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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (96 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pero ¿en qué estará que, conociendo tan bien la
verdad, sabiendo decirla y alabando la virtud con ultraje del vicio,
como lo hago a veces tan razonablemente en favor de otros, para
mí sea tan para nada que en la vida me predico un sermoncito?

¿En qué estará también que sea yo un Argos
para ver los vicios de mis prójimos, y un Cíclope para
no advertir los míos? ¿Por qué yo, que veo la paja del
vecino, no veo la viga que traigo a cuestas? ¿Por qué, ya que
quiero ser el reformador del mundo, no empiezo componiendo mis
despilfarros, que infinitos tengo que componer? Y, por fin, ¿por
qué, ya que me gusta dar buenos consejos, no los tomo para
mí cuando me los dan? Cierto que para diablo predicador no
tengo precio.

Pero ya se ve, ¿qué me admiro de decir a veces unas verdades
claras, de elogiar la virtud, ni reprobar el vicio, acaso con provecho
de quien me oye, cuando esto no lo hago yo sino Dios, de quien dimana
todo bien? Sí, en efecto, Dios se ha valido de mí para
traer un buen ministro a este chino, tal vez para que abrace la
religión católica; y como se valió de mí,
¿no se pudo haber valido de otro instrumento mejor o peor que yo?
¿Quién lo duda?

Pero la Divina Providencia no hace las cosas por acaso, sino
ordenadas a nuestro bien, y según esto, ¿por qué no he
de pensar que Dios me ha puesto todo esto en la cabeza no sólo
para que se bautice el chino, sino también para que yo me
convierta y mude de vida?

Así debe ser, y yo estoy en el caso de no desperdiciar este
auxilio, sino corresponderlo sin demora. Pero soy el diablo. Mientras
no veo a mis amigos, ni a mis queridas, pienso con juicio; pero en
cuanto estoy con ellos y con ellas se me olvidan los buenos
propósitos que hago, y vuelvo a mis andanzas.

No son estos los primeros que hago, ni el primer sermón que
me predico; varios he hecho, y siempre me he quedado tan Periquillo
como siempre, semejante a la burra de Balaan, que después de
amonestar al inicuo se quedó tan burra como era antes.

¿Pero siempre he de ser un obstinado? ¿No me docilitaré
alguna vez a los suaves avisos de mi conciencia, y no
responderé algún día a los llamamientos de
Dios? ¿Por qué no? Eh, vida nueva, señor Perico,
acordémonos que estamos empecatados de la cruz a la cola, que
somos mortales, que hay infierno, que hay eternidad y que la muerte
vendrá como el ladrón cuando no se espere, y nos
cogerá desprevenidos, y entonces nos llevarán toditos
los diablos en un brinco.

Pues no, a penitencia han tocado, Periquillo, penitencia y tente
perro, que las cosas de esta vida hoy son y mañana
no. Buscaré al capellán, lo encargaré de ciencia,
prudencia y experiencia; me confesaré con él, me
quitaré de las malas ocasiones, y adiós tertulias,
adiós paseos, alameda, coliseo y visitas, adiós
almuercitos de Nana Rosa, adiós villares y montecitos,
adiós amigos, adiós Pepitas, Tulitas y Mariquitas,
adiós galas, adiós disipación, adiós
mundo; un santo he de ser desde hoy, un santo.

¿Pero qué dirán los tunantes mis amigos y mis
apasionadas? ¿Dirán que soy un mocho, un hipócrita, que
por no gastar me he metido a buen vivir, y otras cosas que no me han
de saber muy bien? Pero, ¿qué tenemos con esto? Digan lo que
quisieren, que ellos no me han de sacar del infierno.

Con estos buenos aunque superficiales sentimientos me entré
en casa de don Prudencio, amigo mío y hombre de bien, que
tenía tertulia en su casa. Le dije lo que solicitaba, y
él me dijo: puntualmente hay lo que usted busca. Mi tío
el doctor don Eugenio Bonifacio es un eclesiástico viejo, de
una conducta muy arreglada y un pozo de ciencia, según dicen
los que saben. Ahora está muy pobre, porque le han concursado
sus capellanías, y es tan bueno que no se ha querido meter en
pleitos, porque dice que la tranquilidad de su espíritu vale
más que todo el oro del mundo. Le propondré este
destino, y creo que lo admitirá con mucho gusto. Voy a mandarlo
llamar ahora mismo, porque el llanto debe ser sobre el difunto.

Diciendo esto, se salió don Prudencio; me sacaron chocolate
y mientras que lo tomé dieron las oraciones y fueron
entrando mis contertulios.

Se comenzó a armar la bola de hombres y mujeres, y los
bandolones fueron despertando los ánimos dormidos y poniendo
los pies en movimiento.

Como a las siete de la noche ya estaba la cosa bien caliente, y yo
me había sostenido sin querer bailar nada, acordándome
de mis buenos propósitos, causando a todos bastante novedad mi
chiqueo, pues nadie me hizo bailar aun después de gastar la
saliva en muchos ruegos.

Yo bien quería bailar, sobre que estas fiestecillas eran mi
flanco más débil; los pies me hormigueaban, pero
quería ensayarme a firme en medio de la ocasión, y
mantenerme ileso entre las llamas, y así me decía: no,
Perico, cuidado, no hay que desmayar; nadie es coronado si no pelea
hasta el fin; ánimo, y acabemos lo comenzado, mantente
tieso.

En estos interiores soliloquios me entretenía, satisfecho en
que mis propósitos eran ciertos, pues me había sujetado
a no bailar en dos horas, y había tenido esfuerzo para resistir
no sólo a los ruegos y persuasiones de mis amigos, sino
también a las porfiadas instancias de varias señoritas
que no se cansaban de importunarme con que bailara, ya porque meneaba
bien las patas, y ya porque tenía dinero. Poderosísima
razón para ser bien quisto entre las damas.

Sin embargo, yo desairé a todas las rogonas, y hubiera
desairado al Preste Juan en aquel momento, pues no quería
quebrantar mis promesas.

Pero a las siete y media fue entrando a la tertulia Anita la
Blanda, muchacha linda como ella sola, zaragata como nadie, y mi
coquetilla favorita. Con ésta tenía yo mis
conversaciones en las tertulias, era mi inseparable compañera
en las contradanzas, y no tenía más que hacer para que
me distinguiera entre todos sino llevarla a su casa, después de
hacerla cenar y tomar vino en la fonda, dejarla para otro
día seis u ocho pesos y hacerla unos cuantos
cariños. Todo esto muy honradamente, porque iba siempre
acompañada con su tía… pues… con su tía, que
era una buena vieja.

Entró, digo, esa noche mi Anita vestida con un túnico
azul nevado de tafetán con su guarnición blanca, su chal
de punto blanco, zapatos del mismo color, media calada y peinado del
día. Vestido muy sencillo; pero, si con cualquiera me agradaba,
esa noche me pareció una diosa con el que llevaba, porque sobre
estos colores bajos resaltaban lo dorado de sus cabellos, lo negro de
sus ojos, lo rosado de sus mejillas, lo purpúreo de sus labios
y lo blanco de sus pechos.

Luego que se sentó en el estrado se me fueron los ojos tras
ella, pero me hice disimulado platicando con un amigo y haciendo por
no verla; mas ella, advirtiendo mi disimulo, noticiosa de que no
había querido bailar y temiendo no estuviera yo sentido por
algún motivo suyo, que me los daba cada rato, se llegó a
mí y me dijo más tierna que mantequilla: Pedrillo, ¿no
me has visto? Me dicen que no has querido bailar y que has estado muy
triste, ¿qué tienes? Nada, señora, le dije con la mayor
circunspección. ¿Pues que estás enfermo? Sí
estoy, le dije, tengo un dolor. ¿Un dolor?, decía ella, pues
no, mi alma, no lo sufras; el señor don Prudencio me estima,
ven a la recámara, te mandaré hervir una poca de agua de
manzanilla o de anís y la tomarás. Será dolor
flatoso.

No es dolor de aire, le dije, es más sólido y es
dolor provechoso. Váyase usted a bailar. Yo hablaba del dolor
de mis pecados, pero la muchacha entendía que era enfermedad de
mi cuerpo, y así me instaba demasiado haciéndome mil
caricias, hasta que, viendo mi resistencia y despego, se
enfadó, me dejó y admitió a su lado a otro
currutaquillo que siempre había sido mi rival y estaba alerta
para aprovechar la ocasión de que yo la abandonara.

Luego que ella se la proporcionó, se sentó él
con ella y la comenzó a requebrar con todas veras. La fortuna
mía fue que era pobre, si no me desbanca en cuatro o cinco
minutos, porque era más buen mozo que yo.

Advirtiendo el desdén de ella y la vehemente diligencia que
hacía mi rival, se me encendió tal fuego de celos que
eché a un lado mis reflexiones y se llevó el diablo mis
proyectos.

Me levantó como un león furioso, fui a reconvenir al
otro pobre con los términos más impolíticos y
provocativos. La muchacha, que aunque loquilla era más prudente
que yo, procuró disimular su diligencia y serenó la
disputa haciéndome muchos mimos, y quedamos tan amigos como
siempre.

Luego que eché a las ancas mi conversión,
bailé, bebí, retocé y desafié a Anita para
que cuerpo a cuerpo me diese satisfacción de los celos que me
había causado. Ella se excusó diciéndome que
estaban prohibidos los duelos, y más siendo tan desiguales.

En lo más fervoroso de mi chacota estaba yo, cuando don
Prudencio me avisó que había llegado su tío el
doctor, que pasara a contestar con él al gabinete para que de
mi boca oyera la propuesta que le hacía.

No estaba yo para contestar con doctores, y así, hurtando un
medio cuarto de hora, entré al gabinete y despaché muy
breve todo el negocio, quedando con el padre en que a las ocho del
día siguiente vendría por él para llevarlo a
casa.

Quería el pobre sacerdote informarse despacio de todo lo que
le había contado su sobrino, pero yo no me presté a sus
deseos, diciéndole que a otro día nos veríamos y
le satisfaría a cuanto me quisiese preguntar. Con esto me
despedí, quedando en el concepto de aquel buen
eclesiástico por un tronera mal criado.

Así que me despedí de él, me volví con
Anita y a las nueve, hora en que me recogía a lo más
tarde por respeto de mi amo, y eso a costa de mil mentiras que le
encajaba, la fui a dejar a su casa tan honrada como siempre, y me
retiré a la mía.

Cuando llegué ya dormía el chino, y así yo
cené muy bien y me fui a hacer lo mismo.

Al día siguiente y a la hora citada fui por el padre doctor,
que ya me esperaba en casa de don Prudencio; lo hice subir en el coche
y lo llevé a la presencia de mi amo.

Este respetable eclesiástico era alto, blanco, delgado, bien
proporcionado de facciones, sus ojos eran negros y vivos, su semblante
entre serio y afable, y su cabeza parecía un copo de nieve.
Luego que entré a la sala donde estaba mi amo, le dije:
señor, este padre es el que he solicitado para capellán,
según lo que hablamos ayer.

El chino, luego que lo vio, se levantó de su butaque y se
fue a él con los brazos abiertos y, estrechándolo en
ellos con el más cariñoso respeto, le dijo: me doy los
plácemes, señor, porque habéis venido a honrar
esta casa que desde ahora podéis contar por vuestra; y, si
vuestra conducta y sabiduría corresponden a lo emblanquecido de
vuestra cabeza, seguramente yo seré vuestro mejor amigo.

Os he traído a mi casa porque me dice Pedro que es costumbre
de los señores de su tierra tener capellanes en sus casas. Yo,
desde antes de salir de la mía, supe que era muy debido a la
prudencia el conformarse con las costumbres de los países donde
uno vive, especialmente cuando éstas no son perjudiciales, y
así ya podéis quedaros aquí desde este momento,
siendo de vuestro cargo sacrificar a vuestro Dios por mi salud y hacer
que todos mis criados vivan con arreglo a su religión, porque
me parece que andan algo extraviados. También me
instruiréis en vuestra creencia y dogmas, pues, aunque sea por
curiosidad, deseo saberlos, y, por fin, seréis mi maestro y me
enseñaréis todo cuanto consideréis que debe saber
de vuestra tierra un extranjero que ha venido a ella sólo por
ver estos mundos; y por lo que toca al salario que habéis
de gozar, vos mismo os lo tasaréis a vuestro gusto.

El capellán estuvo atento a cuanto le dijo mi amo, y
así le contestó que haría cuanto estuviera de su
parte para que la familia anduviese arreglada; que lo
instruiría de buena gana no sólo en los principios de la
religión católica, sino en cuanto le preguntara y
quisiera saber del reino; que acerca de su honorario, en teniendo mesa
y ropa, con muy poco dinero le sobraba para sus necesidades; pero que,
supuesto le hacía cargo de la familia, era menester
también que le confiriese cierta autoridad sobre ella, de modo
que pudiera corregir a los díscolos y expeler en caso preciso a
los incorregibles, pues sólo así le tendrían
respeto y se conseguiría su buen deseo.

Pareciole muy bien a mi amo la propuesta, y le dijo que le daba
toda la autoridad que él tenía en la casa para que
enmendara cuanto fuera necesario. El capellán fue a llevar su
cama, baúl y libros, y a solicitar la licencia para que hubiera
oratorio privado.

Lo primero se hizo en el día, y lo segundo no se
dificultó conseguir, de modo que a los quince días ya se
decía misa en la casa.

De día en día se aumentaba la confianza que
hacía mi amo del capellán y el amor que le iba
tomando. Querían los más de los criados vivir a sus
anchuras con él, así como vivían conmigo, pero no
lo consiguieron; pronto los echó a la calle y acomodó
otros buenos. La casa se convirtió en un conventito. Se
oía misa todos los días, se rezaba el rosario todas las
noches, se comulgaba cada mes, no había salidas ni paseos
nocturnos, y a mí se me obligaba como a uno de tantos a la
observancia de estas religiosas constituciones.

Ya se deja entender qué tal estaría yo con esta vida:
desesperado precisamente, considerando que había buscado el
cuervo que me sacara los ojos; sin embargo, disimulaba y sufría
a más no poder, siquiera por no perder el manejo del
dinero, la estimación que tenía en la calle y el coche
de cuando en cuando.

Quisiera poner en mal al capellán y deshacerme de él,
pero no me determinaba, porque veía lo mucho que mi amo lo
quería. Desde que fue a la casa, sacaba a pasear a mi amo con
frecuencia a coche y a pie, llevándole no sólo a los
templos, como yo, sino a paseos, tertulias, visitas, coliseo y a
cuantas partes había concurrencia, de suerte que en poco tiempo
ya mi amo contaba con varios señores mexicanos que lo visitaban
y le profesaban amistad, haciendo yo en la casa el papel más
desairado, pues apenas me tenían por un mayordomo bien
pagado.

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