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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (106 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Capítulo XIII

En el que refiere Perico la aventura del misántropo, la
historia de éste y el desenlace del paradero del trapiento, que
no es muy despreciable

Aunque mi cajero era, como he dicho, muy
hombre de bien, exactísimo en el cumplimiento de su
obligación y poco amigo de pasear, los domingos que no
venía yo a la ciudad cerraba la tienda por la tarde, tomaba mi
escopeta, le hacía llevar la suya y nos salíamos a
divertir por los arrabales del pueblo.

Esta amistad y agrado mío le era muy satisfactorio a mi buen
dependiente, y yo lo hacía con estudio, pues, a más de
que él se lo merecía, consideraba yo que sin perder nada
granjeaba mucho, pues vería aquellos intereses más como
de un amigo que como de un amo, y así trabajaría con
más gusto. Jamás me equivoqué en este juicio, ni
se equivocará en el mismo todo el que sepa hacer
distinción entre sus dependientes, tratando a los hombres de
bien con amor y particular confianza, seguro de que los hará
mejores.

En una de las tardes que andábamos a caza de conejos, vimos
venir hacia nosotros un caballo desbocado, pero en tan precipitada
carrera que por más que hicimos no fue posible detenerlo;
antes, si no nos hacemos a un lado, nos arroja al suelo contra nuestra
voluntad.

Lástima nos daba el pobre jinete, a quien no valían
nada las diligencias que hacía con las riendas para
contenerlo. Creímos su muerte próxima por la furia de
aquel ciego bruto, y más cuando vimos que, desviándose
del camino real, corrió derecho por una vereda y,
encontrándose con una cerca de piedras de la huerta de un
indio, quiso saltarla y, no pudiendo, cayó en tierra cogiendo
debajo la pierna del jinete.

El golpe que el caballo llevó fue tan grande que pensamos se
había matado, y al jinete también, porque ni uno ni otro
se movían.

Compadecidos de semejante desgracia corrimos a favorecer al hombre;
pero éste, apenas vio que nos acercábamos a él,
procuró medio enderezarse y, arrancando una pistola de la
silla, la cazó dirigiéndonos la puntería, y con
una ronca y colérica voz nos dijo: enemigos malditos de la
especie humana, matadme si a eso venís, y arrancadme esta vida
infeliz que arrastro… ¿Qué hacéis, perversos? ¿Por
qué os detenéis, crueles? Este bruto no ha podido
quitarme la vida que detesto, ni son los brutos capaces de hacerme
tanto mal. A vosotros, animales feroces, a vosotros está
reservado el destruir a vuestros semejantes.

Mientras que aquel hombre nos insultaba con éstos y otros
iguales baldones, yo lo observaba con miedo y atención, y
cierto que su figura imponía temor y lástima. Su vestido
negro, y tan roto que en partes descubría sus carnes blancas,
su cara descolorida y poblada de larga barba, sus ojos hundidos,
tristes y furiosos, su cabellera descompuesta, su voz ronca, su
ademán desesperado, y todo él manifestaba el estado
más lastimoso de su suerte y de su espíritu.

Mi cajero me decía: vámonos, dejemos a este ingrato,
no sea que perdamos la vida cuando intentamos darla a este
monstruo. No, amigo, le dije, Dios que ve nuestras sanas intenciones
nos la guardará. Este infeliz no es ingrato como usted
piensa. Acaso nos juzga ladrones porque nos ve con las escopetas en
las manos, o será algún pobrecito que ha perdido el
juicio, o está para perderlo por alguna causa muy grave; pero,
sea lo que fuere, de ninguna manera conviene dejarlo en este
estado. La humanidad y la religión nos mandan
socorrerlo. Hagámoslo.

Esto platicamos fingiendo que no lo veíamos y que
queríamos retirarnos, mientras él no cesaba de
injuriarnos lo peor que podía; pero, viendo que no le
hacíamos caso y le teníamos vueltas las espaldas,
procuró sacar la pierna azotando con el látigo al
caballo para que se levantara; mas éste no podía, y el
hombre, deseando desquitar su enojo, le disparó la pistola en
la cabeza, pero en vano porque no dio fuego.

Entonces registró la cazueleja y, hallándola sin
pólvora, trataba de cebarla, cuando, aprovechando nosotros
aquel instante favorable, corrimos hacia él y,
afianzándole los brazos, le quitó mi cajero las
pistolas, yo alcé al caballo de la cola y sacamos de esta
suerte de debajo de él al triste roto, que, enfurecido
más con la violencia que reconocido al beneficio que acababa de
recibir, se esforzaba a maltratarnos, diciéndonos: os
cansáis en vano, ladrones insolentes y atrevidos. Nada tengo
que me llevéis. Si queréis el caballo y estos trapos,
lleváoslos, y quitadme la vida como os dije, seguros en que me
haréis un gran favor.

No somos ladrones, caballero, le dije, somos unos hombres de honor
que, paseándonos por aquí, hemos visto la desgracia de
usted y, obligados por la humanidad y la religión, hemos
querido aliviarlo en su mal, y así no pague con injurias esta
prueba de la verdadera amistad que le profesamos.

¡Bárbaros!, nos respondió el hombre puesto en pie,
¡bárbaros!, ¿aún tenéis descaro para profanar con
vuestros impuros labios las sagradas voces de honor, amistad y
religión? ¡Crueles! Esas palabras no están bien en la
indigna boca de los enemigos de Dios y de los hombres.

Seguramente este pobre está loco como usted ha pensado, me
dijo mi cajero. Entonces se le encaró el roto y le dijo: no, no
estoy loco, indigno; pluguiera a Dios que jamás hubiera tenido
juicio para no haber tenido tanto que sentir de vosotros. ¿De
nosotros?, preguntaba muy admirado mi cajero. Sí, cruel, de
vosotros y de vuestros semejantes. ¿Pues quiénes somos
nosotros? ¿Quiénes sois?, decía el roto. Sois unos
impíos, crueles, ladrones, ingratos, asesinos,
sacrílegos, aduladores, intrigantes, avaros, mentirosos,
inicuos, malvados, y cuanto malo hay en el mundo. Bien os conozco,
infames. Sois hombres y no podéis dejar de ser lo que os he
dicho, porque todos los hombres lo son. Sí, viles, sí,
os conozco, os detesto, os abomino; apartaos de mí o matadme,
porque vuestra presencia me es más fastidiosa que la muerte
misma; pero id asegurados en que no estoy loco sino cuando miro a los
hombres y recuerdo sus maquinaciones infernales, sus procederes
malditos, sus dobleces, sus iniquidades y cuanto me han hecho padecer
con todas ellas. Idos, idos.

Lejos de incomodarme con aquel infeliz, lo compadecí de
corazón, conociendo que, si no estaba loco, estaba
próximo a serlo; y más lo compadecí cuando
advertí por sus palabras que era un hombre fino, que
manifestaba bastante talento, y si aborrecía al género
humano no procedía esta fatal misantropía de malicia de
corazón, sino de los resentimientos que obraban en su
espíritu furiosamente cuando se acordaba de los agravios que le
habían hecho sufrir algunos de los muchos mortales inicuos que
viven en el mundo.

Al tiempo que hacía estas consideraciones, reflexionaba que
no es buen medio para amansar a un demente oponerse a sus ideas, sino
contemporizar con ellas por extravagantes que sean; y así,
aprovechando este recuerdo, le dije al cajero: el señor dice
muy bien. Los hombres generalmente son depravados, odiosos y
malignos. Días ha que se lo he dicho a usted, don Hilario, y
usted me tenía por injusto; pero gracias a Dios que encontramos
a otro hombre que piense con el acierto que yo.

Tal es la experiencia que tengo de ellos, dijo el
misántropo, y tales son los males que me han hecho.

Si vamos a recordar agravios, le dije, y a aborrecer a los hombres
por los que nos han inferido, nadie tiene más motivo para
odiarlos que yo, porque a nadie han perjudicado como a mí.

Eso no puede ser, contesto el misántropo, nadie ha sufrido
mayores daños ni crueldades de los malditos hombres que el
infeliz que usted mira. ¡Si supiera mi vida…!

Si oyera usted mis aventuras, le contesté,
aborrecería más a los pésimos mortales y
confesara que debajo del sol no hay quien haya padecido más que
yo.

Pues bien, decía, refiérame los motivos que tiene
para aborrecerlos y quejarse de ellos, y yo le contaré los
míos; entonces veremos quién de los dos se queja con
más justicia.

Éste era el punto a donde quería yo reducirlo, y
así le dije: convengo en la propuesta, pero para eso es
necesario que vayamos a casa. Sírvase usted pasar a ella y
contestaremos.

Sea en hora buena, dijo el misántropo, vamos. Al dar el
primer paso cayó al suelo, porque estaba muy lastimado de un
pie. Lo levantamos entre los dos y apoyándose en nuestros
brazos lo llevamos a casa.

Fuimos entrando al pueblo representando la escena más
ridícula, porque el enlutado roto iba renqueando en medio de
nosotros dos, que lo llevábamos con nuestras escopetas al
hombro y estirando al caballo, cojo también, que tal
quedó del porrazo.

Semejante espectáculo concilió muy presto la
curiosidad del vulgo novelero y, como con la ocasión de haber
fiestas en el pueblo había concurrido mucha gente, en un
instante nos vimos rodeados de ella.

Algo se incomodó el misántropo con semejantes
testigos, y más cuando uno de los mirones dijo en alta voz: sin
duda éste era un gran ladronazo y estos señores lo han
cogido, y lastimado lo llevan a la cárcel.

Entonces, brotando fuego por los ojos, me dijo: ¿ve usted
quiénes son los hombres? ¿Ve usted qué fáciles
son para pensar de sus semejantes del peor modo? Al instante que
me ven me tienen por ladrón. ¿Por qué no me juzgan
enfermo y desvalido? ¿Por qué no creen que ustedes me socorren,
sino que antes su caridad la suponen justicia y rigor? ¡Ah!, ¡malditos
sean los hombres!

¿Quién hace caso, le dije, del vulgo, cuando sabemos que es
un monstruo de muchas cabezas con muy poco o ningún
entendimiento? El vulgo se compone de la gente más idiota del
pueblo, y ésta no sabe pensar, y cuando piensa alguna cosa es
casi siempre mal, pues, no conociendo las leyes de la crítica,
discurre por las primeras apariencias que le ministran los objetos
materiales que se le presentan, y, como sus discursos no se arreglan a
la recta razón, las más veces son desatinados, y los
forma tales con la misma ignorancia que un loco; pero, así como
no debemos agraviarnos por las injurias que nos diga un loco, porque
no sabe lo que dice, tampoco debemos hacer aprecio de los dicterios ni
opiniones perversas del vulgo, porque es un loco y no sabe lo que
piensa ni lo que habla.

En esto llegamos a la casa, hice desensillar el caballo y dispuse
que al momento lo curasen con el mayor esmero. Vinieron los
albéitares, lo reconocieron, lo curaron; hice que le pusieran
caballeriza separada, la mandé asear y que se le echara mucho
maíz y cebada, y destiné un mozo para que lo cuidara
prolijamente. Todo esto fue delante del misántropo, quien,
admirado del cuidado que me debía su bestia, me dijo: mucho
aprecia usted a los caballos. Más estimo a los hombres, le
dije. ¿Cómo puede ser eso, me dijo, cuando no ha veinte minutos
que me aseguró usted que los aborrecía? Así es,
le contesté, aborrezco a los hombres malos, o más bien
las maldades de los hombres; pero a los hombres buenos como usted los
amo entrañablemente, los deseo servir en cuanto puedo, y cuanto
más infelices son, más los amo y más me intereso
en sus alivios.

Al oír estas palabras, que pronuncié con el posible
entusiasmo, advertí no sé qué agradable
mutación en la frente del misántropo, y, sin dar lugar a
reflexiones, lo metimos a mi sala, donde tomamos chocolate, dulce y
agua.

Concluido el parco refresco, me preguntó mis desgracias, yo
le supliqué me refiriera las suyas, y él, procediendo
con mucha cortesía, se determinó a darme gusto, a tiempo
que un mozo avisó que buscaban a don Hilario. Salió
éste, y entretanto el misántropo me dijo: Es muy larga
mi historia para contarse con la brevedad que deseo; pero sepa usted
que yo, lejos de deber ningún beneficio a los hombres, de
cuantos he tratado he recibido mil males. Algunos mortales numeran
entre sus primeros favorecedores a sus padres, gloriándose de
ello justamente, y teniendo sus favores por justísimos y
necesarios; mas yo, ¡infeliz de mí!, no puedo lisonjear mi
memoria con las caricias paternales como todos, porque no
conocí a mi cruel padre, ni aun supe cómo era mi indigna
madre.

No se escandalice usted con estas duras expresiones hasta saber los
motivos que tengo para proferirlas. A este tiempo entró mi
cajero muy contento, y aunque quise que me descubriera el motivo de su
gusto no lo pude conseguir, pues me dijo que acabaría de
oír al misántropo y luego me daría una nueva que
no podía menos de darme gusto.

Ved aquí excitada mi curiosidad con dos motivos. El primero
por saber las aventuras del misántropo, y el segundo por
cerciorarme de la buena ventura de mi dependiente; mas, como
éste quería que aquél continuara, se lo
rogué, y continuó de esta suerte.

Dije, señor, prosiguió el misántropo, que
tengo razón para aborrecer entre los hombres en primer lugar a
mi padre y a mi madre. ¡Tales fueron conmigo de ingratos y
desconocidos! Mi padre fue el marqués de Baltimore, sujeto bien
conocido por su título y su riqueza.

Este infame me hubo en doña Clisterna Camõens,
oriunda de Portugal. Ésta era hija de padres muy nobles,
pero pobres y virtuosos. El inicuo marqués enamoró a
Clisterna por satisfacer su apetito, y ésta se dejó
persuadir más por su locura que por creer que se casaría
con ella el marqués, porque siendo rico y de título no
era fácil semejante enlace, pues ya se sabe que los ricos muy
rara vez se casan con las pobres, mucho menos siendo aquéllos
titulados. Ordinariamente los casamientos de los ricos se reducen a
tales y tan vergonzosos pactos que más bien se podían
celebrar en el consulado por lo que tienen de comercio, que en el
provisorato por lo que tienen de sacramento. Se consultan los caudales
primero que las voluntades y calidades de los novios. No es mucho,
según tal sistema, ver tan frecuentes pleitos matrimoniales
originados por los enlaces que hace el interés y no la
inclinación de los contrayentes.

Como el marqués no enamoró a Clisterna con los fines
santos que exige el matrimonio, sino por satisfacer su pasión o
apetito, luego que lo contentó y ésta le dijo que estaba
grávida buscó un pretexto de aquellos que los hombres
hallan fácilmente para abandonar a las mujeres, y ya no la
volvió a ver ni a acordarse del hijo que dejaba depositado en
sus entrañas. ¿A este cruel podré amarlo ni nombrarlo
con el tierno nombre de padre?

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