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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (101 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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¿Y qué instrumentos se han menester?, preguntó el
Aguilucho. Una navaja curva, le respondí, y una sierra inglesa
para aserrar el hueso y quitarle los picos. Está bien, dijo el
Aguilucho, y se fueron.

A la noche vinieron con un tranchete de zapatero y una sierra de
gallo. Sin perder tiempo nos pusimos a la
operación. ¡Válgame Dios!, ¡cuánto hice padecer a
aquel pobre! No quisiera acordarme de semejante sacrificio. Yo le
corté la pierna como quien tasajea un trozo de pulpa de
carnero. El infeliz gritaba y lloraba amargamente, pero no le
valió porque todos lo tenían afianzado. Pasé
después a aserrarle los picos del hueso, como yo decía,
y en esta operación se desmayó, así por los
insufribles dolores que sentía, como por la mucha sangre que
había perdido, y no hallaba yo modo de contenérsela,
hasta que con una hebra de pita le amarré las venas, y
aprovechando su desmayo le cautericé la carne con una plancha
ardiendo. Entonces volvió en sí y gritaba más
recio, pero algo se le contuvo la hemorragia.

Finalmente, a mí no me valió el aceite de palo, el
azúcar y romero en polvo, el estiércol de caballo, ni
cuantos remedios de éstos le aplicaba; cada rato se le soltaban
las vendas y le salía la sangre en arroyos. Esto, junto con lo
mal curado de lo restante, hizo que el debilísimo paciente se
agangrenara pronto y tronara como tronó dentro de dos
días.

Todos se incomodaron conmigo atribuyendo aquella muerte a mi
impericia, y con sobrada razón; pero yo tuve tal labia para
disculparme con la falta de auxilios a la mano que al fin lo creyeron,
enterraron al muerto y quedamos tan amigos. ¡Cuántas
averías hacen los hombres más o menos funestas por
meterse a lo que no entienden!

Así pasé después sin novedad como dos meses,
escribiendo los apuntes que querían, rasurándolos y
quedándome de día a cuidar el serrallo de mis amos,
amigos y compañeros. Una noche de los cinco que salieron
volvieron cuatro muy confusos, porque les mataron uno en cierta
campaña que tuvieron; pero no perdieron el ánimo, antes
propusieron vengarse al otro día. Son tres, decían, y
tres mozos; éstos no valen nada, y así el partido
está por nosotros; nos la han de pagar por los huesos de mi
madre. Mañana han de pasar por Río Frío,
allí nos veremos.

Acabadas estas amenazas, cenaron y se acostaron. Yo hice lo mismo,
pero no muy a gusto, reflexionando que se iba desmembrando la
compañía y acordándome de echar mi barba en
remojo, porque veía pelar muy seguido la de mis vecinos.

Pensaba en desertarme, pero no me atrevía, porque ignoraba
la salida de aquel encantado laberinto; ni aun osaba comunicar mi
secreto a las mujeres, temeroso de que me descubrieran.

En estos cálculos pasé la noche, y a otro día
muy de madrugada me levantaron y me hicieron vestir. Yo lo hice luego
luego. Después ensillaron mi caballo y me pusieron dos pistolas
en la cintura, una cartuchera y un sable; me acomodaron una mojarra en
la bota y me pusieron una carabina en la mano.

¿Para qué son tantas armas?, preguntaba yo muy
espantado. ¿Para qué ha de ser, bestia?, decía el
Aguilón, para que ofendas y te defiendas.

Pues nada haré seguramente, decía yo, porque para
ofender no tengo valor, y para defenderme me falta habilidad. Yo en
los casos apurados me atengo a mis talones, porque corro más
que una liebre, y así para mí todo esto es excusado.

Enfadose el Aguilucho con mi cobardía, y sacando el sable me
dijo muy enojado: vive Dios, bribón, cobarde, que si no montas
a caballo y nos acompañas, aquí te llevan los
demonios. Yo, al verlo tan enojado, hice de tripas corazón,
fingiendo que mi miedo era chanza, y que era capaz de salir al
encuentro al demonio si viniera en traje de caminante con dinero; se
dieron por satisfechos; seguimos nuestro camino con designio de
salirles a los viandantes, robarlos y matarlos; pero no sucedió
según lo pensaron.

Capítulo X

En el que nuestro autor cuenta las aventuras que
le acaecieron en compañía de los ladrones, el triste
espectáculo que se le presentó en el cadáver de
un ajusticiado y el principio de su conversión

Aunque muchas veces permite Dios que el
malvado ejecute sus malas intenciones, o para acrisolar al justo, o
para castigar al perverso, no siempre permite que se verifiquen sus
designios. Su Providencia, que vela sobre la conservación de
sus criaturas, mil veces embaraza o destruye los inicuos proyectos
para que las unas no sean pasto de la ferocidad de las otras.

Así le sucedió al Aguilucho y sus compañeros
la mañana que salimos a sorprender a los viandantes.

Serían las seis cuando desde la cumbre de una loma los vimos
venir por el camino real. Venían los tres por delante con sus
escopetas en las manos; luego seguían cuatro caballos
ensillados de vacío, esto es, sin jinetes; a seguida
venían cuatro mulas cargadas con baúles, catres y
almofreces, que se conocía lo que era de lejos, a pesar de
venir cubiertas las cargas con unas mangas azules; y por fin
venían de retaguardia los tres mozos.

Luego que el Aguilucho los vio, se prometió la venganza y un
buen despojo, y así nos hizo ocultar tras un repecho que
hacía la loma en su falda y nos dijo: ahora es tiempo,
compañeros, de manifestar nuestro valor y aprovechar un buen
lance, porque sin duda son mercaderes que van a emplear a Veracruz y
toda su carga se compondrá de reales y ropa fina. Lo que
importa es no cortarse, sino acometerlos con denuedo, asegurados en
que la ventaja está por nosotros, pues somos cinco, y ellos son
sólo tres, que los mozos, gente alquilona y cobarde, no deben
darnos cuidado. Tomarán correr a los primeros tiros; y
así, tú, Perico, yo y el Pípilo los saldremos de
frente en cuanto lleguen a buena distancia, quiero decir, a tiro de
escopeta, y el Zurdo y el Chato les tomarán la retaguardia para
llamarles la atención por detrás. Si se rinden de bueno
a bueno, no hay más que hacer que quitarles las armas,
amarrarlos y traerlos a este cerro de donde los dejaremos ir a la
noche; pero si se resisten o nos hacen fuego no hay que dar cuartel,
todos mueran.

Tanto la vista de los enemigos, que por instantes se acercaban,
como la consideración del riesgo que me amenazaba, me
hacían temblar como un azogado sin poder disimular el miedo, de
modo que mi temor se hizo sensible, porque, como mis piernas temblaban
tanto, hacían las cadenillas de las espuelas un sonecillo tan
perceptible con los estribos que llamó la atención del
Aguilucho, quien, advirtiendo mi miedo, echando fuego por los ojos, me
dijo: ¿que estás temblando sinvergüenza, amujerado?
¿Piensas que vas a reñir con un ejército de leones? ¿No
adviertes, bribón, que son hombres como tú, y solos tres
contra cinco? ¿No ves que no vas solo sino con cuatro hombres, y muy
hombres, que se van a exponer al mismo riesgo, y te sabrán
defender como a las niñas de sus ojos? ¿Tan fácil es que
tú perezcas y no alguno de nosotros? Y, por fin, supón
que te dieron un balazo y te mataron, ¿qué cosa nueva y nunca
vista es ésa? ¿Has de morir de parto, collonote, o te has de
quedar en el mundo para dar fe de la venida del Anticristo?
¿Qué quieres, tener dinero, comer y vestir bien, y ensillar
buenos caballos de flojón, encerrado entre vidrieras y sin
ningún riesgo? Pues eso está verde, hermano, con
algún riesgo se alquila la casa. Si me dices, como me has
dicho, que has conocido ladrones que roban y pasean sin el menor
peligro, te diré que es verdad; pero no todos pueden robar de
igual modo. Unos roban militarmente, quiero decir, en el campo y
exponiendo el pellejo; y otros roban cortesanamente, esto es, en las
ciudades, paseando bien y sin exponerse a perder la vida; pero
esto no todos lo consiguen, aunque los más lo desean. Conque
cuidado con las collonerías, porque te daré un balazo
antes que vuelvas las ancas del caballo.

Asustado yo con tan áspera reprensión y tan temida
amenaza, le dije que no tenía miedo, y que si temblaba era de
puro frío, que entraríamos al ataque y vería
cuál era mi valor. Dios lo haga, dijo el Aguilón, aunque
lo dudo mucho.

En esto llegaron los caminantes a la distancia prefijada por el
Aguilucho. Se desprendieron de nuestra compañía el Chato
y el Zurdo y les tomaron la retaguardia, al mismo tiempo que el
Pípilo, yo y el Aguilucho les salimos al frente con las
escopetas prevenidas gritándoles: párense todos, si no
quieren morir a nuestras manos.

A nuestras voces saltaron de sobre las cargas cuatro hombres
armados que ocuparon en el momento los caballos vacíos y se
dirigieron contra el Zurdo y el Chato, los cuales recibiéndolos
con las bocas de sus carabinas, mataron a uno y ellos huyeron como
liebres.

Los tres viandantes se echaron sobre nosotros, matándonos al
Pípilo en el primer tiro. Yo disparé mi escopeta con
mala intención, pero sólo se logró el tiro en un
caballo, que tiré al suelo.

Cuando el Aguilucho se vio solo, porque no contaba conmigo para
nada, me dijo: ya éste no es partido, un compañero han
muerto, dos han huido, los contrarios son nueve, huyamos.

Al decir esto quiso volver la grupa de su caballo, pero no pudo,
porque éste se le armó, de modo que, a pesar de que
cargábamos y disparábamos aprisa, no haciendo
daño y lloviendo sobre nosotros los balazos, temíamos
nos cogieran con arma blanca, porque se iban acercando a nosotros los
tres viandantes a todo trapo, sin tener miedo a nuestras
escopetas.

Entonces el Aguilucho se echó a tierra, matando a su caballo
de un culatazo que le dio en la cabeza, y al subir a las ancas
del mío le dispararon una bala tan bien dirigida que le
pasó las sienes y cayó muerto.

Casi por mi cuerpo pasó la bala,
pues me llevó un pedazo de la cotona. La sangre del infeliz
Aguilucho salpicó mi ropa. Yo no tuve más lugar que
decirle: Jesús te valga, y, viéndome solo y con tantos
enemigos encima, arrimé las espuelas a mi caballo y eché
a huir por aquel camino más ligero que una flecha. La fortuna
fue que el caballo era excelente, y corría tanto como yo
quería. Ello es que al cuarto de hora ya no veía ni el
polvo de mis perseguidores.

Extravié veredas y, aunque pensé ir a dar el triste
parte de lo acaecido a las madamas de la casa, no me determiné,
ya porque no sabía el camino, y ya porque, aunque lo hubiera
sabido, temía mucho volver a aquellas desgraciadas
guaridas.

Cansado, lleno de miedo y con el caballo fatigado, me hallé
como a las doce del día en un solo y agradable bosquecillo.

Allí desocupé la silla, aflojé las cinchas al
caballo, le quité el freno, le di agua en un arroyo, le puse a
pacer la verde grama, me senté bajo un árbol muy fresco
y sombrío y me entregué a las más serias
consideraciones.

No hay duda, decía yo, la holgazanería, el
libertinaje y el vicio no pueden ser los medios seguros para lograr
nuestra felicidad verdadera. La verdadera felicidad en esta vida no
consiste, ni puede consistir, en otra cosa que en la tranquilidad de
espíritu en cualquier fortuna; y ésta no la puede
conseguir el criminal, por más que pase alegre aquellos ratos
en que satisface sus pasiones; pero a esta efímera
alegría sucede una languidez intolerable, un fastidio de muchas
horas y unos remordimientos continuos, pagando en estos tan largos y
gravosos tributos aquel placer mezquino que quizá compró
a costa de mil crímenes, sustos y comprometimientos.

Éstas son unas verdades concedidas por todo el que
reflexione atentamente sobre ellas. Mi padre me las advertía
desde muy joven, el coronel no dejaba de repetírmelas, yo las
he leído en los libros y tal vez las he oído en los
púlpitos, ¿pero qué más? El mundo, los amigos, mi
experiencia han sido unos constantes maestros que no han cesado de
recordarme estas lecciones en el discurso de mi vida, a pesar de la
ingratitud con que yo he desatendido sus avisos.

El mundo, dije, sí, el mundo, mis malos amigos, los funestos
sucesos de mi vida, todo ha conspirado uniformemente a mi
desengaño, aunque por distintos rumbos; porque un mundo falaz y
novelero, un mal amigo vicioso y lisonjero, una desgracia que nos
acarrea nuestra conducta disipada, y todos los males de la vida, son
maestros que nos enseñan a reglar nuestras acciones y a mejorar
nuestro modo de vivir. Ello es cierto que malos maestros pueden dar
buenas lecciones. La infidelidad de un amigo, la perfidia de una
mujer, la trácala que nos hizo el lisonjero, los golpes que nos
hizo sufrir el agraviado, la prisión a que nos redujo la
justicia por nuestra culpa, la enfermedad que padecimos por nuestro
exceso, y otras cosas así, a la verdad que son ingratas a
nuestro espíritu y a nuestro cuerpo, pero la experiencia de
ellas debía hacernos sacar frutos dulces de sus mismas amargas
raíces.

¿Y qué mejor fruto podíamos sacar de estas dolorosas
experiencias que el escarmiento para gobernarnos en lo futuro?
Entonces ya nos guardaríamos de tener amigos indistintamente y,
sin saber cuáles son las señas del verdadero amigo, nos
sabríamos recelar de las mujeres sin fiar nuestro
corazón a cualquiera, huiríamos de los lisonjeros como
de unas fieras mansas pero traidoras, trataríamos de no
agraviar a nadie para no exponernos a recibir los golpes de la
venganza, cuidaríamos de manejarnos honradamente para no
padecer los rigores de las cárceles, enfrenaríamos
nuestros apetitos sensuales para no lidiar con las enfermedades y, por
fin, haríamos por vivir conforme a las leyes divinas y
humanas para no volver a experimentar esos trabajos y lograr la
verdadera felicidad, que, como digo, es el fruto de la buena
conciencia.

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