofrecieron su amistad, consejos e
instrucciones. Se le dio otra vuelta al calabazo, y no tardamos mucho
en verle el fondo, así como se lo vimos a las cazuelas.

Nos fuimos a acostar en los petates, que cierto que son camas bien
incómodas, y más juntas con el poco abrigo. Sin embargo,
dormimos muy bien a merced del aguardiente que nos narcotizó o
adormeció luego que nos tiramos a lo largo.

Al día siguiente se levantó Anita la primera, dejando
dormida a su infeliz criatura; fue a traer atole y pambazos y nos
desayunamos.

Luego que pasó el tosco desayuno, se fueron todos marchando
para la calle con sus respectivas insignias. Yo me envolví la
cabeza con trapos sucios, me colgué un tompiate con una olla al
hombro, tomé mi palo, un perrito bien enseñado para que
me guiase y salí por mi lado.

Al principio me costaba algún trabajillo pedir, pero poco a
poco me fui haciendo a las armas, y salí tan buen oficial
que a los quince días ya comía y bebía
grandemente, y a la noche traía seis, siete reales, y a veces
más a la posada.

Algún tiempo me mantuve a expensas
de la piedad de los fieles mis amados hermanos y compañeros. De
día hacía yo muy bien mi diligencia, pero mejor de
noche, pues, como entonces no tenía gota de vergüenza,
importunaba con mis ayes a todo el mundo con tan lastimosas plegarias
que pocos se escapaban de tributarme sus mediecillos.

Una de estas noches, estando parado junto a la santa imagen del
Refugio pidiendo con la mayor aflicción, ponderando mi
necesidad y diciendo que no había comido en todo el día,
aunque tenía en el estómago bastante alimento, y algunos
tragos del de caña, pasó un hombre decente a quien le
acometí con mis acostumbrados quejumbres, y él,
deteniéndose a escucharme, me dijo: hermano, me siento
inclinado a socorrerlo, pero no tengo dinero en la bolsa. Si usted
quiere, venga conmigo, que no le pesará. Sea por amor de Dios,
le dije, yo iré con su merced a recibir su bendita caridad;
pero es menester que tenga tantita paciencia, porque yo no miro, y
necesito de ir junto a su buena persona.

Esto es lo de menos, dijo el caballero, yo que deseo socorrerlo,
hermano, nada perderé en servirle de lazarillo. Venga
usted.

Tomome de una mano y me llevó a su casa. Luego que llegamos
me metió a su gabinete y me sentó frente de él en
la mesa donde había bastante luz.

¡Qué corrido no me quedé al advertir que el tal
sujeto era puntualmente el mismo que me había dado tantos
consejos en el mesón y me había guardado mi dinero!
Pero, como era ciego por entonces, disimulé, y el sujeto dicho
me habló de esta manera.

Amigo, yo me alegro de que usted no me conozca por la vista, aunque
siento mucho su fatal ceguedad que lo ha conducido al estado
infeliz de pedir limosna, pudiendo estar en la situación de
darla. No crea que lo pretendo reprender. Voy a socorrerlo, pero
también a aconsejarle. Si usted no está muy ciego, bien
me conocerá como yo lo conozco, y se acordará que soy el
mismo que fui su depositario en el mesón. Sí, es fuerza
que se acuerde, pues no ha pasado tanto tiempo; y si yo conocí
a usted casi sin luz, en semejante despilfarrado traje y
únicamente por la voz, usted ¿cómo no me ha de conocer
mirándome muy bien, a favor de esta hermosa llama que nos
alumbra, en mi antiguo traje, oyendo el eco de mi voz y recordando las
señas que le doy?

Ni me crea usted tan cándido que presuma que verdaderamente
está usted ciego de los ojos del cuerpo, por más que
esos andrajos me indiquen la ceguedad de su espíritu.

Bien conozco que la situación de usted será tan
infeliz que lo habrá obligado a abrazar esta carrera tan
indecente por no meterse a robar; pero, amigo, sepa usted que no es
otra cosa que un holgazán impune, una sanguijuela del estado y
tolerado ladrón, pero ladrón muy vil y muy digno del
más severo castigo, porque es un ladrón de los
legítimos pobres. Sí señor, usted y sus infames
compañeros no hacen más que defraudar el socorro a los
realmente necesitados. Ustedes tienen la culpa de que yo, y otros como
yo, jamás demos medio real a un mendigo, porque estamos
satisfechos de que los más que piden limosna pueden trabajar y
ser útiles; y, si no lo hacen, es porque han hallado un asilo
seguro en la piedad mal entendida de los fieles, que piensan que la
caridad consiste en dar indiscretamente.

No, señor, la caridad debe ser bien ordenada; debe darse
limosna, pero saberse antes a quién, cómo,
cuándo, para qué, dónde y en qué se
distribuye por los que la reciben; no todos los que piden necesitan
pedir, no todos los que dicen que están en la última
miseria lo están en efecto, ni a todos los que se les da
limosna la merecen.

Mil veces se hace un perjuicio al mismo tiempo que se piensa
beneficiar; y lo peor es que este perjuicio es trascendental al
estado, pues se mantienen ociosos y viciosos con lo mismo que se
podían mantener los verdaderos pobres, que son los
legítimos acreedores a los socorros públicos.

Ni me crea usted sobre mi palabra. Oiga algo de lo mucho que han
dicho sobre esto hombres sabios y profundos en la mejor
política.

Un autor
[168]
dice: «La mendicidad
habitual aleja la vergüenza y hace al hombro enemigo de la
industria… El verdadero pobre es el imposibilitado de
trabajar. Consentir que el hábil pida limosna es quitar a
aquél y al cuerpo nacional el producto de su
aplicación. Si se dirige mal la limosna, a favor del mendigo
voluntario, degenera la caridad, reina de las virtudes, en protectora
de los vicios; hallar muchos en ella la comida segura es uno de los
mayores estorbos de la aplicación. La falta de ocupación
en las gentes causa vicios, estragos y ruinas contra la misma
inclinación de los más que se corrompen (como me parece
que ha sucedido a usted). Sin estudios o ejercicios se entorpecen los
hombres y los entendimientos. La potestad política más
respetable en proporciones degradará su mérito al
extremo de bárbara, no cultivando sus talentos».

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