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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (104 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Le di los debidos agradecimientos, se puso la mesa, comimos y
concluido esto rezamos un Padre nuestro por el alma de nuestro infeliz
amigo Januario. Dormimos siesta, y a las cuatro, después de
tomar chocolate, salí en un coche con el padre Pelayo a la casa
del que iba a ser mi amo.

En cuanto me vio parece que le confronté, porque me
trató con mucha urbanidad y cariño. Tal debió de
ser el buen informe que de mí le hizo nuestro confesor y
amigo.

Era hombre viudo, sin hijos, rico y liberal, circunstancias que lo
debían hacer buen amo, como lo fue en efecto.

El destino era cuidar como administrador el mesón del pueblo
llamado San Agustín de las Cuevas, que sabéis dista
cuatro leguas de esta capital, y girar una buena tienda que
tenía en dicho pueblo, debiendo partirse a medias entre
mí y el amo las utilidades que ambos tratos produjeran.

Se deja entender que admití en el momento, llenando a Pelayo
de agradecimientos; y, habiendo quedado corrientes y aplazado el
día en que debía recibir, nos fuimos yo y mi amigo
Martín para la Profesa.

En la noche platicamos sobre varios asuntos, rematando Pelayo la
conversación con encargarme que me manejara con honradez y no
le hiciera quedar mal. Se lo prometí así, y nos
recogimos.

Al día siguiente me dejó mi amigo en su aposento, y a
poco rato volvió habilitado de géneros y sastre;
hizo me tomara medida de capa y vestido y, habiéndole dado no
sé qué dinero, lo despidió.

Si me admiró la generosidad del padre Pelayo, y si yo no
hallaría expresiones con que significarle mi gratitud,
fácil es conjeturarlo. Él me dijo: te he suplido este
dinero y he hecho estas diligencias en tu obsequio por tres motivos:
porque no maltrates más esa ropa que no es tuya, porque no te
exponga ella misma a un bochorno, y porque tu amo te trate como a un
hombre fino y civilizado, y no como a un payo silvestre. Hace mucho al
caso el traje en este mundo, y, aunque no debemos vestirnos con
profanidad, debemos vestirnos con decencia y según nuestros
principios y destinos.

A los tres días vino el sastre con la ropa, me planté
con capote y chaquetita, pero al estilo de México; Pelayo fue
conmigo al mesón, donde le entregué el caballo y sus
arneses; volvimos a la Profesa, hice una lista de todo lo que le
entregaba y al otro día puso Martín todo aquello en
poder del capitán de la Acordada, para que éste
solicitara sus dueños o viera lo que hacía.

No restando ya más que hacer sobre esto, y llegando el
día en que había de recibir la tienda y el mesón,
fuimos a San Agustín de las Cuevas, me entregué de todo
a satisfacción, mi amo y el padre volvieron a México, y
yo me quedé en aquel pueblo manejándome con la mejor
conducta, que el cielo me premió con el aumento de mis
intereses y una serie de felicidades temporales.

Capítulo XII

En el que refiere Periquillo su conducta en San
Agustín de las Cuevas y la aventura del amigo Anselmo, con
otros episodios nada ingratos

Así como se dice que el sabio vence
su estrella, se pudiera decir con más seguridad que el hombre
de bien, con su conducta constantemente arreglada, domina casi siempre
su fortuna por siniestra que sea.

Tal dominio experimenté yo, aun las ocasiones que
observé un proceder honrado por hipocresía; bien que,
luego que trastabillaba y me descaraba con el vicio, volvían
mis adversas aventuras como llovidas.

Desengañado con esta dolorosa y repetida observación,
traté de pensar seriamente, considerando que ya tenía
más de treinta y siete años, edad harto propia para
reflexionar con juicio. Procuré manejarme con honor y no dar
que decir en aquel pueblo.

Cada mes en un domingo venía a México, me confesaba
con mi amigo Pelayo y con él me iba después a pasar al
resto del día en la casa y compañía de mi amo,
quien me manifestaba cada vez más confianza y más
cariño. A la tarde salía a pasear a la Alameda o a otras
partes.

¡Cuántas veces me decía Pelayo!: Sal,
expláyate, diviértete. No está la virtud
reñida con la alegría ni con la honesta
diversión. La hermosura del campo para recreo de los sentidos y
la comunicación recíproca de los hombres por medio de la
explicación de sus conceptos para desahogo de sus almas es
bendita por el mismo Dios, pues su Majestad crió así la
belleza, aromas, sabores, virtudes y matices de las plantas, flores y
frutos, como la viveza, gracia, penetración y sublimidad de los
entendimientos, y todo lo hizo, crió y destinó para
recreo y utilidad del hombre; y, si no, ¿a qué fin sería
dotar a las criaturas subalternas de bellezas, y al racional de
espíritu para percibirlas, si no nos había de ser
lícito ejercitar sobre ellas nuestro talento ni sentidos?
Sería una creación inútil por una parte, y por
otra una tiranía que degradaría a la Deidad, pues
probaría que había criado entes espectables y
deliciosos, y nos había dotado de apetitos,
prohibiéndonos la aplicación de éstos y la
fruición de aquéllos. Pena que los gentiles la hallaron
digna de ser castigo infernal para los crueles y avaros como
Tántalo, a quien concedieron la vista inmediata de las manzanas
y el agua, que llegaban a su boca, y no podía satisfacer su sed
ni su hambre.

Ya se ve que esto sería un absurdo pensarlo; pero, aunque
sin malicia, no forman mejor concepto de la Divinidad los que creen
que se ofende de nuestras diversiones inocentes.

El abuso y no el uso es lo que se prohíbe hasta en las obras
de virtud. Yo tengo esta opinión por muy segura, y como tal te
la aconsejo:
no peques y diviértete cuanto quieras
,
porque Dios nos quiere santos, no monos, ridículos, hurones ni
tristes. Eso quédese para los hipócritas, que los
justos, en esta expresión del santo David, deben alegrarse y
regocijarse en el Señor, y pueden muy bien cantar y saltar con
su bendición al son de la cítara, la lira y el
salterio.

Frases son éstas conque el santo rey explica que Dios no
quiere mustios ni zonzos. El yugo de la ley del Señor es suave,
y su carga muy ligera. Cualquier cristiano puede gozar de aquella
diversión que no sea pecaminosa ni arriesgada. Ninguna
dejará de serlo, ni la asistencia a los templos, si el
corazón está corrompido y mal dispuesto; y cualquiera no
lo será, aunque sea un baile y unas bodas, si asistimos a ellas
con intención recta y con ánimo de no prevaricar. Las
ocasiones son próximas y debemos huir los peligros cuando
tenemos experimentada nuestra debilidad. Conque, así,
diviértete según te dicte una prudente
observación.

Fiado en éstos y otros muchos iguales documentos, me
salía yo a pasear buenamente; y, aunque encontraba a
muchos de aquellos briboncillos que se habían llamado mis
amigos, procuraba hacer que no los veía; y, si no lo
podía excusar, me desembarazaba con decirles que estaba
destinado fuera de México y que me iba a la noche, con lo que
perdían la esperanza de estafarme y seducirme.

En una de estas lícitas paseadas me habló a la mano
un muchachito muy maltratado de ropa, pero bonito de cara,
pidiéndome un socorro por amor de Dios para su pobre madre, que
estaba enferma en cama y sin tener qué comer.

Como estas palabras las acompañaba con muchas
lágrimas, y con aquella sencillez propia de un niño de
seis años, lo creí y, compadeciéndome del estado
infeliz que me pintó, le dije me llevara a su casa.

Luego que entré en ella vi que era cierto cuanto me dijo,
porque en un cuarto, que llaman redondo (que era toda la casa),
yacía sobre unos indecentes bancos de cama una señora
como de veinticinco años de edad, sin más
colchón, sábanas ni almohada que un petate, una frazada
y un envoltorio de trapos a la cabecera. En un rincón de la
misma cama estaba tirado un niño como de un año,
hético y extenuado, que de cuando en cuando estiraba los secos
pechos de su débil madre exprimiéndole el poco jugo que
podía.

Por el sucio aposentillo andaba una huerita de tres años,
bonita a la verdad, pero hecha pedazos, y manifestando en lo
descolorido de su cara el hambre que le había robado lo
rozagante de sus mejillas.

En el brasero no había lumbre ni para encender un cigarro, y
todo el ajuar era correspondiente a tal miseria.

No pudo menos que conmover mi sensibilidad una escena tan infeliz;
y así, sentándome junto a la enferma en su misma cama,
le dije: Señora, lastimado de las miserias que de usted me
contó este niño, determiné venir con él a
asegurarme de su verdad, y por cierto que el original es
más infeliz que el retrato que me hizo esta criatura.

Pero, pues estoy satisfecho, no quiero que mi venida a ver a usted
le sea enteramente infructuosa. Dígame usted quién es,
qué padece y cómo ha llegado a tan deplorable
situación; pues, aunque con esta relación no consiga
otra cosa que disipar la tristeza que me parece la agobia, no
será mal conseguir, pues ya sabe que nuestras penas se alivian
cuando nos las comunicamos con confianza.

Señor, dijo la pobre enferma con una voz lánguida y
harto triste, señor, mis penas son de tal naturaleza que pienso
que el referirlas, lejos de servirme de algún consuelo,
renovará las llagas de que adolece mi corazón; pero, sin
embargo, sería yo una ingrata descortés si, aunque a
costa de algún sacrificio, dejara de satisfacer la curiosidad
de usted…

No, señora, le dije, no permita Dios que exigiera de usted
ningún sacrificio. Creía que la relación de sus
desdichas le serviría de refrigerio en medio de ellas; pero, no
siendo así, no se aflija. Tenga usted esto poco que tengo en la
bolsa y sufra con resignación sus trabajos,
ofreciéndoselos al Señor, y confiando en su
amplísima Providencia que no la desamparará, pues es un
Padre amante que cuando nos prueba nos amerita y premia, y cuando nos
castiga es con suavidad, y aun así le queda la mano
adolorida.

Yo tendré cuidado de que un sacerdote amigo mío venga
a ver a usted y le imparta los auxilios espirituales y temporales que
pueda. Conque adiós.

Diciendo esto, le puse cuatro pesos en la cama y me levanté
para salirme, mas la señora no lo permitió; antes,
incorporándose como mejor pudo en su triste lecho, con los ojos
llenos de agua, me dijo: no se vaya usted tan presto, ni quiera
privarme del consuelo que me dan sus palabras. Suplico a usted que se
siente, quiero contarle mis desventuras, y creo que ya me será
alivio el comunicarlas a un sujeto que sin mérito me
manifiesta tanto interés en mi desgraciada suerte.

Yo me llamo María Guadalupe Rosana; mis padres fueron nobles
y honrados, y, aunque no ricos, tenían lo suficiente para
criarme, como me criaron con regalo. Nada apetecía yo en mi
casa, era querida como hija y contemplada como hija
única. Así viví hasta la edad de quince
años, en cuyo tiempo fue Dios servido de llevarse a mi padre, y
mi madre, no pudiendo resistir este golpe, lo siguió al
sepulcro dentro de dos meses.

Sería largo de contar los muchos trabajos que sufrí y
los riesgos a que se vio expuesto mi honor en el tiempo de mi
orfandad. Hoy estaba en una casa, mañana en otra, aquí
me hacían un desaire, allí me intentaban seducir, y en
ninguna encontraba un asilo seguro, ni una protección
inocente.

Tres años anduve de aquí para allí,
experimentando lo que Dios sabe, hasta que, cansada de esta vida,
temiendo mi perdición y deseando asegurar mi honor y
subsistencia, me rendí a las amorosas y repetidas instancias
del padre de estas criaturas. Me casé por fin, y en cuatro o
cinco años jamás me dio mi esposo motivo de
arrepentirme. Cada día estaba yo más contenta con mi
estado; pero habrá poco más de un año que mi
dicho esposo, olvidado de sus obligaciones, y prendado de una buena
mujer que, como muchas, tuvo arte para hacerlo mal marido y mal padre,
me ha dado una vida bastante infeliz, y me ha hecho sufrir hambres,
pobrezas, desnudeces, enfermedades y otros mil trabajos, que
aún son pocos para satisfacción de mis pecados.

La disipación de mi marido nos acarreó a todos el
fruto que era natural; ésta fue la última miseria en que
me ve usted y él se mira.

Cuando fue hombre de bien sostenía su casa con decencia,
porque tenía un cajoncito bien surtido en el Parián y
contaba con todos los géneros y efectos de los comerciantes, en
virtud del buen concepto que se tenía granjeado con su buena
conducta; pero, cuando comenzó a extraviarse con la
compañía de sus malos amigos, y cuando se
aficionó de su otra señora, todo se perdió por
momentos. El cajoncito bajo de crédito con su ausencia; el
cajero hacía lo que quería, fiado en la misma, porque mi
esposo no iba al Parián sino a sacar dinero, y no a otra cosa;
la casa nuestra estaba de lo más desatendida, los muchachos
abandonados, yo mal vista, los criados descontentos y todo dado a la
trampa.

Es verdad que, cuando a mí me pagaba casa de a diez pesos y
me tenía reducida a dos túnicos y a seis reales de
gasto, tenía para pagar a su dama casa de veinte, dos criadas,
mucha ropa y abundantes paseos y diversiones; pero así
salió ello.

Al paso que crecían los gastos se menoscababan los
arbitrios. Dio con el cajón al traste prontamente, y la
señorita, en cuanto lo vio pobre, lo abandonó y se
enredó con otro. A seguida vendió mi marido la poca ropa
y ajuar que le había quedado, y el casero cargó con el
colchón, el baúl y lo poco que se había
reservado, echándonos a la calle, y entonces no tuvimos
más recurso que abrigarnos en esta húmeda, indecente e
incómoda accesoria.

Pero, como cuando los trabajos acometen a los hombres llegan de
tropel, sucedió que los acreedores de mi marido, sabedores de
su descubierto y satisfechos de que había disipado el principal
en juegos y bureos, se presentaron y dieron con él en una
prisión donde lo tienen hasta que no les facilite un fiador de
seis mil pesos que les debe. Esto es imposible, pues no tiene
quién lo fíe ni en seis reales, ni aun sus amigos, que
me decía que tenía muchos, y algunos con proporciones;
aunque ya se sabe que en el estado de la tribulación se
desaparecen los amigos.

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