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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (102 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Esto conseguiríamos si supiéramos aprovecharnos de la
experiencia, pero la lástima es que no aprendemos por
más frecuentes que sean las lecciones.

Dígalo yo. ¿Qué de trabajos, qué de desaires,
qué de vergüenzas, qué de ingratitudes, qué
de golpes, prisiones, sustos, congojas y contratiempos no he pasado?
¿A qué riesgos no me he expuesto, y en qué
situación tan deplorable me veo? Yo he tenido que sufrir azotes
y reprensiones de los maestros, golpes de toros y caballos, zapatazos,
baños de agua hirviendo, amenazas y desvergüenzas de las
viejas, deslealtades, burlas y desprecios de los malos amigos, palos
de payos, desaires de cortesanos, ingratitudes de parientes,
abominaciones de extraños, lanzamientos de los amos, vejaciones
de tunos, prisiones de la justicia, ollazos de indios, heridas dadas
con razón por casados agraviados por mí, trabajos de
hospitales, araños de coquetas, sustos de muertos y velorios,
robos de pícaros y trescientas mil desventuras que, lejos de
servirme de escarmiento, no parece sino que las primeras me han sido
unos estímulos eficaces para exponerme a las segundas.

¿Qué tengo ya que perder? El lustre de mi nacimiento se
halla opacado con mis vergonzosos extravíos, mi salud arruinada
con mis excesos, los bienes de fortuna perdidos con mi constante
disipación, amigos buenos no los conozco, y los malos me
desprecian y abandonan. Mi conciencia se halla agitada por los
remordimientos de mis crímenes, no puedo reposar con sosiego, y
la felicidad tras que corro parece que es una fantasma aérea
que al quererla asir se deshace entre mis manos.

Todo, pues, lo he perdido. No tengo más que la vida y el
alma que cuidar. Es lo último que me queda, pero también
lo más apreciable.

Dios se interesa en que no me pierda eternamente. ¡Cuántas
veces pude haber perdido la vida a manos de los hombres, en poder de
los brutos, en medio de la mar y aun a mis propias manos!
Innumerables. Hoy pudo haber sido el último de mis
días. A mi lado cayó el Pípilo, a otro el
Aguilucho, y las balas unas tras otras cruzaban crujiendo el aire
junto de mis orejas, balas que ciertamente se dirigían a mi
persona, y balas que me pasaban la muerte por los ojos.

Como aquéllos murieron, ¿no pude yo haber muerto? Como hubo
balas bien dirigidas para ellos, ¿no pudo haber alguna para mí?
¿Yo me libré de ellas por mi propia virtud y agilidad? Claro
es que no. Una mano invisible y Todopoderosa fue la que las desviaba
de mi cuerpo con el piadoso fin de que no me perdiera para siempre. ¿Y
qué méritos tengo contraídos para haberle debido
tal cuidado? ¡Oh, Dios!, yo me avergüenzo al acordarme que toda
mi vida ha sido una cadena de crímenes no interrumpida. He
corrido por la niñez y la juventud como un loco furioso,
atropellando por todos los respetos más sagrados, y me hallo en
la virilidad con más años y delitos que en mi pubertad y
adolescencia.

Treinta y tantos años cuento de vida, y de una vida
pecaminosa y relajada. Sin embargo, aún no es tarde, aún
tengo tiempo para convertirme de veras y mudar de conducta. Si me
entristece lo largo de mi vida relajada, consuéleme saber que
el Gran Padre de familias es muy liberal y bondadoso, y tanto paga al
que entra a la mañana a su viña como al que comienza a
trabajar en ella por la tarde. Esto es hecho, enmendémonos.

Diciendo esto, lleno de temor y compunción aderecé el
caballo, subí en él y me dirigí al pueblo o venta
de San Martín.

Llegué cerca de las siete de la noche, pedí de cenar
y mandé que desensillaran y cuidaran de mi caballo a
título de valor, pues no llevaba un real.

Después que cené, salí a tomar fresco al
portalito de la venta, donde estaba otro pasajero en la misma
diligencia.

Nos saludamos cortésmente y enredamos la conversación
hasta hacerse familiar, siendo el asunto principal el suceso acaecido
aquel día con los ladrones. Me dijo cómo había
salido de Puebla y caminaba para Calpulalpan, teniendo que hacer una
corta demora en Apan.

Yo le dije que iba para este último pueblo, de donde
tenía que pasar a México, y así podríamos
ir acompañados, porque yo tenía mucho recelo de los
ladrones.

Se debe tener, me contestó el pasajero, pero, con los sustos
que han llevado de la semana pasada a esta parte, es regular que no se
rehagan tan presto las gavillas. En pocos días les han pillado
seis, han cogido uno y han quedado tendidos en el campo cuatro. Conque
ya ve usted que son de menos en su cuenta once, y a este paso los
días son un soplo.

Como yo no había visto coger a nadie, sabía que los
muertos eran dos, y me constaba que apenas éramos cinco, le
dije con un aire de duda: dable puede ser eso, pero temo que hayan
engañado a usted, porque son muchos los ladrones agotados. No,
no me han engañado, dijo él, lo sé bien, sobre
que soy teniente de la Acordada, tengo las filiaciones de todos,
sé sus nombres, los parajes por donde roban, las averías
que han hecho y los que han caído hasta hoy, vea usted si lo
sabré o no.

Frío me quedé cuando le oí decir que era
teniente, aunque me consolé al advertir que yo no había
salido más que a una campaña, y era imposible que nadie
me conociera por ladrón. Entonces le di todo crédito y
le pregunté que ¿por qué rumbos habían cogido a
los demás? A lo que me contestó que por entre Otumba y
Teotihuacán.

Parlamos largo sobre otras cosas, y a lo último le dije
cómo yo tenía sobrada razón para temer a los
ladrones, pues era perseguido de ellos. Vea usted, le decía muy
formal, no me han salido esos ladrones, pero anoche se me huyó
el mozo con la mula del almofrez y me dejó sin un real,
pues se llevó los únicos doscientos pesos que yo llevaba
en mi baúl.

¡Qué picardía!, decía el teniente muy
compadecido, ya ese pícaro estará con
ellos. ¿Cómo se llama? ¿Qué señas tiene? Yo le
dije lo que se me puso, y él lo escribió con mucha
eficacia en un librito de memoria; y así que concluyó
nos entramos a acostar.

Me convidó con su cuarto; yo admití y me fui a dormir
con él. Luego que vio mis pistolas, se enamoró de ellas
y trató de comprármelas. Con el credo en la boca se las
vendí en veinticinco pesos, temiendo no se apareciera su
dueño por allí. Ello es que se las dejé y me
habilité de dinero sin pensar.

Nos acostamos, y a otro día muy temprano nos pusimos en
camino, en el que no ocurrió cosa particular. Llegamos a Apan,
donde fingí salir a buscar a un amigo, y al día
siguiente nos separamos y yo continué mi viaje para
México.

Aquella noche dormí en Teotihuacán, donde me
informé de cómo en la semana anterior habían
derrotado a los ladrones cogiendo al cabecilla, a quien habían
colgado a la salida del pueblo.

Con estas noticias, lleno de miedo, procuré dormir, y a otro
día a las seis la mañana ensillé y,
encomendándome a Dios de corazón, seguí mi
marcha.

Como una legua o poco más había andado cuando vi
afianzado contra un árbol, y sostenido por una estaca, el
cadáver de un ajusticiado con su saco blanco y montera adornada
con una cruz de paño rojo que le quedaba en la parte delantera
de la cabeza sobre la frente, y las manos amarradas.

Acerqueme a verlo despacio; pero, ¿cómo me quedaría
cuando advertí y conocí en aquel deforme cadáver
a mi antiguo e infeliz amigo Januario? Los cabellos se me erizaron, la
sangre se me enfrió, el corazón me palpitaba reciamente,
la lengua se me anudó en la garganta, mi frente se
cubrió de un sudor mortal y, perdida la elasticidad de mis
nervios, iba a caer del caballo abajo en fuerza de la congoja de
mi espíritu.

Pero quiso Dios ayudar mi ánimo
desfallecido y, haciendo yo mismo un impulso extraordinario de valor,
me procuré recobrar poco a poco de la turbación que me
oprimía.

En aquel momento me acordé de sus extravíos, de sus
depravados consejos, ejemplos y máximas infernales;
sentí mucho su desgracia, lloré por él, al fin lo
traté de amigo y nos criamos juntos; pero también le di
a Dios muy cordiales gracias porque me había separado de su
amistad, pues con ella y con mi mala disposición fijamente
hubiera sido ladrón como él, y tal vez a aquella hora me
sostendría el árbol de enfrente.

Confirmé más y más mis propósitos de
mudar de vida, procurando aprovechar desde aquel punto las lecciones
del mundo y sacar fruto de las maldades y adversidades de los hombres
y empapado en estas rectas consideraciones, saqué mi mojarra y
en la corteza del árbol donde estaba Januario grabé el
siguiente

Soneto
[195]
¿Conque al fin se castigan los delitos,
Y el crimen siempre su cabeza erguida
No llevará? Januario aunque sin vida
Desde ese tronco lo publica a gritos.
 
¡Oh, amigo malogrado! Estos distritos
Salteador te sufrieron y homicida;
Pero una muerte infame y merecida
Cortó el hilo de excesos tan malditos.
 
Tú me inculcaste máximas falaces
Que mil veces seguí con desacierto;
Mas hoy suspenso del dogal deshaces
 
Las ilusiones. Tu cadáver yerto
Predica desengaño, y las veraces
Lecciones tomo que me das ya muerto.

Concluido mi soneto, me fui por mi camino
encomendándolo a Dios muy de veras.

Procuré entrar en México de noche, paré en el
mesón de Santo Tomás, cené y, estando
paseándome en el corredor, oí llanto de mujeres en uno
de los cuartos.

La curiosidad o la lástima me acercó a la puerta y,
poniéndome a acechar, oí que un viejo decía:
vamos hijas, ya no lloren, no hay remedio, ¿qué hemos de hacer?
La justicia debió hacer su oficio, el muchacho dio en maleta
desde chico, no le valieron mis consejos, mis amenazas ni mis
castigos, él dio en que se había de perder, y por fin se
salió con ello.

Pero yo lo siento, decía una pobre vieja, al fin era mi
sobrino. Yo también lo siento, decía el anciano, y
prueba de ello son las diligencias y el dinero que he gastado por
librarlo, pero no fue capaz. ¡Válgate Dios por Januario
desgraciado! Eh, hija, no llores, mira, nadie sabe que es nuestro
pariente, todos lo tienen por huérfano de la casa. La pobre
Poncianita ¡cuánto se avergonzará de este suceso! Pero
al fin ya la muchacha es monja y, aunque se supiera su parentesco,
monja se había de quedar; encomiéndalo a Dios y
acostémonos para irnos muy de mañana.

Acabaron de hablar mis vecinos y a mí no me quedó
duda en que eran don Martín y su esposa. Yo me fui a recoger, y
a otro día madrugué para hablarles, lo que
conseguí con disimulo, conociéndolos bien y sin darme a
conocer de ellos. Supe que habían venido de la hacienda y se
iban a establecer a Tierra Adentro. Me despedí de sus buenas
personas, de las que ya no he sabido. Es regular que hayan
muerto, porque las pesadumbres, las enfermedades y los muchos
años no pueden acarrear sino la muerte.

Fuime a misa bien temprano, volví a desayunarme y no
salí en todo el día, ocupándome en hacer las
más serias reflexiones sobre mi vida pasada, y en afirmar los
propósitos que había hecho de enmendar la venidera.

Una de las cosas por donde conocí que aquel propósito
era firme, y no como los anteriores, fue que, pudiendo sacar
algún dinero del caballo, manga, sombrero, sable y espuelas,
pues todo era bueno y de valor, no me determiné, no sólo
temeroso de que me conocieran alguna pieza, como me conocieron en otro
tiempo la capa del doctor Purgante, sino escrupulizando justamente
porque aquello no era mío, y por tanto no podía ni
debía enajenarlo.

Propuse, pues, conservar aquellos muebles hasta
entregárselos al confesor, con intención de pagar las
pistolas que vendí, siempre que Dios me diera con qué y
supiera de su dueño.

Con esta determinación me salí cerca del anochecer a
dar una vuelta por las calles sin destino fijo. Pasé por el
templo de la Profesa, que estaba abierto; me entré a él
con ánimo de rezar una estación y salirme.

Estaban puntualmente leyendo los puntos de meditación; me
encomendé a Dios aquel rato lo mejor que pude y oí el
sermón que predicó un sacerdote harto sabio. Su asunto
fue sobre la infelicidad de los que desprecian los últimos
auxilios, y la incertidumbre que tenemos de saber cuál es el
último. Concluyó el orador probando que jamás
faltan auxilios, y que debemos aprovecharnos de ellos, temiendo no sea
alguno el último y, despreciándolo, o nos corte Dios los
pasos cerrando la medida de nuestros crímenes, o nos endurezca
el corazón cayendo en la impenitencia final.

¡Pero con qué espíritu y energía esforzaba el
orador estas verdades! La mayor desgracia, decía lleno de un
santo celo, la mayor desgracia que puede acaecer al hombre en
esta vida es la impenitencia final. En tan infeliz estado los cielos o
los infiernos abiertos serían para el impenitente objetos de la
más fría indiferencia. Su empedernido corazón no
sería susceptible del amor a Dios, ni del temor de la
eternidad, y, cierto en que hay premios y castigos perdurables, ni
aspiraría a los unos, ni procuraría libertarse de los
otros.

Llovían sobre Faraón y el Egipto las plagas; los
castigos eran frecuentes, y Faraón perseveraba en su ciega
obstinación, porque «su corazón se había
endurecido», como nos dicen las sagradas letras:
induratum est cor
Faraonis
. Por tanto, oyentes míos, «si alguno de vosotros
ha oído hoy la voz del Señor, no quiera endurecer su
corazón»; si se siente inspirado por algún auxilio, no
debe despreciarlo ni dilatar su conversión para mañana,
pues no sabe si despreciando este auxilio ya no habrá otro y se
endurecerá su corazón.
Hodie si vocem ejus
audieritis, nolite obdurare corda vestra
, nos dice el santo rey
profeta. Hoy, pues, en este mismo instante debemos abrir el
corazón, si toca a él la gracia del Señor; hoy
debemos responder a su voz si nos llama, sin esperar a mañana,
porque no sabemos si mañana viviremos, y porque no sea que
cuando queramos implorar la misericordia de Dios su majestad nos
desconozca como a las vírgenes necias, y siendo inútiles
nuestras diligencias se cumpla en nosotros aquel terrible anatema con
que el mismo Señor amenaza a los obstinados pecadores.
Os
llamé
, les dice,
os llamé y no me
oísteis; toqué vuestro corazón y no me lo
franqueasteis; yo también a la hora de vuestra muerte me
reiré y me burlaré de vuestros ruegos
.

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