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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (100 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Esto prueba que, aunque no todos los hombres sean valientes, a lo
menos todos quieren parecerlo cuando llega la ocasión, y tan
lejos están de conocer y confesar su cobardía que el
más tímido suele ser el que más bravea cuando no
tiene delante al enemigo. Conque ser yo la excepción de
la regla y venir confesando que tengo miedo es prueba de que soy un
hombre de bien a las derechas, pues no sé mentir, que es otra
prenda tan apreciable como rara en los hombres.

Mira cuánto has hablado, hermano, me dijo el Aguilucho, no
en balde te llaman Periquillo. Pero dime, hombre, ¿cómo siendo
tan cobarde fuiste soldado?, porque ese ejercicio está tan
reñido con el miedo como la luz con las tinieblas.

Eso no te haga fuerza, le contesté, lo primero, que yo fui
soldado de mantequilla, pues no pasé de un asistente flojo y
regalón, sin saber no ya lo que es una campaña, pero ni
siquiera las fatigas del servicio. Lo segundo, que no todos los
soldados son valientes. ¿Cuántos van a fuerza a la
campaña, que no irían si los generales al aproximarse al
enemigo publicaran, como Gedeón, un bando para que el que se
sintiera débil de espíritu se fuera a su casa? Yo
aseguro que no pasarían de trescientos valientes en el
ejército más lucido y numeroso, si no la llevaban muy
cocida, o les instigaba la codicia del saco. Lo tercero y
último, que no todos los que dicen que tienen valor saben lo
que es valor.

Monsieur
de la Rochefoucauld dice que «el valor en el
simple soldado es una profesión peligrosa que toma para ganar
su vida». Explica las diferencias de valores, y concluye diciendo que
«el perfecto valor consiste en hacer sin testigos lo que serían
capaces de hacer delante de todo el mundo». Conque ya ves que el ser
soldado no es prueba de ser valientes.

¡Caramba, Periquillo, y lo que sabes!, me dijo con ironía el
Aguilucho, pero con todo tu saber estás en cueros; más
sabemos nosotros que tú. En fin, que traigan los caballos,
irás a ver nuestra casa y, si te acomodare, te quedarás
en nuestra compañía; pero no pienses que comerás
de balde, pues has de trabajar en lo que puedas.

En esto fueron a traer los caballos, les apretaron las cinchas
y yo monté en las ancas del de el Aguilucho, que era
famoso, y nos fuimos.

En el camino iba yo lisonjeándome interiormente de la
habilidad que había tenido para engañar a los ladrones
exagerándoles mi cobardía, que no era tanta como les
había pintado; pero tampoco tenía ganas de salir a robar
a los caminos exponiendo mi persona. Si el modo conque éstos
roban, decía yo a mi cotón, no fuera tan peligroso, con
mil diablos me echara yo a robar, pues ya no me falta más que
ser ladrón; pero esto de ponerme a que me cojan o me den un
balazo, eso si está endemoniado. ¡Dichosos aquellos ladrones
que roban pacíficamente en sus casas sin el menor riesgo de sus
personas! ¡Quién fuera uno de ellos!

En estas majaderías entretenía mi pensamiento,
mientras que tropando cerros, bajando cuestas y haciendo mil rodeos,
fuimos a dar a la entrada de una barranca muy profunda.

A poco de haber entrado en ella avistamos unas casas de madera,
adonde llegamos y nos apeamos muy contentos; pero más alegres
que nosotros salieron a recibirnos otros tres cazadores, que eran los
que el Aguilucho me dijo que se habían extraviado pocos
días antes de aquél.

Luego que vieron al Aguilón, le dieron muchos abrazos, y
éste se los correspondió con gravedad. Entramos a la
cueva y le manifestaron dos cajones de dinero, un gran baúl de
ropa fina y un envoltorio de ropa también, pero más
ordinaria, junto con una buena mula de carga y dos caballos
excelentes. Esto es, decía uno de ellos, todo el fruto del
negocio que hemos hecho en siete días que faltamos de tu
lado.

No esperaba yo menos de la viveza de ustedes, dijo el Aguilucho,
vamos a ver, repartámonos como hermanos. Diciendo esto
comenzó a repartir la ropa entre todos y el dinero se
echó al granel en unos baúles que allí
había, añadiendo el señor capitán: ya
saben ustedes que en el dinero no cabe repartición, y
así cada uno tomará lo que guste con mi aviso para lo
que necesite. A este pobre mozo, dijo señalándome, es
menester que cada uno lo socorra, pues es mi amigo viejo, viene
atenido a nosotros, y, aunque es miedosillo, ahí se le
quitará con el tiempo; tiene lo más, que es no ser
tonto; da esperanzas.

Apenas oyeron la recomendación aquellos buenos
prójimos, cuando todos a porfía me agasajaron. Uno me
dio dos camisas de estopilla muy buenas; otro una cotona de
paño de primera azul guarnecida con cordón y flecos de
oro; otro unos calzones de terciopelo negro con botones de plata
nuevos y sin más defecto que tener el aforro ensangrentado;
otro me habilitó de medias, calzoncillos y ceñidor; otro
me regaló botas, zapatos y ataderos; otro me dio un sombrero
tendido, de color de chocolate de muy rico castor, con su galoncito de
oro al bordo y una famosa toquilla; y el último me dio una
buena manga de paño de grana con su dragona de terciopelo
negro, guarnecida con galón y flecos de plata.

Después que todos me habilitaron con lo que quisieron, el
Aguilucho me regaló su mismo caballo, que era un tordillo
quemado del mejor mérito, y me lo dio sin quitarle la silla,
armas de pelo, freno ni cosa alguna. A esta galantería
añadió la de regalarme sus buenas espuelas y tantos
cuantos pesos pudo sacar en seis puñados, y me mandaron vestir
a toda prisa.

Concluida esta diligencia, hicieron una seña con un pito, y
salieron cuatro muchachonas no feas y bien vestidas, las que nos
saludaron muy afables, y luego nos sirvieron una buena mesa, y tal que
yo no la esperaba semejante en aquellas barrancas tan ocultas y
retiradas del comercio de los hombres.

Así que se acabó la comida, me dijeron cómo
aquellas señoras estaban destinadas al servicio común de
todos, y tanto ellas entre sí como ellos entre ellos se
llevaban como hermanos, sin andar con etiquetas, y sin conocerse en
aquella feliz Arcadia la maldita pasión de los celos.

Acabáronse estas inocentes conversaciones, mandaron ensillar
los caballos del Aguilucho y del Pípilo y se marcharon todos a
ver si hallaban caza, dejándome solo con las mujeres, y
diciéndome que me entretuviera en reconocer y limpiar las
armas.

Yo jamás había limpiado una escopeta, pero las
mujeres me enseñaron y se pusieron a ayudarme; y para hacer el
trabajo llevadero, me preguntaron mi vida y milagros, y yo las
entretuve contándoles mil mentiras, que creyeron como los
artículos de la fe; y en pago de mi cuento me refirieron todas
sus aventuras, que se reducían a decir que se habían
extraviado y habían venido a dar con aquellos hombres
desalmados, una porque su madre la regañaba, otra porque su
marido era celoso, aquélla porque el Pípilo la
engañó, y la última porque la tentó el
diablo.

Así pretendía cada una disimular su lubricidad y
hacerse tragar por una bendita; pero ya era yo perro viejo para que me
la dieran a comer, conocía bien al común de las mujeres
y sabía que las más que se pierden es porque no se
acomodan con la sujeción de los padres, maridos, amos o
protectores.

Sin embargo, yo me hice tonto y alegre, y supe de este modo todos
los arcanos de mis invictos compañeros; me dijeron cómo
eran ladrones y daban asaltos de interés, que todos eran muy
valientes, que rara vez salían sin volver habilitados y que ya
estaban ricos.

En prueba de esto me enseñaron un cuarto lleno de ropa,
alhajas, baúles de dinero, armas de todas clases, sillas,
frenos, espuelas y otras mil cosas, por las que eché de ver que
en realidad eran ladrones por mayor; mas, admirándome de que
cómo no se apartaban de aquella vida, que no podía ser
muy buena ni muy segura, teniendo ya todos con qué pasarla,
cuando no sin zozobras interiores, a lo menos sin sustos de la
justicia y sin riesgo de los robados, me dijeron que era imposible que
dejaran esa vida, lo uno porque no podían sacar la cara
sin exponerse a ser conocidos, y lo otro porque el robar era vicio, lo
mismo que el beber, jugar y fumar; y así que pretender quitar a
aquellos señores de los caminos con clase de ladrones
sería lo mismo que querer quitarles las barajas a los tahures y
los vasos a los ebrios.

En esto estábamos cuando ya al anochecer llegaron los
valientes a casa; se apearon y, después de jugar y chacotear
tres o cuatro horas, cenamos todos juntos muy contentos y
después nos fuimos a acostar, dándome para el efecto
suficiente ropa y una piel curtida de cíbolo.

Yo advertí que se quedaban cuatro de guardia a la entrada de
la barranca para hacer su cuarto de centinela, como los soldados, y
así me acosté y dormí con la mayor tranquilidad,
como si estuviera en compañía de unos varones
apostólicos; pero como a las tres de la mañana me la
interrumpieron los gritos desaforados que dieron todos, unos pidiendo
su carabina, otros su caballo y todos
cacao
[194]
, como vulgarmente
dicen.

El azoramiento de todos ellos, los gritos y llantos de las mujeres,
el ruido de varios tiros que se dan a la entrada de la barranca y el
alboroto general me tenían lelo. No hice más que
sentarme en la cama y estarme hecho un tronco esperando el fin de
aquella terrible aventura, cuando entró una mujer, su
llegó a mi rincón y, tropezando conmigo, me
conoció y, enfadada de mi flema, me dio un pescozón tan
bien dado que me hizo poner en pie muy deprisa. Salga usted,
collón, me decía, mandria, amujerado, maricón; ya
la justicia nos ha caído y están todos
defendiéndose, y el muy sinvergüenza se está
echadote como un cochino. Ande usted para fuera, socarrón, y
coja ese sable que está tras de la puerta, o si no yo le
exprimiré esta pistola en la barriga.

Esta fiesta era a obscuras, pero de que yo oí decir exprimir
pistolas, salí como un rayo, porque no me acomodaban esas
chanzas.

Como mi salida fue en camisa y con el sable que me dio la mujer, me
desconocieron los compañeros y, juzgándome alguacil en
pena, me dieron una zafacoca de cintarazos que por poco me matan, y lo
hubieran hecho muy fácilmente según las ganas que
tenían, pues uno gritaba: dale a filo, asegúralo,
asegúralo; pero a ese tiempo quiso Dios que saliera una mujer
con un ocote ardiendo, a cuya luz me conocieron y, compadecidos de la
fechoría que habían hecho, me llevaron a mi cama y me
acostaron.

A poco rato se sosegó el alboroto, y a éste
siguió un profundo silencio en los hombres y un incansable
llanto en las mujeres. Yo, algo aliviado de los golpes que
llevé, al escuchar los llantos, y temiendo no fuera otro susto
que acarreara a mi cama alguna maldita mujer desaforada, me
levanté con tiempo, me medio vestí, salí para la
otra pieza y me encontré a todos los hombres y mujeres rodeados
de un cadáver.

La sorpresa que me causó semejante funesto
espectáculo fue terrible, y no pude sosegar hasta que me
dijeron cuanto había sucedido, y fue que los centinelas
apostados de vigilancia vieron pasar cerca de ellos, y como con
dirección a la barranca, una tropa de lobos y, creyendo que
eran alguaciles, les dispararon las carabinas, a cuyo ruido se
alborotaron los de abajo; subieron para la cumbre y, pensando que dos
de sus compañeros que bajaron a avisar eran alguaciles, les
dispararon con tan buen tino que a uno le quebraron una pierna y al
otro lo dejaron muerto en el acto.

Cuando oí estas desgracias me di de santos de que no hubiera
yo sufrido sino cintarazos, y hasta creo que se me aliviaron
más mis dolores. Ya se ve, el hombre, cuando compara su suerte
con otra más ventajosa, se cree desdichado; pero, si la compara
con otra más infeliz, entonces se consuela y no se lamenta
tanto de sus males. La lástima es que no acostumbramos
compararnos con los más infelices, sino con los más
dichosos que nosotros, y por eso se nos hacen intolerables nuestros
trabajos.

En fin, amaneció el día y a
su llegada concluyó el velorio y sepultaron al difunto. El
Aguilucho me dijo: tú me dijiste que entendías de
médico; mira a ese compañero herido y dime los
medicamentos que han de traer de Puebla, que los traerán sin
falta, porque todos los venteros son amigos y compadres, y nos
harán el favor.

Quedeme aturdido con el encargo, porque entendía de
cirugía tanto como de medicina, y no sabía qué
hacer, y así decía entre mí: si digo que no soy
cirujano sino médico, es mala disculpa, pues le dije que
entendía de todo; si empeoro al enfermo y lo despacho al
purgatorio, temo que me vaya peor que en Tula, porque estos malditos
son capaces de matarme y quedarse muy frescos. ¡Virgen
Santísima!, ¿qué haré?
Alúmbrame… Ánimas benditas, ayudarme. Santo
mío, San Juan Nepomuceno, pon tiento en mi lengua…

Todas estas deprecaciones hacía yo interiormente sin acabar
de responder, fingiendo que estaba inspeccionando la herida, hasta que
el Aguilucho, enfadado con mi pachorra, me dijo: ¿por fin, a
qué horas despachas? ¿Qué se trae?

No pude disimular más, y así le dije: mira, no se
puede ensamblar la pierna, porque el hueso está hecho astillas
(y era verdad). Es menester cortarla por la fractura de la tibia, pero
para esto se necesitan instrumentos, y yo no los tengo.

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