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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (97 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Luego que venían de algún paseo, se encerraban a
platicar mi amo y el capellán, quien en muy poco tiempo le
enseñó a hablar y escribir el castellano perfectamente,
y lo emprendió mi amo con tanto gusto y afición que
todos los días escribía mucho, aunque yo no sabía
qué, y leía todos los libros que el capellán le
daba, con mucho fruto, porque tenía una feliz memoria.

De resultas de estas conferencias e instrucción, me
tomó un día cuentas mi amo de su caudal con mucha
prolijidad, como que sabía perfectamente la aritmética y
conocía el valor de todas las monedas del reino. Yo le di las
del Gran Capitán, y resultó que en dos o tres meses
había gastado ocho mil pesos. Hizo el chino avaluar el coche,
ropa y menaje de casa, sumó cuánto montaba el gasto de
casa, mesa y criados, y sacó por buena cuenta que yo
había tirado tres mil pesos.

Sin embargo, fue tan prudente que sólo me lo hizo ver, y me
pidió las llaves de los cofres, entregándoselas al
capellán y encargándole el gasto económico de su
casa.

Este golpe para mí fue mortal, no tanto por la
vergüencilla que me causó el despojo de las llaves,
cuanto por la falta que me hacían.

El capellán desde que me conoció formó de
mí el concepto que debía, esto es, de que era yo un
pícaro, y así creo que se lo hizo entender a mi amo,
pues éste, a más de quitarme las llaves, me veía
no sólo con seriedad, sino con cierto desdén, que lo
juzgué precursor de mi expulsión de aquella Jauja.

Con este miedo me esforzaba cuanto podía por hacerle una
barba finísima; y una vez que estaba trabajando en este tan
apreciable ejercicio, a causa de que el capellán no estaba en
casa, y él estaba triste, le pregunté el motivo, y el
chino sencillamente me dijo: ¿Que no se usa en tu tierra que los
extranjeros tengan mujeres en sus casas? Sí se usa,
señor, le respondí, los que quieren las tienen. Pues
tráeme dos o tres que sean hermosas para que me sirvan y
diviertan, que yo las pagaré bien, y si me gustan me
casaré con ellas.

Halleme aquí un buen lugar para poner en mal al
capellán, aunque injustamente, y así le dije que el
capellán no quería que estuvieran en casa, que
ése era el embarazo que yo pulsaba; pero que mujeres sobraban
en México, muy bonitas y no muy caras.

Pues tráelas, dijo el chino, que el capellán no me
puede privar de una satisfacción que la naturaleza y mi
religión me permiten.

Con todo eso, señor, le repliqué, el capellán
es el demonio; no puede ver a las mujeres desde que una lo
golpeó por otra en un paseo y, como está tan
engreído con el favor de usted, querrá vengarse con las
muchachas que yo traiga, y aun las echará a palos por
más lindas que sean y usted las quiera.

Enojose el chino creyendo que el capellán le quitaría
su gusto, y así enardecido dijo: ¿Qué es eso de echar a
palos de mi casa a ninguna mujer que yo quiera? Lo echaré yo a
él si tal atrevimiento tuviere. Anda y tráeme las
mujeres más bellas que encuentres.

Contentísimo salí yo a buscar las madamas que me
encargaron, creyendo que con el madurativo que había puesto el
capellán debía salir de casa, y yo debía volver a
hacerme dueño de la confianza del chino.

No me gustaba mucho el oficio de alcahuete, ni jamás
había probado mi habilidad para el efecto; me daba
vergüenza ir a salir con tal embajada a las coquetas, porque no
era viejo ni estaba trapiento, y así temía sus
chocarrerías y, a más que todo, temblaba al considerar
la prisa que se darían ellas mismas para quitarme el
crédito; pero, sin embargo, el deseo de manejar dinero y verme
libre del capellán me hizo atropellar con el pedacillo de honor
que conservaba, y me determiné a la empresa.

Llegué, vi y vencí con más facilidad que
César. Buscar las cusquillas, hallarlas y persuadirlas a que
vinieran conmigo a servir al chino fue obra de un momento.

Muy ancho fui entrando al gabinete del chino con mis tres
damiselas, a tiempo que estaba con él el capellán,
quien, luego que las vio y conoció por los modestos trajes, les
preguntó encapotando las cejas que a quién buscaban.

Ellas se sorprendieron con tal pregunta, y hecha por un sacerdote
conocido por su virtud, y así, sin poder hablar bien, le
dijeron que yo las había llevado y no sabían para
qué. Pues hijas, les dijo el capellán, vayan con Dios
que aquí no hay en qué destinarlas.

Salieron aquellas muchachas corridísimas, y jurándome
la venganza. El capellán se encaró conmigo y me dijo:
sin perder un instante de tiempo saca usted su catre y baúles y
se muda, calumniador, falso y hombre infame. ¿No le basta ser un
pícaro de por sí, sino también ser un alcahuete
vil? ¿No está contento con lo que le ha estafado a este pobre
hombre, sino que aun quiere que le estafen esas locas? Y, por
fin, ¿no bastará condenarse, sino que quiere condenar a otros?
Eh, váyase con Dios, antes de que haga llamar dos alguaciles y
lo ponga donde merece.

Consideren ustedes cómo
saldría yo de aquella casa, ardiéndome las
orejas. Frente al zaguán estaban dos cargadores, los
llamé, cargaron mis baúles y mi catre y me salí
sin despedida.

Iba con mi casaca y mi palito tras de los cargadores, avergonzado
hasta de mí mismo, considerando que todos aquellos ultrajes que
había oído eran muy bien merecidos y naturales efectos
de mi mala conducta.

Torcía una esquina pensando irme a casa de alguno de mis
amigos, cuando he aquí que por mi desgracia estaban allí
las tres señoritas que acababan de salir corridas por mi causa,
y no bien me conocieron cuando una me afianzó del pelo, otra de
los vuelos, y entre las tres me dieron tan furiosa tarea de
araños y estrujones, que en un abrir y cerrar de ojos me
desmecharon, arañaron la cara e hicieron tiras mi ropa, sin
descansar sus lenguas de maltratarme a cual más,
repitiéndome sin cesar el retumbante título de
alcahuete.

Por empeño de algunos hombres decentes que se llegaron a ser
testigos de mis honras, me dejaron al fin, ya dije cómo, y lo
peor fue que los cargadores, viéndome tan bien entretenido y
asegurado, se marcharon con mis trastos sin poder yo darles alcance
porque no vi por dónde se fueron.

Así todo molido a golpes, hecho pedazos y sin blanca, me
hallé cerca de las oraciones de la noche frente de la plaza del
Volador, siendo el objeto más ridículo para cuantos me
miraban.

Me senté en un zaguán, y a las ocho me levanté
con intención de irme a ahorcar.

Capítulo VIII

En el que nuestro Perico cuenta cómo quiso
ahorcarse, el motivo por que no lo hizo, la ingratitud que
experimentó con un amigo, el espanto que sufrió en un
velorio, su salida de esta capital y otras cosillas

Es verdad que muchas veces prueba Dios a
los suyos en el crisol de la tribulación, pero más veces
los impíos la padecen porque quieren. ¿Qué de
ocasiones se quejan los hombres de los trabajos que padecen, y dicen
que los persigue la desgracia, sin advertir que ellos se la merecen y
acarrean con su descabellada conducta? Así decía yo la
noche que me vi en el triste estado que os he dicho, y, desesperado o
aburrido de existir, traté de ahorcarme. Para efectuarlo
vendí mi reloj en una tienda en lo primero que me dieron, me
eché a pechos un cuartillo de aguardiente para tener valor y
perder el juicio, o lo que era lo mismo, para no sentir cuándo
me llevaba el diablo. Tal es el valor que infunde el aguardiente.

Ya con la porción del licor que os he dicho tenía en
el estómago, compré una reata de a medio real, la
doblé y guardé debajo del brazo, y marché con
ella y con mi maldito designio para el paseo que llaman de
la
Orilla
.

Llegué allí medio borracho como a las diez de la
noche. La obscuridad, lo solo del paraje, los robustos árboles
que abundan en él, la desesperación que tenía y
los vapores del valiente licor me convidaban a ejecutar mis inicuas
intenciones.

Por fin me determiné, hice la lazada, previne una piedra que
me amarré con mil trabajos a la cintura para que me hiciera
peso, me encaramé en un escaño de madera que
había junto a un árbol para columpiarme con más
facilidad y, hechas estas importantes diligencias, traté de
asegurar el lazo en el árbol; pero esto debía
ejecutarse lazando el árbol con la misma reata para afianzar el
un extremo que me debía suspender.

Con el mayor fervor comencé a tirar
la reata a la rama más robusta para verificar la lazada; pero
no fue dable conseguirlo, porque el aguardiente perturbaba mi cabeza
más y más, y quitaba a mis pies la fijeza y el tino a
mis manos; yo no pude hacer lo que quería. Cada rato
caía en el suelo armado de mi reata y desesperación,
prorrumpiendo en mil blasfemias y llamando a todo el infierno entero
para que me ayudara a mi tan interesante negocio.

En éstas y las otras se pasarían dos horas, cuando ya
muy fatigado con mi piedra, trabajo y porrazos que llevaba, y
advirtiendo que aun tenerme en pie me costaba suma dificultad,
temeroso de que amaneciera y alguno me hallara ocupado en tan criminal
empeño, hube de desistir más de fuerza que de gana, y,
quitándome la piedra, echando la reata a la acequia y buscando
un lugar acomodado, volví cuanto tenía en el
estómago, me acosté a dormir en la tierra pelada, y
dormí con tanta satisfacción como pudiera en la cama
más mullida.

El sueño de la embriaguez es pesadísimo, y tanto que
yo no hubiera sentido ni carretas que hubieran pasado sobre mí,
así como no sentí a los que me hicieron el favor de
desnudarme de mis trapos, sin embargo de que las cuscas malditas los
habían dejado incodiciables.

Cuando se disiparon los espíritus del vino que ocupaba mi
cerebro, desperté y me hallé como a las siete del
día en camisa, que me dejaron de lástima.

Consideradme en tal pelaje, a tal hora y en tal lugar. Todos los
indios que pasaban por allí me veían y se reían;
pero su risa inocente era para mí un terrible vejamen que me
llenaba de rabia, y tanta que me arrepentía una y muchas veces
de no haberme podido ahorcar.

En tan aciago lance se llegó a mí una pobre india
vieja que, condolida de mi desgracia, me preguntó la
causa. Yo le dije que en la noche antecedente me habían robado,
y la infeliz, llena de compasión, me llevó a su triste
jacal, me dio atole y tortillas calientes con un pedazo de panocha y
me vistió con los desechos de sus hijos, que eran unos calzones
de cuero sin forro, un cotón de manta rayada y muy viejo, un
sombrero de petate y unas guarachas. Es decir, que me vistió en
el traje de un indio infeliz; pero al fin me vistió,
cubrió mis carnes, me abrigó, me socorrió, y
cuanto pudo hizo en mi favor. Cada vez que me acuerdo de esta india
benéfica se enternece mi corazón, y la juzgo en su clase
una heroína de caridad, pues me dio cuanto pudo, y sin
más interés que hacerme beneficio sin ningún
merecimiento de mi parte. Hoy mismo deseara conocerla para pagarle su
generosidad. ¡Qué cierto es que en todas las clases del estado
hay almas benéficas, y que para serlo más se necesita
corazón que dinero!

Últimamente yo, enternecido con la expresión que
acababa de merecer a mi pobre india vieja, le di muchas gracias, la
abracé tiernamente, le besé su arrugada cara y me
marché para la calle.

Mi dirección era para la ciudad, pero al ver mi pelaje tan
endiablado, y al considerar que el día anterior me había
paseado en coche y vestido a lo caballero, me detenía una
porción de tiempo en andar, pues en cada paso que daba me
parecía que movía una torre de plomo.

Como dos horas anduve por la plazuela de San Pablo y todos aquellos
andurriales sin acabar de determinarme a entrar en la ciudad. En una
de estas suspensiones me paré en un zaguán por la calle
que llaman de Manito, y allí me estuve, como de centinela,
hasta la una del día, hora en que ya el hambre me apuraba, y no
sabía dónde satisfacerla; cuando en esto que
entró en aquella casa uno de mis mayores amigos, y a quien
puntualmente el día anterior había yo convidado a
almorzar con su mujer y sotacuñados.

Luego que él me vio, hizo alto, me miró con
atención y, satisfecho de que yo era, quería hacerse
disimulado y meterse en su casa sin hablarme; pero yo, que pensaba
hallar en él algún consuelo, no lo consentí, sino
que, atropellando con la vergüenza que me infundía mi
aindiado traje, lo tomé de un brazo y le dije: Yo soy, Anselmo,
no me desconozcas, yo soy Pedro Sarmiento, tu amigo, y el mismo que te
ha servido según sus proporciones. Este traje es el que me ha
destinado mi desgracia. No vuelvas la cara ni finjas no conocerme, ya
te dije quién soy; ayer paseamos juntos y me juraste que
serías mi amigo eternamente, que te lisonjeabas de mi amistad,
y que deseabas ocasiones en que corresponderme las finezas que me
debías. Ya se te proporciona esta ocasión, Anselmo. Ya
tienes a las puertas de tu casa, sin saberlo, a tu infeliz amigo
Sarmiento, desamparado en la mayor desgracia, sin tener a quién
volver sus ojos, sin un jacal que lo abrigue ni una tortilla que lo
alimente, vestido con un cotón de indio y unos calzones de
camuza indecentísimos que le franqueó la caridad de una
vieja miserable, los que, aunque cubren sus carnes, le impiden por su
misma indecencia el presentarse en México a implorar el favor
de sus demás amigos. Tú lo has sido mío, y muchas
veces me has honrado con ese dulce nombre; desempéñalos,
pues, y socórreme con unos trapos viejos y algunas migajas de
tu mesa.

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