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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (75 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No te apures, le dije, cógele los brazos y ábreselos,
teniéndola en cruz, mientras que yo le desato el
ceñidor, que debe ser la primera diligencia.

Así lo hizo el compañero con harto trabajo, porque
los nervios de los brazos apetecían recobrar el primer estado
en que los dejó la muerte.

La difunta era medio vieja y tenía una cara respetable;
nuestro atrevimiento era punible; la soledad y obscuridad del templo
nos llenaba de pavor, y así procurábamos apresurar el
mal paso cuanto nos era dable.

Para esto me afanaba en desatar el ceñidor, que estaba
anudado por detrás, pero tan ciegamente que por más que
hacía no podía desatarlo. Entonces le dije al
compañero que yo le sujetaría los brazos, mientras que
él lo desataba como que estaba más cómodo.

Así se determinó hacer de común acuerdo. Le
afiancé los brazos, levantó mi compañero la
mortaja y comenzó a procurar desatarla; pero no
conseguía nada por la misma razón que yo.

En prosecución de su diligencia se cargaba sobre el
cadáver, y yo lo apretaba contra él porque ya me lo
echaba encima, y como yo estaba abajo de la tarima me vencía la
superioridad del peso, que es decir que teníamos al
cadáver en prensa.

Tanto hizo mi compañero, y tanto apretamos a la pobre
muerta, que le echamos fuera un poco de aire que se le habría
quedado en el estómago; esto conjeturo ahora que sería,
pero en aquel instante y en lo más rigoroso de los apretones
sólo atendimos a que la muerta se quejó y me echó
un tufo tan asqueroso en las narices que, aturdido con él y con
el susto del quejido, me descoyunté todo y le solté los
brazos que, recobrando el estado que tenían, se cruzaron sobre
mi pescuezo a tiempo que un maldito gato saltó sobre el altar y
tiró la vela, dejándonos atenidos a la triste y
opaca luz de la lámpara.

Excusado parece decir que con tantas casualidades,
viniéndose el cuerpo sobre mí y acobardándome
imponderablemente, caí privado bajo del amortajado peso a las
orillas de su misma sepultura.

El cuitado ayudante, cuando oyó quejar a la señora
muerta, vio que me abrazaba y caía sobre mí y al feroz
gato saltando junto de él, creyó que nos llevaban los
diablos en castigo de nuestro atrevimiento y, sin tener aliento para
ver el fin de la escena, cayó también sin habla por su
lado.

El susto no fue tan trivial que nos diera lugar a recobrarnos
prontamente. Permanecimos sin sentido tirados junto a la muerta hasta
las cuatro de la mañana, hora en que, levantándose el
sacristán y no encontrándonos en su cuarto, creyó
que estaríamos en la sacristía previniendo los
ornamentos para que dijera misa el señor cura, que era
madrugador.

Con este pensamiento se dirigió a la sacristía y, no
hallándonos en ella, fue a buscarnos a la iglesia. ¡Pero
cuál fue su sorpresa cuando vio el sepulcro abierto, la difunta
exhumada y tirada en el suelo acompañada de nosotros, que no
dábamos señales de estar vivos! No pudo menos sino dar
parte del suceso al señor cura, quien, luego que nos vio en la
referida situación, hizo que bajaran sus mozos y nos llevaran
adentro procediendo en el momento a sepultar el cadáver otra
vez.

Hecha esta diligencia, trató de que nos curaran y reanimaran
con álcalis, ventosas, ligaduras, lana quemada y cuanto
conjeturó sería útil en semejante lance.

Con tantos auxilios nos recobramos del desmayo y tomamos cada uno
un pocillo de chocolate del mismo cura, el que luego que nos vio fuera
de riesgo nos preguntó la causa de lo que habíamos
padecido y de lo que había visto.

Yo, advirtiendo que el hecho era innegable,
confesé ingenuamente todo lo ocurrido, presentándole al
cura el cintillo, quien, luego que oyó nuestra relación,
tuvo que hacer bastante para contener la risa; pero acordándose
que era él responsable de estos desaciertos, encargó el
castigo de mi compañero a su padre, y a mí me dijo que
me mudara en el día, agradeciéndole mucho que no nos
enviara a la cárcel, donde me aplicarían la pena que
señalan las leyes contra los que quebrantan los sepulcros,
desentierran los cadáveres, y les roban hábitos, alhajas
u otra cosa.

Esta pena, decía el cura, sepa usted para que otra vez no
incurra en igual delito, es que si las sepulturas se quebrantan con
fuerza de armas, tienen los infractores pena de muerte; y si es sin
ellas clandestinamente, como ahora, deben ser condenados a las labores
del rey.

Pero yo, que caritativamente quiero excusarlo de esta pena, no
puedo mantenerlo en mi curato, porque quien se atreve a un
cadáver por robarle un cintillo, con más facilidad se
atreverá a despojar una imagen o un altar mañana que
otro día. Conque váyase usted y no lo vuelva a ver en mi
parroquia. Diciendo esto se retiró el cura; a mi
compañero le dio su padre una buena zurra de latigazos, y yo me
marché para la calle antes que otra cosa sucediera.

Volví a tomar mi acostumbrado trote en estas aventuras
desventuradas. Los truquitos, las calles, las pulquerías y los
mesones eran mis asilos ordinarios, y no tenía mejores amigos
ni camaradas que tahures, borrachos, ociosos, ladroncillos y todo
género de
léperos
, pues ellos me solían
proporcionar algún bocado frío, harta bebida y ruines
posadas.

Cuatro meses permanecí de sacristán haciendo mis
estafillas, con las cuales, más que con mi ratero salario,
compré tal cual miserable trapillo que di al traste a los
quince días de mi expulsión.

Me acuerdo que un día, no teniendo qué comer,
encontré a un amigo frente de la Catedral por el portal de las
Flores, y pidiéndole medio real para el efecto me dijo:
no tengo blanca, estoy en la misma que tú, y quería que
me llevaras a almorzar a la Alcaicería, que según he
oído a la vieja bodegonera allá te tiene cuanto ha
guardados dos o tres reales. En verdad que así es, le dije,
pero con el gusto de mis bonanzas se me habían olvidado. Me
admiro mucho de la buena conciencia de la bodegonera, si otra fuera,
ya eso estaba perdido.

En esto nos fuimos a comer como pudimos, y concluida la comida se
fue mi amigo por su lado y yo por el mío a seguir
experimentando mis trabajos como antes.

Ya hecho un piltro, sucio, flaco, descolorido y enfermo en fuerza
de la mala vida que pasaba, me hice amigo de un andrajoso como yo,
quien, contándole mis desgracias y que no me había
valido ni acogerme a la iglesia, como si hubiera sido el delincuente
más alevoso del mundo, me dijo que él tenía un
arbitrio que darme, que cuando no me proporcionara riquezas a lo menos
me daría de comer sin trabajar; que era fácil y no
costaba nada emprenderlo; que algunos amigos suyos vivían de
él; que yo estaba en el estado de abrazarlo, y que si
quería no me arrepentiría en ningún tiempo.

Pues, ¿no he de querer, le respondí, si ya estoy que ladro
de hambre y los piojos me comen vivo? Pues bien, dijo el deshilachado,
vamos a casa, que a las nueve van llegando mis discípulos, y
después que cene usted oirá las lecciones que les doy, y
los adelantamientos de mis alumnos.

Así lo hice. Llegamos a las ocho de la noche a la casita,
que era un cuarto de casa de atoleras por allá por el barrio de
Necatitlán, muy indecente, sucio y hediondo. Allí no
había sino un braserito de barro que llaman anafe, cuatro o
seis petates enrollados y arrimados a la pared, un escaño o
banco de palo, una estampa de no sé qué santo en una de
las paredes con una repisa de tejamanil, dos o tres cajetes con
orines, un banquito de zapatero, muchas muletas en un
rincón, algunos tompiates y porción de ollitas por otro,
una tabla con parches, aceites y ungüentos y otras iguales
baratijas.

De que yo fui mirando la casa y el fatal ajuar de ella,
comencé a desconfiar de la seguridad del proyecto que acababa
de indicar el traposo, y él, conjeturando mi desconfianza por
la mala cara que estaba poniendo, me dijo: señor Perico, yo
sé lo que le vendo. Esta vivienda tan ruin, estos petates y
muebles que ve, no son tan despreciables o inservibles como a usted le
parecen. Todo esto ayuda para el proyecto, porque… A este tiempo
fueron llegando de uno en uno y de dos en dos hasta ocho o nueve
vagabundos, todos rotos, sucios, emparchados y dados al diablo; pero
lo que más me admiró fue ver que conforme iban entrando
arrimaban unos sus muletas a un rincón y andaban muy bien con
sus dos pies; otros se quitaban los parches que manifestaban y
quedaban con su cutis limpio y sano; otros se quitaban unas grandes
barbas y cabelleras canas con las que me habían parecido
viejos, y quedaban de una celad regular; otros se enderezaban o
descorvaban al entrar, y todos dejaban en la puerta del cuartito sus
enfermedades y males, y aparecían los hombres, y aun una mujer
que entró, muy útiles para tomar un fusil, y ella para
moler un almud de maíz en un metate.

Entonces, lleno de la más justa admiración, le dije a
mi desastrado amigo: ¿qué es esto? ¿Es usted algún santo
cuya sola presencia obra los milagros que yo veo, pues aquí
todos llegan cojos, ciegos, mancos, tullidos, leprosos,
decrépitos y lisiados, y apenas pisan los umbrales de esta
asquerosa habitación cuando se ven no sólo restituidos a
su antigua salud, sino hasta remozados, maravilla que no la he
oído predicar de los santos más ponderados en
milagros?

Riose el despilfarrado con tantas ganas que cada extremo de su
abierta boca besaba la punta de sus orejas. Sus compañeros
le hacían el bajo del mismo modo, y cuando descansaron un
poco me dijo el susodicho: amigo, ni yo ni mis compañeros somos
santos ni nos hemos juntado con quien lo sea, y esto créalo
usted sin que lo juremos. Estos milagros que a usted pasman no los
hacemos nosotros, sino los fieles cristianos, a cuya caridad nos
atenemos para enfermar por las mañanas y sanar a la noche de
todas nuestras dolencias. De manera que, si los fieles no fueran tan
piadosos, nosotros ni nos enfermaríamos ni sanaríamos
con tanta facilidad.

Pues ahora estoy más en ayunas que antes, y deseo con
más ansias saber cómo se obran tantos prodigios, y
cómo se pueden verificar en virtud de la piedad de los
cristianos; y deseara, añadí, que usted me hiciera favor
de no dejarme con la duda.

Pues amigo, me contestó el roto, a bien que es usted de
confianza y le importa guardar el secreto. Nosotros ni somos ciegos,
ni cojos, ni corcovados como parecemos en las calles. Somos unos
pobres mendigos que echando relaciones, multiplicando plegarias,
llorando desdichas y porfiando y moliendo a todo el mundo, sacamos
mendrugo al fin. Comemos, bebemos (y no agua), jugamos y algunos
mantenemos
nuestras
pichicuaracas
[165]
como Anita (Esta Anita era la trapientona rolliza y no muy fea que
acababa de entrar con un chiquillo en brazos,
amasia
[166]
del patrón o del
mendigo mayor, que era quien me hablaba). El modo es, proseguía
el desastrado, fingirse ciegos, baldados, cojos, leprosos y
desdichados de todos modos; llorar, pedir, rogar, echar relaciones,
decir en las calles blasfemias y desatinos, e importunar al que se
presente de cuantas maneras se pueda, a fin de sacar raja como lo
hacemos.

Ya tiene usted aquí todo lo milagroso del oficio y el gran
proyecto que le ofrecí para no morirse de hambre. Ello es
menester no ser tontos, porque el tonto para nada es bueno, ni para
bien ni para mal. Si usted sabe valerse de mis consejos,
comerá, beberá y hará lo que quiera, según
sea su habilidad, pues la paga será como su trabajo; pero si es
tonto, vergonzoso o cobarde, no tendrá nada.

Éstos que usted ve, a mí me deben sus adelantos; pero
saben hacer su diligencia. Ahora lo verá usted.

En esto fueron todos dando sus cuentas en clase de
conversación de lo que habían buscado en el día,
y cada uno enseñó sus ollitas y tompiates llenos de
mendrugos y sobras de los platos ajenos, a más de algunos
realillos que habían juntado.

Llegó a lo último la dicha Anita, y sólo
presentó cinco reales diciendo: como este diablo de muchacho
está curtido, apenas he comido hoy y he juntado esto poco; pero
mañana me la pagará.

Admirado yo con esta relación, traté de informarme de
raíz cómo podía contribuir aquel tierno
niño al oficio de los mendigos, y supe con el mayor dolor que
aquella indigna madre y desapiadada mujer pellizcaba al pobre inocente
cuando pedía limosna, a fin de conmover a los fieles y excitar
su caridad con la vehemencia de sus gritos.

No me escandalicé poco con semejante inhumanidad; pero,
advirtiendo lo fácil y socorrido del oficio, disimulé
cuanto pude y me decidí a entrar de aprendiz desde aquella
hora.

Era cosa célebre oír contar a aquellos tunantes los
arbitrios de que se valían para sacar los medios de las
faltriqueras más estreñidas. Unos decían que se
fingían ciegos, otros insultados, otros asimplados, otros
leprosos y todos muertos de hambre.

Mi amigo el jefe o maestro de la cuadrilla me dijo: ¿pues ve usted?
Yo soy quien les he dictado a cada uno de estos pobres el modo con que
han de buscar la vida, y por cierto que ninguno está
arrepentido de seguir mis consejos, contentándome yo con lo
poco que ellos me quieren dar para pasar la mía, pues ya estoy
jubilado y quiero descansar, porque he trabajado mucho en la
carrera. Si usted quiere seguirla, dígame cuál es su
vocación para habilitarlo de lo necesario. Si quiere ser cojo,
le daremos muletas; si baldado o tullido, su arrastradera de cuero; si
llagado, parches y trapos llenos de aceite; si anciano
decrépito, sus barbas y cabellera; si asimplado, usted
sabrá lo que ha menester; y, en fin, para todo tendrá
los instrumentos precisos, entrando en esto los tompiates, ollas,
trapos y bordones o báculos que necesite. En inteligencia que
ha de vivir con nosotros, no ha de ser zonzo para pedir, ni corto para
retirarse al primer desdén que le hagan; ha de tener entendido
que no siempre dan limosnas los hombres por Dios, muchas veces las dan
por ellos y algunas por el diablo. Por ellos, cuando la dan por
quitarse de encima a un hombre que los persigue dos cuadras sin temer
sus excusas ni sus baldones; y por el diablo cuando dan limosna por
quedar bien y ser tenidos por liberales, especialmente delante de las
mujeres. Yo me he envejecido en este honroso destino, y sé por
experiencia que hay hombres que jamás dan medio a un pobre sino
cuando están delante de las muchachas a quienes quieren
agradar, ya sea porque los tengan por francos, o ya por quitarse de
delante a aquellos testigos importunos, que acaso con su tenacidad les
hacen mala obra en sus galanteos o les interrumpen sus conversaciones
seductoras.

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